La enseñanza invisible

Así como la abeja recoge la esencia de la flor y se aleja sin destruir su esencia ni su perfume,
así el sabio peregrina en esta vida.

Dhammapada

 

Dice un viejo refrán chino que «los caminos fáciles no llevan lejos», dicho que nos viene a pelo para hablar de la enseñanza espiritual en estos momentos que abundan tantos métodos fáciles y tantos cursillos milagrosos acelerados que nos hacen perder de vista aquel otro aprendizaje espiritual de la mano del maestro que en la tradición requería años y años de un laborioso esfuerzo.

Podríamos decir a bocajarro que sólo se enseña lo que uno es, como si lo de menos fuera la letra y lo de veras importante fuera la intención que hay detrás que se percibe en la mirada o en el acto por más insignificante que éste sea. Enseñanza a menudo invisible que requiere de la presencia interna tanto del maestro como del discípulo y que los involucra en un proceso vivo que se cuece etapa tras etapa.

En India el maestro es más que un padre, es como un dios al que se le da la total confianza y absoluta entrega. Ahora, en nuestra actualidad, con la distancia que nos separa, las relaciones interpersonales han madurado en igualdad sin por ello perder el respeto hacia el otro, y nuestra relación con los maestros necesariamente ha cambiado.

La cuestión debería ser otra, aparte del cambio evidente de formas, ¿qué confianza habríamos de tener en alguien para atrevernos a dar un salto al vacío, más allá de nuestra ignorancia?. ¿Cuánta fe deberemos tener cuando lo que se nos pide en este camino largo de la autorrealización es dejar las pieles rígidas de seguridades y quedarnos invulnerables ante lo desconocido?.

No es de extrañar que en esta relación entre maestro y discípulo, como entre profesores y alumnos, tengan que haber unas exigencias mínimas por ambas partes para que el resultado tenga éxito, de la misma manera que no nos atrevemos a una relación larga de convivencia con un otro sin saber quién es éste y cómo reacciona ante las dificultades cotidianas.

Nos gustaría en este artículo ponernos en la piel de uno y otro; comprender los procesos y las etapas por las que tiene que pasar aquél; y ver, por último, los errores y las confusiones que curiosamente forman parte del camino.

 

El discípulo

El discípulo es cualquiera de nosotros que sintiendo que la vida es un impulso hacia delante lo transforma en anhelo de completitud. De la necesidad primordial que todos tenemos de querer mejorar , espera remontarse a un nivel más consciente. En este lance no se vive meramente una curiosidad intelectual, aparece una sed espiritual que nos deja insatisfechos tal vez porque la mitad de nuestra alma no es de este mundo. y añora la serenidad del espíritu.

En parte es uno el que se lanza a la vida deseoso de todas las promesas que nos trae el viento desde el horizonte, las mismas corrientes de pensamientos y de vivencias que cada época arrastran, pero otra parte, es esa misma vida, que nos conforma, que dosifica las lecciones del rosario que hemos de aprender y que se transforma en la verdadera y permanente maestra.

Entre aquel impulso febril y la resitencia de los hechos se crea una fricción que hemos de resolver. Entre la candidez de los primeros pasos y las múltiples incógnitas que se irán desplegando tendrá que aparecer el maestro.

Dicen que cuando el discípulo está preparado no tarda en aparecer aquél pues el maestro verdadero es una guía interna que nos pone en situación de superar pruebas cuando lo necesitamos de veras, y encuentra a las personas adecuadas que favorezcan ese proceso de comprensión.

El discípulo en la tradición india es shishya, el que tiene necesidad de recibir enseñanza. Este periodo consiste en un espíritu de búsqueda lleno de entusiasmo y pasión, única manera de acobardar a los miedos. Ahora bien, nos preguntamos, sin una idealización del camino a recorrer ¿empezaríamos a caminar?; sin el ego adolescente que quiere poder, fuerza, reconocimiento ¿abandonaríamos nuestra guarida infantil o nuestras conquistas ostentosas?. Es posible que sin la ilusión de aquel que quiere verse a sí mismo sin mácula o del que cree que los sueños pueden realizarse algún día no nos arriesgaríamos a las incomodidades del camino.

Y es que tras la lucha encarnizada con el dragón nos espera una bella princesa o tras la espera tediosa de la eternidad tiene que aparecer el príncipe anhelado. Mensajes de los cuentos iniciáticos, verdades del encuentro con nuestra alma, con el ángel olvidado de nuestro inconsciente, pero verdades a medias, pues nunca la princesa será igual de dulce como la soñábamos o el príncipe tan impecable como hubiéramos querido.

Nuestro ego empujado por las limitaciones que siente, y persiguiendo la gloria que le falta, camina. Camina de momento sin orientación.

 

El camino

El camino es largo, lo sabemos, metáfora tal vez de los innumerables obstáculos con los que nuestra inconsciencia tropieza. Pero también el camino es una paradoja pues de hecho no existe como tal. Habríamos de recordar aquella cita del chamán Don Juan cuando le dice a Carlos Castaneda que los caminos no llevan a ningún sitio salvo, acaso, a uno mismo. Y es que el camino es un ciego laberinto que da vueltas y vueltas sobre los mismos recodos hasta que descubrimos que el camino rodeaba un centro, y ese centro no está lejos del corazón, también llamado uno mismo.

Tal vez el camino sea el espejismo del cambio y el maestro un malabarista de ilusiones para hacernos llegar a lo real de una forma consciente.

Así, el camino, aparece como un ardid de la tradición que hay que andar para llegar adonde ya estábamos. Más acertado sería decir junto a Walt Whitman «estoy con mi visión soy un vagabundo en un viaje perpétuo».

 

El encuentro

Todo maestro no es nuestro maestro, aunque deberíamos aprender de la piedra, del niño y del loco, de todo aquello que se mantiene fiel a sí mismo lejos de las máscaras. Ahora bien, cuando sentimos que alguien nos impacta de tal manera que hace de catalizador de nuestro proceso interior entonces hemos encontrado al maestro.

Es posible que haya algo que les trascienda a los dos pues formamos parte de una cadena invisible en la cual cada eslabón tira y es tirado del siguiente. También es posible que se dé un periodo de tanteo donde cada uno sienta el temple y el estusiamo en este lance del conocimiento interior. Una vez reconocido las esencias es posible empezar la enseñanza propiamente dicha.

Puede que el encuentro no sea fortuito y tenga razón Herman Hess cuando decía que todo encuentro es una cita.

 

La enseñanza

Desaprender. Empieza el largo proceso de desaprender pues sin quitarnos el viejo vestido de los formalismos sociales que sirvieron en otra época no integraremos fácilmente un nuevo vestido, otra visión de las cosas. Pues la visión del sabio es parecida a la del arcano del colgado en el Tarot que está cabeza abajo, símbolo de que ve al revés de la normalidad de las personas, que puede captar la doblez de la vida, lo que aparentemente está oculto.

Subconsciente. En este proceso de desaprender, el maestro no se enfoca solamente hacia lo consciente pues se necesita educar al subconsciente pues será el suelo fértil de la posterior realización personal.

Diferentes niveles. Habrá que sentir que la repetición es necesaria, habilidad del maestro para proponer la misma enseñanza en diferentes niveles, bajo una perspectiva nueva.

Dificultades. Por eso no es conveniente atajar de frente las dificultades sino más bien rodearlas. Aún más, utilizar el error como fuente de aprendizaje, como camino alternativo para conocerse uno mismo.

Inseguridades. Si, en este proceso, potenciáramos sólo la fuerza y el acierto, estaríamos creando un castillo en el aire de falsas seguridades. Las debilidades es lo primero que hemos de encontrar para reconocer cual es nuestra frontera con el mundo. Las inseguridades también son una fuente de riqueza que mantiene el nivel de atención sin agrandar el ego. Pues el camino interior no es, como se podría pensar al inicio, un camino de perfección, de excelencias humanas, sino un camino de aceptación donde la fuerza y la debilidad, la consciencia y la inconsciencia, en definitiva, nuestra luz y nuestra sombra son partes de un mismo proceso, de una realidad multipolar.

Rutina. Así es necesario romper con la rutina y abrirnos a un universo nuevo a cada instante. Lo que la cultura ha matado o sepultado bajo el asfalto, la mirada nueva encuentra los resquicios para una nueva vida.

De esta forma nos hacemos fuertes, no ante respuestas prefabricadas o enseñanzas fijas que nos da el maestro, sino fuertes ante lo novedoso, hábiles en la improvisación, sutiles en lo desconocido.

Acción esencial. Aprendemos a actuar cuidando los detalles pero sin obsesión, con esa cierta distancia que preserva nuestra libertad.

Diríamos que el sabio es exigente por dentro y tolerante por fuera pues no se deja atrapar por la imediatez del conflicto ya que está referido a un todo mayor del cual todos formamos parte.

Esta será la enseñanza básica del maestro, la conciencia de la acción en el mundo, la comprensión del karma, de las innumerables consecuencias que tienen nuestros actos y de la precaución al querer atesorar los resultados de aquellos.

Por eso el mayor tesoro en el camino interior es la ecuanimidad ante el éxito como ante el fracaso puesto que el camino se hace a base de muchos trompicones.

Sugestión. No es raro que el maestro utilice la sugestión mental tal como se ha representado en el Baghavad Gita entre Krishna y Arjuna, donde la encarnación de la divinidad utiliza todos sus recursos para elevar el desánimo del príncipe guerrero a la batalla.

Guerrero. El discípulo debe convertirse en un guerrero espiritual, debe sentir la vida como una lucha entre la inercia y la conciencia tal como Arjuna debe enfrentarse en la batalla a los cientos de Kauravas, símbolo de las bajas pasiones.

Sentidos. Batalla también a los sentidos, mejor dicho, a la ilusión del mundo que recrean éstos. Dominar los sentidos para captar lo que no tiene voz, lo que no desparrama brillo, lo que se mantiene a la espera de ser escuchado, reconocido. Es el poder de replegar los sentidos para permanencer concentrado, arrobado, extático.

Y es el maestro que sella estos pasos que hace el discípulo, que pone en juego las experiencias que el alumno está preparado a vivir.

 

La iniciación

La iniciación debería ser un proceso final en ese camino de aprendizaje junto al maestro. Iniciarse es como nacer de nuevo, nacer a una realidad espiritual donde el espíritu tiene más consistencia que la mano que vemos delante de nuestros ojos.

En ese segundo nacimiento el impulso de conquista, el éxito asociado al ego, la búsqueda de placer o beneficio deja paso a una actitud mediadora ante el mundo. No es que uno no tenga que luchar por la subsistencia, es que el iniciado se siente parte del todo y actúa desde unos criterios más amplios que los estríctamente egóticos. Uno renace a un nuevo cuerpo, una nueva mirada, una nueva vida llena de presencia.

Lo que anteriormente se había rechazado, ahora algo tiene que decirnos; a lo que uno estaba enganchado, ahora deja de interesarnos.

Es el momento cuando nos sentimos religados a lo más alto, conseguido ya el camino de la introspección.

Uno no huye del silencio ni de la soledad, me atrevería a decir que no asusta tanto la muerte porque se siente que hay algo en uno que está en todo y que nunca muere.

El nombre a veces cambia, como cambian los hábitos, como cambian las palabras que utilizamos para recordarnos nuestro compromiso con el nuevo despertar.

Lo evidente en toda iniciación en un hondo sentimiento de gratitud ante todo lo recibido, ante la magia del mundo, y por tanto, una gratitud que se transforma en responsabilidad, conscientes de que lo divino se está haciendo a cada instante y que uno forma parte de esta obra.

 

El maestro

En la díada maestro-discípulo, desde un punto de vista, aquél es el que menos importancia tiene por más deificado que el maestro esté. De la misma manera que entre el dios y el héroe, el protagonista de la historia es siempre el héroe o la heroína pues ponen en juego la misma esencia de la humanidad, que es lo que importa. El dios o el maestro ya están encumbrados y están al servicio de la humanidad que lucha, nada más. Por eso cada bebé en el mundo es adorado por los adultos porque representa las máximas potencialidades de una vida nueva.

Lo anterior sirve para indicar que el maestro bebe de la humildad, que es la vida la que lo pone ahí frente a la enseñanza y no solamente sus propios méritos. Tampoco es la cantidad de conocimientos lo que importa sino la capacidad de paciencia amorosa y la disponibilidad. Ni siquiera podemos valorar a un maestro por su discurso brillante, por la exégesis que hace de los libros sagrados sino por lo que desencadena a nivel consciente entre sus discípulos y por la habilidad de sacar el máximo de provecho de los recursos personales de éstos.

Pero sobre todo el maestro es el que sabe imprimir la validez de una práctica duradera en el discípulo y que ésta sea inteligente, que tenga en cuenta de dónde se parte y adónde se quiere llegar, de cuáles son las estrategias a seguir según las dificultades encontradas.

No obstante, hay que esperar que se establezca un diálogo más allá del cúmulo de técnicas y sutras sagrados, un diálogo silencioso entre el aprendiz que reconoce el conocimiento y la experiencia vivida en el maestro, y de éste que cree profundamente en las potencialidades de su discípulo.

 

La confusión del maestro

Juan de la Cruz decía que para ir a donde no se sabe, hay que ir por donde no se sabe. Es incierto el largo camino pues muchos son los que se han desviado o que se han entretenido en un brazo del laberinto. Otros se han quedado a medias pensando que una experiencia cumbre de súbita iluminación ya daba por acabado un proceso que nada más acababa de empezar. Maestros que en su confusión han creado mucha más confusión. No obstante, podemos encontrar ciertos elementos claves en esta confusión.

Las palabras. Las palabras requieren prudencia, hay que medirlas en una balanza y poner en el otro platillo nuestra alma; si el fiel de la balanza se mantiene en su centro, las palabras se deslizan como pétalos de terciopelo y dan luz como luciérnagas en nuestra oscuridad. Pero si hay desequilibrio, si las palabras no responden a nuestra realidad, se articulan como grúas oxidadas que difícilmente se digieren y bien, atontan o adormecen.

En la maestría es peligroso que la fuente de enseñanza sea sólo el discurso, la arenga, la doctrina. Porque según el sentido común, hablar tanto es no decir nada ya que cabe el riesgo de que en la suma y resta secreta que hacen las palabras el saldo sea nulo o negativo. Habría que recordar constantemente satya, la virtud de la sinceridad, y hablar sólo para mostrar lo invisible, para captar las evidencias, para dar paso al corazón, esto es, para compartir.

Si la gran mayoría de maestros han utilizado la parábola, el cuento, los koan, los sutras y los acertijos sería para despojar al conocimiento de tanta palabra innecesaria, para que lo breve y lo conciso diera paso a lo fecundo así como una ola es el anuncio de un mar inconmesurable.

Sabiduría. Otra trampa para maestros listos y discípulos bobos es creer que el maestro tiene siempre una respuesta para todo, como si no fuéramos seres en medio del misterio. Es cierto que el maestro tiene una linterna para alumbrar el camino, luz que nos puede ayudar también a nosotros, pero la oscuridad de la noche no la mitiga ni todas las estrellas juntas del cielo. También lo decía Shakespeare en boca de Hamlet, «entre el cielo y la tierra hay más cosas de las que caben en tu filosofía».

Vendedores de sueños. Con cien verdades exóticas hilvanadas en un bonito collar y otro tanto de elixires milagrosos, ya estamos preparados para los encantamientos. Es fácil vender sueños, sueños holísticos planetarios aunque en el fondo sean los de uno, pero los sueños hay que encarnarlos porque sino transitan en pesadillas. Los sueños se compran porque los que los compran están un poco desesperados, porque el mundo es duro, porque la carga es pesada, porque la realidad se muestra anodina, en definitiva, porque el amor está ausente. Pero los sueños te suben a los cielos en una pretensión buena de elevarte por encima de los propios límites y, sin previo aviso, te dejan caer poniéndote verdaderamente a prueba. Y es que, hasta para soñar hay que estar preparado de antemano. Por eso vender sueños sin alas ni paracaídas es irresponsable.

No obstante, hay una magia honesta, magia de la transformación, de hacerse a sí mismo por encima de las dificultades. La magia también de regar la semilla de los que seguimos a los maestros para romper la ilusión de lo cotidiano, abriendo ventanas a nuevos horizontes. Pero esa otra magia de la que hemos hablado, que trampea las situaciones, que vende autoridades, que firma en las esquinas de lo divino como si fueran cuadros originales. Esa magia no nos conviene.

Poder. No estaría de más recordar que ni la flauta, ni siquiera el flautista, son la música que suena. Imagen precisa de que en la enseñanza es igual. El maestro es un instrumento a través del cual pasa una vida interna que puede ser mostrada a otros.

Cuando el maestro cree que es el poseedor del conocimiento hace de aquello un tesoro y se convierte en una llave que abre o cierra a su antojo sin darse cuenta que lo que tiene en realidad es la llave de su propia celda de oro.

Es cierto que el chamán, el maestro, juegan en un mundo de poderes de otra realidad pero si no se domina al poder, éste nos coge por el cuello y nos vampiriza. Y es que el poder no es de nadie, tiene que transitar hacia la situación que lo requiera sin mediar el ego, tiene que actuar para un bien mayor y no para nuestro propio interés.

También hay que decir, desde una realidad más psicológica, que en la transferencia de poder que hace el discípulo al maestro, éste debe retomarlo con la condición de devolverlo progresivamente, hacia la total autonomía de aquél, y no, como tanto se ha hecho, como servilismo que mantiene una jerarquía, un poder, unos privilegios.

Modelo. En la vida como en la enseñanza, un buen caminante no deja huella. El peligro que incurre el maestro al colocarse como modelo es que va a hacer una clonación de su persona y a conseguir un séquito de papagayos que repiten las mismas verdades. No hay más modelo que el propio, el de cada alumno o discípulo, ese que está plegadito en el inconsciente, aquello por lo cual nuestra vida puede tener una misión genuína. Pues no se trata de limitar las posibilidades a una sola sino la de enriquecernos con la diferencia. De ahí la escucha necesaria del maestro, la tolerancia con la verdad del otro, la comprensión de los mecanismos de cada uno. Y es que para enseñar deberíamos aprender a aprender, a sabernos poner en la piel del otro con toda la curiosidad del mundo por muchas vueltas que hayamos dado a éste.

 

La confusión del discípulo

Es la otra cara de la misma moneda. El maestro es el espejismo que nuestra inconsciencia crea. Buscamos en él o ella lo que nos gustaría ser y que nuestro temor bloquea. Por eso buscamos y mantenemos al guru tramposo que satisface nuestra idealidad antes que al maestro verdadero que nos pone frente a nuestras realidades más duras.

Cuando un maestro nos enseña a tomar partido de la inseguridad, del miedo y de la ignorancia es que nos ha enseñado algo esencial. Si en vez de esto, aquel nos muestra con una mano nuestra impotencia mientras con la otra nos señala la luna, es que nos hemos atado a una noria cual limitado asno.

Por eso, hay que estar muy atentos, porque hay maestros tan invisibles que se acercan, y recrean una situación donde hay contenida una importante lección, para marchar sin ser vistos.

Y es que cuando somos capaces de pensar libremente y de tomar las decisiones vitales de nuestra vida, el verdadero maestro se convierte en lo que de verdad ha sido siempre, un amigo.

Julián Peragón




En el ecuador de nuestras vidas

 

Cada semilla contiene potencialmente miles y miles de frutos, sólo unos cientos tendrán las condiciones suficientes para madurar y quizá alguno de ellos logre el objetivo último, reproducirse. Algo parecido pasa con nuestra vida, cada nacimiento promete infinidad de posibles caminos, transitaremos algunos pocos, y es posible que uno de ellos dé sus frutos.

El grado madurez de una fruta depende, entre otros factores, de la salud de las raíces, de la luminosidad, de la lluvia, de la fertilidad de la tierra. Esa madurez es un resultado de condiciones previas. El agricultor así lo sabe. Sin embargo en nuestras vidas no aplicamos los mismos principios, nos llega la hora de la madurez en la vida y nos damos cuenta que estamos todavía verdes, sentimos entonces que habíamos descuidado nuestra alma, que no habíamos dado tiempo a su crecimiento. Fascinados por una eterna juventud hipervalorada nos habíamos olvidado que tarde o temprano había que madurar. Nos habíamos olvidado de preguntarnos el para qué de esa juventud, de construir un sentido para nuestra vida.

Los primeros navegantes que atravesaron el ecuador descubrieron un hemisferio diferente, un cielo estrellado nuevo, otras constelaciones. Cuando nosotros atravesamos el ecuador de nuestras vidas sentimos que se invierten las tendencias vitales, que el norte ahora es el sur, que los dramas se atemperan, que lo que vimos siempre como dificultades pueden ser vistas como buenas ayudas. Es posible que la temida soledad se convierta en una aliada.

En ese ecuador que inagura nuestra madurez nos sobreviene una certidumbre. ¿Acaso todo lo vivido no ha sido meramente un prólogo?. Ha habido una etapa para crecer, para construirse como individuos, para conocer el mundo, sus tentaciones y sus peligros. Hemos saltado de la familia, al colegio, a la pareja, al club buscando desesperadamente una identidad, puliendo varias personalidades, reafirmando poderes, perfeccionando estrategias. Por fin teníamos nuestro mundo en el mundo, nuestra casa en la ciudad, nuestro dinero en el banco, nuestro trabajo en la realidad que construye el ser humano, nuestros hijos dentro de nuestro mundo, y así sucesivamente.

En esta larga etapa hemos demostrado a papá que éramos fuertes, a mamá que podíamos ser independientes, a nuestra pareja que somos potentes, en definitiva, al mundo que somos importantes. Arquetípicamente nos hemos subido a nuestro carro majestuoso tirado por muchos caballos. Nos hemos investido de ricos ropajes y envuelto en ínfulas de grandeza. Pero cuando nos han preguntado adónde vamos, nos hemos quedado en el vacío. Tantos caballos y tanta parafernalia sólo cumplían una función de seguridad, de ostentación ante una carencia interna. Otra cosa hubiera sido utilizar el impresionante carro para descubrir nuevos mundos.

Si en esta etapa es donde el ego se afirma, en la siguiente la madurez nos invita a ir hacia dentro al descubrimiento de otro yo, de ese yo mismo. Tal vez porque el mundo ha perdido glamour y ya no nos fascina tanto. Posiblemente porque hemos comprendido que ilusión tras ilusión en la otra cara del deseo había la dura frustración. Así el mundo se aquieta para nosotros, pierde velocidad, deja de prometer, y ese otro mundo interno se hace de un espacio para aparecer sereno y profundo.

La fruta sigue siendo una buena metáfora. La fruta verde y la madura tienen ambas el mismo tamaño, así como el adolescente y el adulto. La diferencia está en el interior. La fruta verde no es todavía comestible, necesita tiempo, necesita calor. La fruta madura está en su punto justo, está plena, dulce. La inmadurez reclama, necesita, exige, mientras que la madurez, ofrece, espera, escucha.

La comprensión que se establece en la madurez es que eso que somos, eso tan preciado que hemos alimentado tanto tiempo, ese yo, no es para nosotros sino para los demás. Y comprender esto puede ser dramático. Podríamos decir que el don que nos ha dado la vida no es para nuestro solaz personal, de la misma manera que nuestra belleza la disfrutan otros, y nuestra inteligencia es para el mejor funcionamiento de todo. Es en este punto donde comprendemos que lo que creíamos firmemente anclado en nuestra realidad no tiene sustancia, es decir, no somos algo, somos una función. En tanto que somos para el mundo, somos. No podemos ser artistas sino hay una obra que es valorada y que cultiva las sensibilidades de otros.

Después de mirarnos en tantos y tantos espejos nos damos cuenta que nosotros somos un espejo para los otros. Nuestra función es la de reflejar esa infinitésima parte de lo humano. Puesto en otras palabras, el Yo se sueña perfecto, de cantos definidos, con principios originales e independiente, en cambio el Ser se descubre anidado a otros seres, interdependiente con lo que nos rodea, sin fronteras. En este proceso de maduración transitamos de la importancia personal a la importancia de los procesos. Dejamos las anteojeras para ataviarnos con una lupa y unos prismáticos, donde cada detalle tiene una profundidad y cada situación un horizonte amplio.

Entendiendo que la madurez es ese ecuador donde descubrimos al alma y no nos asusta visitarla, donde uno ha puesto al mundo en su lugar y ha podido dialogar con lo que es diferente, y entender al otro, y aceptar otras verdades, y no pedirle peras al olmo, tenemos que seguir preguntándonos hacia dónde.

Si la juventud es la estructura y la madurez es el contenido, ¿qué habrá más allá de ella?. Si en una primera etapa descubrimos al mundo, y en una segunda descubrimos al alma, nos daremos cuenta que esta alma es la antesala del espíritu. Pero dejemos ahora el espíritu en paz. Seamos conscientes de que la vida tiene unas etapas y que no podemos saltarnos los pasos previos. No podemos saltar de nuestro ego al espíritu sin transitar por nuestras entrañas, sin descubrir nuestras sombras, nuestros pecados, nuestras verdaderas motivaciones. Volviendo a la metáfora, no podemos alimentar a la semilla que cae a tierra con la fruta verde.

Recordemos el mito de Ícaro. Su padre, Dédalo, el constructor del laberinto donde está encerrado el Minotauro, ingenia una manera de salir de él donde ha sido también encerrado por castigo del rey Minos. La mente ingeniosa de Dédalo elabora un plan, con las plumas caídas de los pájaros y la cera de las abejas construirán sendas alas y volarán lejos. Dédalo prudente le avisa a su hijo de que no vuele demasiado bajo pues la humedad del mar empapará las alas y no podrá seguir volando, pero tampoco debe volar muy alto pues el calor del sol derretirá la cera y se desharán las alas. Ïcaro asiente, pero una vez fuera del laberinto, cuando sintió la libertad y el poder de volar quiso volar demasiado alto y lógicamente sucumbió y se precipitó en el fondo del mar. El mito nos avisa de la prepotencia del ego pues las alas no son reales sino postizas. Cuando nuestro ser todavía no ha gestado alas para sobrevolar otras dimensiones es temerario hacerlo sólo con la inocencia de nuestra imaginación, con la arrogancia de nuestras fuerzas.

El mundo de Ícaro es el mundo de los que buscan la perfección queriendo alcanzar al sol. La prudencia y la madurez consisten en aceptar que el sol no se puede alcanzar, que la perfección no es de este mundo, que tarde o temprano el mundo nos derrota pero que, en ese trasiego de vida, de tanto caer y levantarse, de tanta esperanza perdida, hay realmente belleza y dignidad.

Si la madurez es un feliz desprendimiento, tal vez vale la pena recordar que sólo la fruta madura cae del árbol.

Julián Peragón

 




¡Cosas!

 

Existe la idea generalizada de que las cosas son eso, simplemente cosas, objetos inanimados que se compran y se poseen en aras de una cierta practicidad y que, después de habernos rodeado un tiempo prudencial, se pierden, se arrinconan, se estropean o se echan a la basura. Lo cierto es que estamos rodeados de cientos y cientos de cosas, y cada una de ellas tiene de uno a mil mecanismos –más cerca de mil que de uno–. Hasta tal punto que cada una de ellas tiene una factura desglosada y una garantía, y cada mecanismo una o varias precauciones a tener en cuenta. Si hacemos las cuentas y si juntamos toda la literatura de folleto comprenderemos lo complicado que es el tema; el bonsai hay que regarlo poco y cortarle las raíces con unas tijeras especiales y en su día, el canal plus hay que descodificarlo, el sistema operativo del ordenador tiene que estar de acuerdo con su configuración y con la memoria ram y los periféricos. Y a esto hay que añadirle la ley de Murphy que dice que si algo puede ir mal, lo hará. El agua de la lavadora se saldrá, la olla a presión no enroscará bien o el elevalunas eléctrico se quedará a la mitad. Cosas, cosas, cosas que se vuelven imprescindible pero que simultáneamente queremos perder de vista.

Hemos ganado mucho desde que nuestros antepasados los póngidos utilizaban palos para excarvar raíces, esponjas para absorver el agua de las grietas y piedras para romper los frutos duros. Nosotros lo hemos sofisticado todo, de tal manera que tenemos aparatos para calentar el gel de ducha, ionizadores que mantienen el aire respirable, hornos de ondas que calientan el café con leche en un santiamén y muchos mandos a distancia para no levantarnos del sofá tapizado de piel, por citar sólo algunos.

El mercado y su esbirro que es la publicidad están encargadas de ponernos al día. Nuestro ser ideal que aparece entre brumas, en parajes paradisiacos, con sonrisa enigmática y torso desnudo, consume. Nuestra vocación es la de gastar y gastar aunque para ello tengamos que producir el doble de lo que disfrutamos pero es que las cosas son tan bellas y tan necesarias que ¿quién se imagina la vida sin un black triniton, la tostadora automática, el aire acondicionado del coche?. Pues siempre hay una voz que nos dice «no seas modesto y permítete X», «la gente que sabe apreciar lo bueno tiene Y», o «que no te le den con queso y cómprate Z».

Con todo, eslogan a eslogan hemos aprendido a cosificar el mundo. Un mundo donde nuestra aureola personal reside en las docientas válvulas de potencia, en el mármol rosa de la escalera, en la cubertería de diseño o en el vestido de moda. Nuestra alma ya no sabe del lenguaje de los pájaros o de la voz del silencio, ahora entiene del rumrum de la máquinas, los pitidos de alarma, la combinación de colores de la temporada. Entre nosotros y el mundo se ha interpuesto un cinturón de asteroides, objetos todos ellos que reclaman insistentemente nuestra atención y que se mueven , dan la hora, recojen mensajes, escupen café y se encienden y apagan periódicamente. Son como las campanitas de sonidos de los niños que nos distraen del tedio de la vida, o como los algodones de colores que suavizan las heridas del paso de los años.

Afortunadamente hay un rincón en nuestro espíritu que permanece vírgen. Un lugar insondable que no entiende como mil toneladas pueden sobrevolar por encima de las montañas, que un mensaje pueda atravesar a la velocidad de la luz los océanos y que unos hombres con escafandra puedan hollar con su pie la diosa blanca de la noche. Esta simplicidad innata es la que se pone de manifiesto cuando le damos golpes al televisor o le lanzamos improperios al ordenador o al coche, muestras también de que creemos que las cosas tienen una alma, cuadrada o redonda, en forma de microchip o de pila; un alma que tampoco quiere sentirse sola y se obstina en tener personalidad.

Este rincón del espíritu está más vivo en los seres simples que todavía quedan en algunas selvas que creen perder el alma en cada fotografía y que creen endemoniarse al oír su propia voz en un magnetofón. Su relación con el mundo es mágica pues saben que si Dios sueña con comida, fructifica y da de comer, y si sueña con la vida, nace y da nacimiento. Un mundo donde lo importante no sea la lógica de las cosas sino la impronta humana que le da sentido. Y en este sentido es importante reconocer las resistencias que todos tenemos a lo complejo, a cosificar la vida, a permitir que el alma desaparezca de todo cuanto nos rodea porque en el fondo –y a pesar de todo el sistema que nos rodea– no podemos vivir pendientes de un simple botón. ¡Qué cosas!.

Julián Peragón




Felicidad

 

Los socialistas utópicos creían a principios del XIX que el progreso eliminaría todas las miserias humanas, que las máquinas trabajarían para todos y que la ciencia sería la panacea para la triste humanidad. No obstante, para que por fin se cumplan sus sueños, han tenido que pasar casi dos siglos de explotaciones, guerras, genocidios y desigualdades de todo tipo.

En este sueño que se está cumpliendo a pasos agigantados, las sandías no tendrán pepitas que incordien, las rosas vendrán sin espinas y las lechugas serán envueltas en celofán estéril. Será todo más fácil en el mundo exterior. Comprarás bonos del estado desde el terminal de casa, desde tu sillón favorito hojearás libros en las bibliotecas más lejanas, ligarás con rusas o australianos, verás 800 canales de televisión. Con un sólo mando a distancia harás, además, la compra de casa. Así de fácil.

En el mundo interno también habrá milagros. Los calvos dejarán de serlo gracias a una hormona contra la alopecia, los deprimidos tomarán una variante del Prozac. Los desmemorizados afinarán su memoria con el Finestaride, aunque no sabemos si la certera memoria sabrá mejor que el cándido olvido. Con el Xenical, píldora que promete vencer los problemas de obesidad podremos seguir comiendo hasta la saciedad bollos y hamburguesas sin darle al colesterol el gusto de implantarse en la tripa. Con el Viagra podremos seguir siendo ejecutivos incluso en las faenas del sexo, la impotencia será una pesadilla del pasado. Así, la hombría se cotizará bien alta y por fin haremos el amor como en las películas.

Con Seroxat, la nueva píldora contra la timidez ya experimentada con éxito en Reino Unido, seremos los amos del mundo. Podremos platicar en cualquier esquina con cualquier transeúnte que nos plazca. En toda plaza habrán conferenciantes y disertadores a granel, y en los pubs y discotecas seremos todos amigos. No tendremos más vergüenza; no nos sentiremos apesadumbrados ni sentiremos congoja. Los niveles de seratonina en el cerebro nos producirán una sensación grata de euforia. A lo mejor con los efectos secundarios de dicha píldora dejaremos de criticar al vecino y veremos la parte buena de la vida. La gente se contará sus secretos que en definitiva son como los de todos y como los de siempre, bobadas.

La felicidad será una realidad aunque venga encapsulada y con marca, y la eternidad la próxima píldora a inventar. Se descubrirán las virtudes de la ingravidez y los paseos en el espacio se podrán de moda a precios de friolera. La química de reacciones rápidas del imperio farmacéutico se convertirá en la moderna alquimia. Por fin el plomo se transformará en oro.

No obstante, a la sombra de la utopía nadie se ocupará de la completa erradicación del tifus y la malaria. Los que no tengan créditos bancarios no se podrán hibernar. A los marginados del mundo se les prohibirá soñar. No habrá píldora contra la pobreza pues la maquinaria gigantesca sentenciará su imposibilidad. Las sagradas fórmulas de beneficios no funcionarán con la globalización del bienestar. Así que tendremos también pastillas contra el dolor y la injusticia del mundo.

Y seremos felices.

Julián Peragón

 

 

 




Pasiones, ni más ni menos

 

Nuestra primera relación con el mundo es instintiva. Toda nuestra necesidad puesta en la poderosa musculatura de succión ante la teta nutricia. Casi enseguida, cuando la visión se aclara y aparecen los otros cercanos nuestro instinto se malea en afectos. Con la sonrisa temprana o con el llanto irritante pareciera que tratásemos de influir en el mundo, reteniendo lo segurizante o alejando lo peligroso. En la medida que la interacción con el mundo es inevitable y que nos afecta más allá de lo controlable, nuestros afectos pudieran ser recursos innatos para mantener nuestro equilibrio interno.

Lo curioso del mundo afectivo es que no conocemos su tránsito por nuestra interioridad, estos afectos aparecen sin mediar nuestra lógica ni aún menos nuestra voluntad. A veces los sentimos como fuerzas angelicales o demoníacas que nos invaden, nos ahogan, nos arrastran, nos trastocan o nos elevan como si fuéramos meros soportes de un juego de dioses, de un entramado arquetípico que desconocemos o de un laberinto emocional demasiado complejo.

El entramado sentimental

La misma terminología de los afectos es ambigua. No son lo mismo los deseos que nacen de una necesidad vital o de una fuerte atracción que los sentimientos que son afectos más elaborados por la riqueza de nuestra ideosincrasia y por el tamiz del entorno cultural. Si las emociones son sentimientos breves y evidentes físicamente, las pasiones, en cambio, son huracanes de sentimientos que centrifugan nuestra vida. Realmente nuestro cuerpo emocional es un meandro de aguas, unas más turbulentas que otras, que pretenden llegar al ancho mar del sentir.

Sin embargo, uno puede tener un buen día aunque su clima emocional permanezca deprimido y tener un racimo de manías y fobias en buena convivencia con su sentido común. Sinfonías de afectos a los que estamos obligados a escuchar pasivamente a menos que nos volvamos conscientes de nuestras propias motivaciones inconscientes.

Lo que es evidente es que los sentimientos y las emociones nos indican cómo nos están afectando las cosas. Si me regalan algo me pongo contento, si lo pierdo, triste. Y esta alegría o tristeza son de tal intensidad que enseguida reacciono en agradecimiento, o en temor.

Diríamos que las emociones básicas ponen vaselina a nuestra acción en el mundo. Sabemos que algo nos da placer o nos causa dolor, nos aburre o nos divierte, nos seduce o nos frustra gracias a nuestro cuerpo emocional. Así contactamos con nuestra intimidad a través de las reacciones emocionales. Nos sentimos vivos, humanos, pues los sentimientos forman parte de ese «ruido» que hacemos al compartir o comunicarnos.

Aparentemente deberíamos actuar en consecuencia. Un niño llora la ausencia de su madre, una mujer celebra el alumbramiento de su hijo, estallamos de alegría ante la buena suerte. Pero los sentimientos son armas de doble filo; en un lado, la incipiente reacción emocional nos dice cómo nos está afectando esa situación que vivimos; por otro, nuestros temores, censuran aquellas manifestaciones si no son adecuadas. Aprendemos a trampear emociones para no mostrar nuestra vulnerabilidad o nuestras verdaderas intenciones. Desde aquí los sentimientos se convierten en una batería de estrategias.

 

Estrategias de supervivencia

Las estrategias forman parte del bagaje humano desde que salimos del paraíso, pues sentimos que con alzar el brazo no tenemos la fruta jugosa y que con pedir amor no aparece necesariamente la persona amada. Algo hay que hacer, nos dice nuestro ser más necesitado, camuflarse o llamar la atención, actuar a los ojos de los demás o imponer nuestros deseos. Tantas veces lanzamos nuestros mensajes emocionales a los cuatro vientos para conseguir algo de lo necesitado.

El gran problema sobreviene no sólo con la mentira hacia el otro, sino con el autoengaño. Cuando la estrategia va por encima de nuestra realidad, cuando los mecanismos de defensa que en un momento fueron necesarios se han enquistados, o tal vez, cuando nos duele aceptar la realidad o sentir la verdad, entonces nos hemos liado en una madeja de estrategias sin sentido.

Y es que nos encontramos ante un muro casi insalvable, la inconsciencia de la inconsciencia, algo así como un espejismo alienado de lo que somos o una mentira con centenares de raíces que sostienen nuestro inestable equilibrio o nuestra idea de supervivencia. Lo más triste es ver que no nos damos cuenta de nuestros engaños.

 

Seres paradójicos

Es verdad que no sabemos lo que sea el ser humano pero sentimos que paralelo a la dimensión lúcida y numinosa que llamamos sapiens, aparece la otra cara en la sombra cercana a la genialidad pero también a la locura, que llamamos demens. No nos queda otra que aprender a convivir, tal vez transformar, esa otra parte que nos conflictúa.

Tal vez tengamos la marca de la escisión desde nuestro nacimiento y cuando nuestro cuerpo va en una dirección, nuestra cabeza se enfoca en otra bien diferente. A veces queremos la felicidad a través del sufrimiento como si el dolor fuera el pago inevitable para ser reconocidos y amados; otras, convenimos en vivir la vida a través de los libros o de las ficciones filmadas; y otras, queremos cambiar el mundo cuando lo que necesitamos es cambiar nuestra visión sobre él. Estamos plagados de paradojas insolubles y de absurdos como el de olvidarse de sí mismo para no enfrentarse con los propios problemas; o el de volverse un producto excitante y apetecible para rescatar las migajas de aquello que pensamos que es el amor.

 

Más allá del carácter

Cuando damos un primer paso en la oscuridad hacia ese Ser que somos y que anhelamos tantas veces no vemos nada aunque lo tengamos delante de nuestras narices pues el que busca es el ego con sus fantasías, sueños e idealizaciones. El ego sólo se reconoce en sus ínfulas de poder y es por eso que el ser interior silencioso pasa desapercibido. El yo interior no es todopoderoso ni tiene la respuesta precisa en el preciso instante; se muestra escurridizo e inefable porque sus oídos están a la escucha en la certidumble de que formamos parte de una unidad con el cosmos.

La parte neurótica de nuestra personalidad o de nuestro carácter se empeña en que la vida tenga grandes dosis de seguridad, de placer, éxito, deseo y reconocimiento. Pero a la vuelta de la esquina nos vemos abocados a vivir la otra cara de la realidad donde también hay inseguridad, dolor, fracaso y vacío. Todo esto sin la confianza en que detrás del error hay otras puertas alternativas que se abren a nuestra acción, y que tras la soledad uno encuentra una relación más atemperada con la vida. No nos damos cuenta que la enfermedad aguda es una fantástica crisis depurativa y que la conciencia de la finitud y de la muerte son las mejores aliadas para cuestionar las dependencias que nos hemos impuesto.

 

Los tres pecados principales

En esta falta de luz, de conciencia de nuestra inconsciencia, la tradición, en especial el Eneagrama, nos hecha una mano y nos explica los mecanismos básicos de huida de la realidad, de la ansiedad ante la carencia amorosa y de la inseguridad ante la incertidumbre del mundo.

Tal vez por eso podríamos encontrar tres formas básicas de desviación antre el Ser que somos: querer ser más de lo que somos, ser menos y no querer ser.

 

Ser más

Es posible que la avidez de ser sea una reacción temprana a no sentirse visto y reconocido en lo profundo. Elogiado en las formas, reconocido en la excelente ejecución de las tareas y aplaudido en las conquistas sociales, uno puede confundir el interior con el exterior y sentirse reconocido sólo en las máscaras que representa.

También encontramos un ego inflado que dejando atrás sus carencias se ha convertido en un semidios donde la humildad es un mero cuento para débiles de espíritu.

Ser menos

Pero también pecamos por ser menos de lo que realmente somos. Uno se vuelve pequeño y más pequeño hasta quedar aplastado entre su interioridad inmensamente desconocida y el mundo inmensamente terrorífico. La tremenda angustia de vivir apenas se puede mitigar sumergido entre consignas y justificaciones, desde la crítica o la represión.

Hay otros que en vez de empequeñecerse se vuelven invisibles. Sintiendo que el mundo es una broma de mal gusto y el amor una mentira adolescente se dedican a contar estrellas y a ordenar saberes enciclopédicos.

 

No ser

Por último pecamos por no querer ser. Si uno encuentra la fácil solución de comerse los problemas para dormir bien, la de crear una piel bien gruesa para no enterarse o la de meter la cabeza bajo el suelo como hacen las avestruces para olvidar las evidencias entonces comprenderemos esa apatía psicológica que dificulta mirar hacia dentro y reflexionar acerca de lo que estamos viviendo.

Otros en este dilema de no enterarse prefieren darse un tajo en el cuello y embalsamar el cuerpo para que los biorritmos de las emociones no interfieran con las grandes razones. Pero también encontramos los que haciendo la misma mutilación, le dan una patada a la cabeza para alejarse del mínimo sentido de respeto por los otros y por la vida y tener el campo libre para conseguir lo que les da la real gana.

Círculo vicioso

Ahora bien, los pecados, como bien sabemos, se retroalimentan. La misma acidia que nos dificulta encontrar lo esencial en nosotros (no-ser) nos priva de una base sólida desde la que enfrentar el mundo, lo que nos lleva a la duda (ser-menos). Las dudas y el miedo pueblan de fantasmas nuestro mundo interno y nos sentimos más seguros actuando desde roles prestados y artificiales (ser-más), que a su vez, al actuar con una falsa personalidad nos alejan de aquella capacidad natural de mirar hacia dentro.

Pero siempre nos queda una alternativa, la de invertir el proceso neurótico y recuperar nuestro centro, que precisamente no está más arriba ni más abajo, sino en su centro, con su esencia, en su medida, con su propio ritmo.

Sanar las emociones pasa, en primer lugar, por reconocerlas, por desenmascarar las triquiñuelas del ego. En segundo, por volverse meditativo en el vivir para que la inercia no nos pueda, y encontrar, por fin, la virtud que todo pecado tiene comprimida.

Julián Peragón




Medias verdades

 

Todos sabemos que hay verdades tan eternas e infinitas que han dado mil vueltas al universo haciéndole al mismo un traje a medida. Son verdades inapelables, frías como los témpanos que no se derriten ni en la canícula, trazadas con rectilínea para llegar al objetivo sin un tibio devaneo ni un asomo de duda. Son verdades con mayúscula, de redonda perfección y sin mácula alguna.

Verdades tan absolutas que ya estaban aquí antes de nacer y que refrescaron la memoria en los libros de primaria junto con el bocadillo de atún que regalimaba aceite. Después se encerraron en voluminosas enciclopedias de consulta que nadie tuvo tiempo de abrir y aun menos de cuestionar, a sabiendas que permanecerían mucho más allá de nuestra muerte, por los siglos de los siglos. Son verdades de amen y cátedra que te dejan tan y tan pequeñito que su sola presencia te aplasta.

Muy al contrario que otras verdades que corren como la pólvora y te atraviesan como un vendaval poniendo todo del revés por el gusto perverso de llevar la contraria o de marcar la diferencia que es otro tipo de perversión. Son verdades de esloganes que pasan a la velocidad trepidante de veinte segundos antes de poder reaccionar, o de modas rabiosas que se contaminan boca a boca a altas horas de la madrugada. Y de las que un día nadie más se acordará.

También hay verdades numéricas que tienen el deje del tanto por ciento y que mezclan manzanas con peras para que cuadren los resultados. Verdades estadísticas que solo te dejan decir si, no, o ha tardado más de dos segundos en contestar, lo siento. Verdades que agrupan montones sin alma con montoncitos insignificantes y los ponen en columnas rosadas o pasteles fraccionados. Aunque los números desafinan cuando cantan.

La verdad de las verdades políticas es que nunca dicen nada para no mentir. Se dicen medias verdades para que todos entiendan lo que quieran entender y al final solo se ven grandes mentiras pues las verdades como la fruta madura fermenta si no se come al momento. Son verdades que se eructan en mítines o que se esculpen en cabeceras de periódicos sin subtítulos.

Pero no nos olvidemos que hay verdades subterráneas que van desde Tokio a Nueva York sacudiendo bolsas y valores, marcando el ritmo de otras verdades menores. Son verdades con metrónomo, que valoran la rentabilidad de algo aplicando una fórmula matemática según la cual se puede conceder un crédito para una presa pero no para paliar sufrimientos.

Y hay verdades de concilios que van a misa aunque los tiempos cambien. Con una beatitud inmensa te condenan al infierno por hacer lo que el instinto sensatamente marca. Y es que hay verdades insolubles con cualquiera que no rece la misma estrofa y que prefieren ser aceite o vinagre pero nunca una rica salsa. Son, sin duda, verdades como un templo que están trazadas por el Mismísimo pero que cuando se ponen en boca de su representante aquí en la tierra suenan a rancios augurios de malos tiempos.

Y he visto verdades terapéuticas afiladas como dardos que se meten en heridas narcisistas y fragilidades sentidas sin dejar un títere con cabeza. Verdades de boumerang que todo lo ven como proyecciones o como complejos y carencias del tiempo de los biberones.

Y verdades emocionales que chantagean sin dejar de victimizarse. Y verdades que aman absolutamente para después odiar con la misma intensidad, que prometen todo y que no dan nada. Verdades fatuas que no brillan más que un fósforo. Verdades ingeniosas que en un momento creen saberlo todo.

También hay verdades hipócritas que se vuelven columnias al volver la esquina. Y mentiras piadosas de limosna y palmadita, y verdades siseadas que no alzan el vuelo ante grandes farsas y, en fin, verdades exóticas que a nadie le interesan porque todavía creemos en los mitos de las Antipodas.

Pues bien, hay verdades de cama que bajo las sábanas son puro fingimiento, y chismes airados que crecen como rumores hasta convertirse en mitos eternos. Hay muchos que mueren por la boca como los peces, y otros que no sueltan prenda aunque su verdad salve vidas futuras. Verdades encerradas en cajas fuertes con un olor de alcanfor que parece mentira.

Hay certidumbres que se huelen a distancias, e intuiciones que golpean corazones. Verdades invisibles que nadie atiende porque son tan abundantes como el aire y mentiras insólitas que dan muchos frutos porque con ellas se puede engañar y especular sin miramientos.

Hay evidencias en la mirada que muchos maquillan y mentiras mil veces escenificadas. También son grandes verdades de otros las que reproducimos como papagayos cuando dentro vivimos mentiras inconfesables. Copiamos verdades de puro aburrimiento. Y hasta las mentiras de tan requetetraídas se vuelven un faro en la noche.

Hay verdades que claman en el desierto porque a nadie le interesan, y mentiras que se transmiten vía satélite que todos aplauden. La verdad no tiene aristas y es de difícil manejo pues te deja vulnerable por dentro y por fuera, a diferencia de la mentira que tiene gafas de sol y etiqueta que en el reverso dice soy mejor que tú, superior a ellos. La mentira tiene dos estrategias, una de camuflaje y otra para llamar la atención. En cambio la verdad es daltónica no distingue más que corazones.

Sin embargo hay verdades testarudas, iracundas, orgullosas o cobardes. Verdades del corazón que desvirtua las verdades de la cabeza, o al contrario, verdades subjetivas que mean como los perros marcando un territorio de caza. Hay verdades del miedo y de la ignorancia que generan monstruos fuera y dentro y que justifican cualquier venganza, genocidio o masacre. Y hay verdades tiernas como brotes en primavera que los intereses creados hielan antes de sacar timidamente la cabeza.

Hay verdades de un solo momento que después lastimosamente quieren pervivir, pero son estatuas inmóviles que las palomas con el tiempo cagarán. Verdades de estanterías entre libros comprimidas que nunca tuvieron alas o que son simplemente cacofonías.

Verdades las hay, para todos, lo dice la constitución, que después la selva en la que todos habitamos desmiente. Tal vez las mentiras son proyectos de verdades a medio camino o verdades falseadas por el caleidoscopio de la vida. Atisbamos la tarea difícil de poner una frontera clara entre una y otra que además no cambie con las estaciones o con los humores de la luna o con otras nuevas verdades. Jugamos una partida de ajedrez con ellas, entre hipótesis y antítesis hasta que el nuevo paradigma cabalgue victorioso sobre las brumas de dudas y diga jaque mate.

Tal vez, al microscopio, la única diferencia entre verdades y mentiras resida en que éstas requieren, no sólo la compulsión de la lengua suelta, sino de cientos de mentirijillas que encubran la inconexión primera como si, inocentes, cientos de salvavidas pudieran detener el hundimiento de un barco a la deriva. Y es que hay verdades y mentiras idénticas, formuladas con las mismas y exactas palabras pues el universo es tan rico y variado que permite infinitas interpretaciones de lo mismo.

Pero si hay alguna diferencia está en el corazón que habla, en la intención que actúa, en las nuevas posibilidades que despierta, en la reserva moderada que atenúa cualquier sobredimensión no deseada, o lo que es lo mismo, la humildad desprendida ante la riqueza que nos trae una luz en la penumbra. Hay quien le llama sabiduría.

Julián Peragón

 




Con amor… todas las cosas son posibles

 

Estaba pensando en los mares del sur y en el olor dulce de las papayas cuando encontré en mi buzón una de las innumerables cartas mal fotocopiadas que hablan de las vueltas que han dado al mundo para dar buena suerte a los que se lo toman en serio y envían 20, 40 o cien copias de la misma. Nueve vueltas al mundo dando amor y buena suerte y había sido yo el elegido, ¡enhorabuena!. Aunque si, en cuatro días, no hacía las respectivas copias, encontraba los sobres adecuados y me enteraba de las tarifas de correos para enviarlas, habría roto la cadena. ¡Y esto no es una broma!, sentenciaba. Habría cortado la buena racha, los buenos augurios que se desprenden de algún misionero del caribe, algún filántropo perdido o simplemente uno de tantos milenarista superticioso.

Como digo, a mí me pilló desprevenido, sumergido en las antípodas, rodeado de mulatas de pelo azabache y soñando con todo tipo de olores voluptuosos que hieren la atrofiada sensibilidad de las buenas costumbres. Pero en el fondo de mi alma estaba añorado de amor, de ese amor que se siente, que se anhela, que te hace ir muy hacia atrás o demasiado hacia delante en el tiempo pero que es muy difícil de explicar y, en estas, la carta no dejaba de decir que, con amor todas las cosas son posibles. «¿Por qué no lo intentas?, me dije».

Heme aquí pues, haciendo una carta de amor. Yo que no he podido ni con aparatos sofisticados ni libros eruditos, ni aún menos con mi pequeña experiencia, distinguir el trecho que media entre el amor terrenal y el Amor divino, ni encontrar clave alguna que pudiera distinguirlos con nitidez me veo abocado a una carta incierta que tiene que girar muchas más vueltas alrededor del sol antes de que se corrompa o tome senderos insospechados. No obstante, en este proceso de búsqueda, encontré muchos tipos de amores que ninguno de ellos pude desdeñar, y aún menos elegir:

Hay un amor que todos conocemos, que surge de pronto, informalmente, que sube como la hiedra y que se retuerce cuando no le dejan alcanzar su objeto de amor. Es un amor caliente como las llamas que se enreda en el sexo formando capas oscuras de placeres y convulsiones orgásmicas. Y que arremete contra el otro y a pesar del otro, sentido como se siente, como una fuerte necesidad imperiosa e incontenible. Pero es un amor que limpia como una catarata o que ahoga con su ímpetu. Tiene que ver con el instinto obcecado, siempre presente. Es un amor fogoso, brabucón y buscavidas, que promete mucho pero que en el fondo es muy frágil. Le gusta hacer risas.

Hay otro amor tan viejo como éste que se mira constantemente en un juego de espejos. Yo, tu, ellos Un amor que habla de sentir cerca y de sentir lejos. De querer estar entre iguales, confundido o de rechazar lo diferente, visto como peligroso. Este amor dice: me gusta, no me gusta, y se fusiona y se separa dependiendo de gustos antiquísimos o nuevas imagenes remozadas. Como el otro, éste también se enreda pero en complejos laberínticos del querer ser, ayudado, no olvidemos, de la capa social que lo nutre. Proyecta y se proyecta, confunde y se confunde, y necesita urgentemente ser, aceptado aunque diferente. Es un gran amor propio, totalmente genuino. No hay que llevarle la contraria.

Es diferente del amor ciego. Éste, cuando llega el momento le tiemblan las piernas ante el vértigo del vacío. Su objeto de amor se coloca al otro lado del abismo y le incita, le tienta. Este amor, como Cupido, no tiene otra que vendarse los ojos para poder ver lo que no existe, para trazar puentes inexistentes y deambular como un sonámbulo. Bendito enamoramiento que permite escapar de las viejas prisiones que nos amordazan aunque sea con la precaria pértiga de la idealización. Es el amor ideal que cura las heridas narcisistas. Dicen que no dura mucho.

En cambio el amor esclavo dura toda la vida. Es un amor fijo, inmutable, casi por contrato. Uno secciona la mitad de su ser y lo tira a la basura, el otro hace lo mismo y ambos forma una unidad indisoluble. Ahora bien, ante el menor gesto extraño nacen las suspicacias, los temores y las estrategias de control. La felicidad de uno reside en el otro y así uno se vuelve cárcel y carcelero. Es el amor de foto en la vitrina mientras se sueña buscando en las basuras no sé que cosa perdida.

Muy cerquita de éste está el amor odio que tiene música de tango y letra de bolero. «Ni contigo ni sin ti», así son las cosas. Hay que amar intensamente hasta agotarse. Entonces, en el vacío que queda cuando el otro no te ha dado la imagen más completa, el paraíso anhelado, hay que odiar igual de intensamente –o más– para recuperar las antiguas ruinas de lo que fuímos. Y al descubrir nuevamente el vacío de lo que somos caemos otra vez en la tentación, y así sucesivamente. Hay culebrón asegurado.

En cambio el amor caníbal es un amor más civilizado. Uno de los dos, el más necesitado, el más inseguro o el que más idolatra al otro comienza un proceso de transformación. Araña y muerde con facilidad en los encuentros amorosos y dice a menudo «te voy a comer». Detrás de este amor hay una vocación antropofágica, una fijación lobil de los cuentos infantiles. Día a día engullimos partes del otro y las digerimos lentamente para quitarle a éste toda posibilidad de interferencia, para que, de una vez por todas, no traicione nuestro equilibrio interno. No obstante, después del banquete las pesadillas nunca más fueron sueños.

El amor entrega es otra cosa. Es darlo todo por nada, sacrificarse por encima de todo y caiga quien caiga. Lo único importante es dar, estar disponible, cubrir toda necesidad del otro para olvidarse de sí mismo. Como una especie de sopor que envuelve al otro hasta inmovilizarlo, con todo el corazón. Amor de madre, amor nutricio, sabor de leche caliente que todos buscamos, acurrucos fusionales que se pueden dar y quitar. Poderosamente.

Tan poderoso como el amor galante que dice siempre sí. Sí a esto y sí a lo contrario sin implicarse nunca en nada. Es el buen adulador que echa flores en el jardín ajeno hasta ruborizar a cualquiera sabiendo de antemano que será bien considerado. Es el astuto mentiroso que descubre el corazón tierno, la vanidad ingenua del otro. Es el amor donjuanesco que busca donde sabe que no encuentra porque no quiere mirar dentro. Y repite el mismo acto amoroso sin mirar al rostro, diciendo amor cuando lo único que siente es compulsión. Lo descubrirás por su sonrisa.

También encontramos el amor brujo que sabe de todas las artes y hechicerías del amor. Es un amor mágico, envuelto en efluvios magnetizantes pero también trágico pues mantiene al otro entre las cuerdas del destino y de la predestinación. Es un amor que roba los corazones para hacer sopas espesas o para utilizarlo de almohadilla de agujas y alfileres. Hay que tocar madera.

Estos últimos están muy lejos del amor filántropo. Esas ideas amorosas sobre el género humano y esas virtudes excelsas puestas en las divinidades pero que en el fondo son pura humanidad. Es el amor que desempolva las viejas utopías para seguir creyendo en que todo tiene un sentido abarcable por nuestras mejores razones. Es la satisfacción de un amor perfecto, platónico que cree no dejar a nadie en la sombra de lo abyecto, de lo humanamente monstruoso. Es el amor altruista que a menudo está fuera del conflicto. Le gusta la poesía y la filosofía.

No olvidemos que la fe que mueve montañas y que el amor fanático es capaz de llevarte ensangrentado hasta la cumbre o ganar batallas feroces. Tal es la fuerza de la fe pero también de su consorte el miedo. Es el sentimiento devoto ante el Dios todopoderoso, la Verdad Única, la Razón contundente e inapelable. Así sea, así sea por los siglos de los siglos con la cabeza gacha, con la plegaria monótona, con las razones simples. Con ira, abierta o contenida, pero siempre por el bien de todos.

El amor al prójimo no es lo contrario del amor propio, en verdad se parecen un poquito. Ya lo decía Jesús, «ama al prójimo como a ti mismo» y es que la alteridad nos remite siempre a nuestra propia interioridad. Amar a los otros es como amar la otredad que nos vive, no hay mucha diferencia. La consigna es poner la otra mejilla.

Y está el amor Amor que consiste en amar porque es el propio estado natural. Sin esfuerzo, sin intereses y sin objetivos. No es un amor que va y viene pues está presente como está el perfume de una flor. No es una cuestión milagrosa y habitualmente pasa desapercibido.Nunca reclama la palabra amor y no está dispuesto a hacer concesiones. Pertenece al alma cuando sonríe y cuando percibe la simplicidad de la vida al dejar de estar separado de ésta. Siempre envuelto en un mundo infinitamente desconocido. Probablemente el amor no es nunca lo que uno se imagina y aunque está por doquier somos ciegos ante su cercanía.

Ahora bien el amor nunca es de uno aunque lo experimente y se vuelca al otro sea éste quien sea, porque el amor es un niño, un dios ingenuo que no le importa en absoluto la importancia personal que lastra el amor que vivimos.

Recuerda, esta carta debe abandonar tus manos antes de que la luna deje de maravillarte y antes de que las selvas desaparezcan. Envía tantas copias como quieras. Añade nuevos amores y rehaz los que consideres. Mucha gente ha sido sorprendida por esta carta y ha mejorado su vida al transmitir esta cadena de amor, o no –nunca se sabe. Pero no olvides, con amor todas las cosas son posibles.

Julián Peragón




Murphy o las cosas empeoran antes de mejorar

 

Es probable que Murphy descubriera sus leyes en el desayuno cuando se dio cuenta que la tostada siempre caía por el lado de la mantequilla. O yendo al trabajo al comprobar que los semáforos se ponían en rojo cuanta más prisa tenías. Murphy no era un pesimista, un ser gris y amorfo, ¡que va!, era un verdadero pragmático, un artista de la observacion de lo cotidiano.

Horas y horas de meticulosa observación lo llevaron a la conclusión de que cuando no tiene nada que hacer en casa nunca suena el teléfono. Ahora bien, en el momento en el que te deslizas en un merecido y delicioso baño caliente, empieza a sonar. Y es que el mundo de las cosas que nos rodean tiene su propia lógica, su funcionamiento misterioso y sus desafortunadas coincidencias. Las cartas de amor, los contratos de negocios y el dinero que nos deben siempre llegan con tres semanas de retraso. En cambio, la correspondencia inútil llega el mismo día en que se despachó. El coche funciona peor después de una puesta a punto, y la temperatura de la oficina es inversamente proporcional a la cantidad de abrigo que llevamos.

Murphy era un filósofo que miraba a ras de suelo, lejos de aquellos grandes pensadores que se entretenían con la grandeza del espíritu y la metafísica de la razón. En su larga experiencia como humano normal, corriente y mediocre encontró una gran sabiduría. Se metió en el mogollón del quehacer cotidiano y supo ver con nitidez las paradojas de la vida. Para él era evidente que todos los pros tienen sus contras. Que siempre hay más excepciones que reglas, y que dentro de cada problemita hay un gran problema forcejeando para abrirse paso. Por eso, su filosofia básica era que si algo puede ir mal, lo hará porque las cosas tienen una inercia que contradicen nuestra voluntad. Así era de tajante.

Su gran descubrimiento fue que la rutina de la vida no era tal rutina y que la psicología del ser humano no era para nada razonable. El caos de la vida, el ruido humano, las contradiciones persistentes, la hipercomplejidad de nuestra sociedad, nuestras grandes limitaciones, las confusiones constantes y la tupida red de multirrelaciones hacen de nuestra vida un rumrum donde todo es posible. Veámoslo.

Cuando se trata de buscar algo, siempre puedes hallar lo que no buscas. Por eso el modo más rápido de hallar algo es ponerse a buscar otra cosa. Hasta tal punto que lo que se perdió en la primera mudanza, será hallado en la segunda, y así sucesivamente. Así se establecen las leyes de Murphy, su corolarios, sus sentencias. Todo se encuentra en el último lugar donde buscamos.

Murphy señaló cosas que todos sabemos, que la burocracia siempre puede esperar, y que el seguro cubre todo excepto lo que sucede. Así son las cosas. La oportunidad siempre llega en el momento menos oportuno. Murphy es simplemente realista, no nos engaña, es un eremita con batín de casa que ha visto la otra cara de la humanidad, aquello que se cuece entre bambalinas. Puede ser muy criticado por científicos y pensadores pero estos, cada vez saben más y más de menos y menos, hasta tal punto que lo saben todo de… nada. En fin, sólo confía en aquellos que pueden perder tanto como tú si algo funciona mal.

No vivimos en un tiempo lineal y controlable aunque vivamos rodeados de relojes y calendarios. El tiempo es terriblemente caprichoso puesto que siempre se tarda más en llegar que en regresar, y la duración de un minuto depende de que lado de la puerta del lavabo estés. En cambio, si llegas temprano a un encuentro, evento o cita, lo cancelarán. Si llegas puntualmente, tendrás que esperar, y si llegas tarde, llegarás demasiado tarde. Véis, no hay salida, la vida deja muy poco margen para el regocijo. Y no es que la vida sea un complot en contra nuestra es que, en ocasiones la gente tropieza con la verdad, pero casi siempre se repone y reanuda la marcha. Y es verdad, lo decía también Tagore, leemos mal el mundo y luego decimos que nos engaña.

El mundo de la comunicación humana es aún más complejo. Quien grita más tiene la palabra. Sin embargo, todos mienten, pero no importa porque nadie escucha. Ahora bien nadie te está escuchando hasta que cometes un error. Somos así. La pura y sencilla verdad rara vez es pura y nunca es sencilla. El mundo es un escenario, pero la mayoria somos tramoyistas.

Las estrategias para funcionar en sociedad no son nada sencillas. Primero has de procurar parecer arrolladoramente importante y después has de ser visto con gentes importantes. Si no, no sirve de nada. Pero atención, nunca discutas con un tonto. . . la gente quizá no distinga la diferencia. En caso de duda, procura ser convincente. Y si no puedes convencerlos confúndelos. Tal es la estrategia más refinada. Por otro lado, nunca permitas que tus superiores sepan que eres mejor que ellos. Aún así por bien que realices tu tarea, un superior procurará siempre modificar los resultados. No obstante, observa que la persona que puede sonreir cuando las cosas van mal es que ha pensado en alguien a quien culpar. No te preocupes, por ley, el compañero siempre tiene la culpa. Y hagas lo que hagas y sea cual fuera el resultado previsto siempre habrá algun ansioso por: a) interpretarlo mal; b) falsificarlo o por c) creer que se produjo merced a su teoría favorita. No discutas. En ningún sistema la gente hace lo que el sistema dice que hace.

En el amor las cosas son mas ambiguas y alambicadas. La carta de amor que al fin te animastes a enviar se demorará en el correo el tiempo suficiente para hacerte quedar en ridículo personalmente. Si observas bien, la belleza es superficial, pero la fealdad es bien profunda. Y es que la naturaleza siempre toma partido por el defecto oculto. En el amor todo son escollos, ya lo sabemos. Por eso, todo lo que empieza bien termina mal. Todo lo que empieza mal acaba peor. Son leyes matemáticas, irrefutables. En el mejor de los casos, hay amor donde una mujer nunca obtiene lo que espera y un hombre nunca espera lo que obtiene. Pero claro, la persona que más te atrae nunca llega hasta el último día de tus vacaciones.

Siempre vamos contra corriente, somos así de obtusos, lo veía claramente Murphy que de esto sabía mucho. Nada es tan fácil como parece.Y todo demora más de tu que crees. El noventa porciento del trabajo se hace en un diez por ciento del tiempo empleado, el otro diez por ciento necesita nueve veces más de esfuerzo. Ciertamente, el mundo es un conjuro. Las cosas van mal de repente, pero las cosas irán bien gradualmente. Además cualquier intento de simplificar cualquier cosa sólo causa mayor confusión. Es inevitable, toda solución genera nuevos problemas. No sé si la culpa la tendrá la entropía de los científicos pero la mayoría de las cosas no cesan de empeorar.

Puede que Murphy fuera un tío oscuro, que se levantaba con el pie izquierdo y que tenía la habilidad de ser gafe dondequiera que fuera, pero es evidente que tenía un entendimiento muy cercano a la ealidad de las cosas, una mente de bricolage, una experiencia de ir por casa y una paciencia templada de hacer colas y colas. Por eso cuando más esperas en una de ellas es más probab1e que te hayas puesto en una cola equivocada. Sus máximas favoritas eran que si descubres algo bueno, ya lo habrán descubierto otros mucho antes, y que si nadie lo usa por algo será.

Es una filosofía que sirve también para viajar. Cuando empaquetes para las vacaciones, lleva la mitad de ropa y el dob1e de dinero. Pero ¡ojo!, la informacíón más importante de cualquier mapa está en el pliegue, que está rasgado. Ningún problema. Si no te importa donde te encuentras, no estás perdido.

La experiencia es algo que obtienes justo después que la necesitas. Pero no te preocupes, nadie repara en grandes errores. De cara al futuro siempre debemos preferir lo imposible probable que lo posible improbable. Porque el futuro no es lo que era antes. En este sentido, cuanto más lejano es el futuro, mejor apariencia tiene. Aunque lo cierto es que nada es tan temporal como aquello que se considera permanente. Relájate, en el fondo no hay nada nuevo. Esto ocurre desde la noche de los tiempos.

La única sabiduría consiste en saber cuando evitar la perfección. De hecho, la única imperfección de la naturaleza es la raza humana, no las leyes de Murphy que bien agudas son y que procuran un conocimiento profundo del sentido común y del serrín que se acumula en nuestro cerebro. De todas maneras las leyes de Murphy tampoco son fiables, y fallarán si pueden hacerlo, con lo cual te encontrarás en la más auténtica inseguridad e inexperiencia que es en definitiva nuestra más profunda naturaleza interna. Confiar en leyes de un signo u otro sólo lleva a quebraderos de cabeza, a fricciones con la realidad innecesarias, a pelearse con las cosas que no funcionan, a desanimarse con los que no te entienden, a querer que el mundo sea un calco de nuestras más bellas intenciones. Y no es así. Sólo es posible estar despiertos. Pero por si acaso sonrie… mañana será peor. O no!.

 

Julián Peragón

Antropólogo,
Formador de profesores de Yoga,
Director de la revista Conciencia sin Fronteras,
Creador del proyecto Síntesis, cuerpo mente y espíritu.

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Cuestión Fundamental

 

El mismo Kant ya empezó a preguntarse acerca de los límites de lo humano. Hizo tres preguntas fundamentales, ¿qué debo saber?, ¿qué puedo hacer? y ¿qué me está permitido esperar?. Preguntas que resumió en una cuarta, ¿qué es el hombre?.

Se dice que su metafísica fue la primera piedra que articuló el pensamiento actual, la antropología filosófica, y que desde entonces los sabios y filósofos se han interrogado no sólo por el hombre sino también, el por qué preguntarse por él, puesto que, aunque ahora nos parezca evidente, no siempre el concepto de hombre ha sido fundamental en la historia humana.

Todas las respuestas dadas acerca de esta pregunta esencial han sido parciales cuando no precipitadas. Han sido también premeditadas en cuanto había bajo mano una ideología o una idea preconcebida que eregir acerca del hombre. Y sus pretensiones han quedado en eso, vanas pretensiones.

Durante mucho tiempo la Antropología Filosófica ha deambulado por eternos meandros en su necesidad de justificar su pregunta fundamental y de colocarse en el lugar central del pensar filosófico. Sin embargo se ha constatado algo importante, el carácter problemático que tiene la pregunta por el ser del hombre contemporáneo.

Heidegger nos decía: «Ninguna época acumuló tantos y tan ricos conocimientos sobre el hombre como la nuestra. Ninguna época consiguió un saber acerca del hombre tan penetrante. Ninguna época logró que este saber fuera tan rápida y cómodamente accesible. Ninguna época, no obstante, supo menos que sea el hombre. A ningún tiempo se le presentó el hombre como un ser tan misterioso».

Desde la biología a la psicología, desde la etnografía al psicoanálisis, todas las ciencias sociales tienen el objeto de definir que es el hombre, cual es su funcionamiento, su sociología, su química, sus sueños y sus símbolos, como si éste fuera un objeto hueco a llenar de información y de saber. Información que, hoy por hoy, está a punto de salirle por las orejas y de hacerle estallar en tal multitud de pedacitos que ninguna enciclopedia por muy amplia que ésta sea le dará siquiera una visión de conjunto o le explicará qué demonios es esto de ser humano.

Dios hace tiempo que murió y el ser humano ha tenido que vivir sin presupuestos mágicos y sin un cielo protector. De aquí que no haya ninguna instancia superior que dé el visto bueno a los valores humanos. E1 hombre se verá obligado a elegir su propio destino y a cargar con toda su responsabilidad. Las fronteras entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto, entre lo humano y lo no humano han quedado definitivamente diluidas. Asistimos al desmembramiento del hombre. ¿Asistiremos a su muerte?.

Las heridas han sido brutales. Primero fue el giro copernicano, la tierra era redonda y no era el centro del Universo. Feuerbach colocó en el lugar de Dios la proyección de los valores excelsos del hombre. Robespierre destituyó a la monarquía absoluta por un sistema democrático de valores humanos. Darwin eliminó todo mito de la creación con el aguijón científico. Marx estableció un primer análisis social sobre la desigualdad de las clases sociales. Freud despedazó la ilusoria unidad interna del ser humano. Einstein rompe el estrecho marco cartesiano donde se inserta el universo humano. Las artes diluyen la realidad hasta convertirla en magma o en pura expresión surrealista. La tecnología rompe el mero control humano y la biotecnología está dispuesta a modificar la misma esencia de la vida.

Puede ser que no nos demos cuenta y que vivamos en espacios cerrados o en paraísos alternativos pero hoy el ser humano sufre un fuerte tirón, un profundo desgarro y una aceleración sin precedentes. No es exagerado hablar de amenaza.

La modernidad ha roto las solidaridades tradicionales y ha atomizado al individuo en su soledad. E1 Estado ha negado a la persona su propia capacidad de decisión bajo el manto de una democracia vacía de contenido. Y la informática está cumpliendo los sueños de control de los poderosos.

Los medios de comunicación crean una segunda realidad más poderosa y «más real» que la realidad misma, y la publicidad una «segunda piel» más sugestiva que la propia.

E1 mundo está a punto de estallar. La bomba atómica que pende fantasmáticamente sobre nuestras cabezas, la bomba de los pobres y desheredados que pueden invadir el mejor de nuestros mundos, justifican el rearme militar y leyes inflexibles de extranjería.

La inseguridad ciudadana, la manipulación política, el pillaje mercantil, la vulnerabilidad del consumidor, el crack económico, la complejidad legal, la corrupción militar, la burocratización de la sociedad, la instrumentalización sanitaria, la crisis de la pareja, la falta de rigor y calidad en la educación, la desmembración de las ciencias sociales, las ciudades inhabitables, el mismo cáncer o la impotencia del sida, necesariamente sumergen al individuo en una implosión de la que sólo emerge malestar, neurosis, fanatismo e insolidaridad.

E1 futuro aparece incierto y oscuro. Una vez rota la relación hombre naturaleza y forzada la máquina industrial, el planeta sucumbe poniendo en peligro toda vida. Están desapareciendo cientos de especies animales y vegetales.

Hubo un tiempo mítico que lo importante era ser hijo de los dioses, y otro en el que lo que primaba era ser bueno ante los ojos de Dios. Hoy lo que cuenta es ser normal. Y cuanta más angustia por ser normal, más psicosis y más esquizofrenia. Cuanto más se ajusta uno a la norma, más depresión, y cuanto más huída de la realidad y del propio conflicto, más dolor y más enfermedad.

Todas las informaciones aunque científicas sobre el ser humano no podrán nunca colmar a este sujeto de reconocimiento, a este ser que vive y que busca un ámbito de sentido. Necesitamos tener esa posibilidad de ser lo que uno determina que és. Y necesitamos un marco abierto desde donde sea posible poder volver a pensar lo que sea el hombre, no tanto por definirlo sino en el que señalar las potencialidades, múltiples potencialidades de lo humano.

Participamos de unas Ideas en las que y por las que nos reconocemos como seres humanos. Pero Nietzsche nos dirá que estamos soñando. El ser humano se parece a ese funámbulo sonámbulo que despierta de repente en medio del sueño y ante el «vértigo existencial» no le queda más remedio que continuar soñando para mantenerse en pie. Parece que no queda otra que seguir creando valores, que son siempre permanentes e prescindibles, con lo cual la conciencia aparece como mendaz, o como un bucle que vuelve siempre a su propia esencia, a su propio ombligo.

Foucault pone la puntilla cuando dice: «A todos aquellos que plantean aún preguntas sobre lo que es el hombre en su esencia, a todos aquellos que quieren partir de él para tener acceso a la verdad, a todos aquellos que en cambio conducen de nuevo todo conocimiento a las verdades del hombre mismo, a todos aquellos que no quieren formalizar sin antropologizar, que no quieren mitologizar sin desmitificar, que no quieren pensar sin pensar también que es el hombre el que piensa, a todas esta formas de reflexión torpes y desviadas no se puede oponer otra cosa que una risa filosófica es decir, en cierta forma, silenciosa».

Llegamos a la conclusión de que no es posible determinar lo que és el hombre sin descubrir cual es nuestro discurso acerca de él y cuales son las ideas reguladoras que hemos puesto bajo el mantel. Quizá sólo es necesario determinar bien la pregunta para que podamos pensar de nuevo al hombre. Podremos, no obstante, elegir una idea de hombre y unos enunciados autotransformadores pero ya no estaremos en posición de pensar que nuestra postura es la válida o absoluta, sino una más, y tal vez, dejando de lado los dogmatismos estemos dispuestos a ser más humildes. Cuántas veces hemos hablado del Nuevo Hombre, de la Era de Acuario, del Ser Andrógino. Cuántas veces nos hemos sentado en postura de meditación sintiendo que reproducíamos un ideal. Cuántas veces hemos utilizado enunciados de la biología o de la psicología para demostrar nuestras verdades y cuantas veces nos hemos olvidado que esas verdades se parecen más a esperanzas o señales luminosas en un universo humano siempre confuso, que en verdaderas verdades.

 

Julián Peragón

Antropólogo,
Formador de profesores de Yoga,
Director de la revista Conciencia sin Fronteras,
Creador del proyecto Síntesis, cuerpo mente y espíritu.

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En el Olimpo

 

Amanece en el Olimpo. Los dioses se desperezan de un largo sueño de siglos de años luz. El hambre de cientos de agujeros negros o el resquemor de algunas alienaciones de estrellas los llevan a estirarse y a mover el entumecido cuerpo celeste. Todo es armonía de esferas. Cuando un dios bosteza aparece un quasar más luminoso que miles de galaxias juntas, y cuando suspira, un viento intergaláctico fecunda nuevas formaciones con polvo de estrellas. En una noche divina se hacen y se deshacen universos enteros, pues un día de Bramhan corresponde a miles y miles de años terrestres. De hecho, mientras cualquier Apolo hace una simple respiración, nosotros creamos y destruimos civilizaciones e imperios. Tal es la distancia que nos separa del orden cósmico.

También por aquí amanece y miles de Cupidos, Zeus, Afroditas y Dionisios paran el despertador maldiciendo la alineación de las agujas y la acidez estomacal. El endiosamiento onírico se esfuma al miramos y recomponernos en el espejo. En todo caso, también nosotros mientras hacemos un par de respiraciones se crean infinitas formaciones mentales y estallan algunas neuronas que se suman a los fluidos químicos que van y vienen al ritmo de un gran conmutador rojo. Somos un gran pequeño universo.

Lo que pasa es que no nos damos cuenta. Nos olvidamos de preguntarnos por qué se agolpan en tomo nuestro tres trillones de células y de donde viene esta facilidad de transmutar una simple lechuga en plasma y éste en energía, sentimiento o percepción. Cómo no darnos cuenta que todo pensamiento es una alquimía mayor que convertir el plomo en oro.

Ante tanta maravilla, mas bien parecemos unos simplones. Quimiorreceptores, enzimas, leucocitos o adrenalina van y vienen transmitiendo mensajes cifrados al cielo cerebral. Sólo el hecho de mantener la columna erguida es una verdadera proeza. Una delicada estructura de huesos y apófisis, ligamentos y tendones, cadenas musculares y sistemas de equilibrio hacen que una vértebra esté encima de la otra más o menos en equilibrio estable. Por eso no creamos que nuestro cuerpo se sostiene de milagro.

La respiración es «el no va más». Equilibrio de presiones, concentración en sangre, intercambio gaseoso, diafragma interconectado y un largo etcétera para poder comernos una bolsa de palomitas o jugar al tenis sin tener que prestar mayor atención.

Y aún así, en sólo media hora de meditación con las piernas cruzadas quedamos exhaustos o abatidos por el esfuerzo. Y es que, o bien nos agobiamos ante tanta complejidad de la que somos partícipes, o bien, nos aburrimos ante lo anodino que somos. Aquí está el gran dilema.

Ya nos dice la tradición que el autoproclamado YO no tiene ninguna fuerza efectiva de elevación o transcendencia y sólo le queda la función de tomar nota de lo acontecido, indicar el norte en según que momentos y sobretodo hacer clara y buena letra. Lo demás, lo único verdadero e importante, es una Llamada de espíritu a espíritu, una ampliación del alma o un encuentro con el simismo. Realización que, entre otras cosas, no está al alcance del común de los mortales y sólo está indicado para seres especiales, aquellos pocos elegidos por la benevolencia de los dioses. Pero claro, quien hace un hueco en la ajetreada jornada para poder meditar media hora y se mantiene impertérrito en silencio cuando a lo mejor tiene ganas de irse de pendoneo, es el YO. Y esto es un gran drama. Porque primero no era nada, lo fueron socializando con leche calentita, con chantajes y ardiles lo encauzaron. Crearon de tajo la separación entre el mundo, los otros y el YO, e incluso reprimieron lo otro que está en cada uno de nosotros. Después vino la competitividad, el esfuerzo, las buenas costumbres, el sentido común y la cultura. Y el YO que también es de carne y hueso se lo creyó, y se creyó amo y señor de todas sus pertenencias y en posesión de la verdad, única e indivisible.

Pero ahora le dicen que «nanai de la china», que si quiere rascar los mil pétalos azules de la divinidad o el éxtasis de la iluminación tiene que «desmontar la parada». Tiene que diluirse, darse la vuelta, negarse y morir. Tiene que bajar a los infiernos, hurgar en la oscuridad, recoger todas las proyecciones y quemar todo el karma acumulado. Tiene que, en última instancia, volverse humilde.

Tiene que hacer como aquel río que queda empantanado en las arenas del desierto y ha de evaporarse para renacer nuevamente en las montñas lejanas. Así de fácil. También así de fácil, cuando uno está meditando, se lo piensa dos veces. Primero sopesa la situación como quien no quiere la cosa, después se mira en su espejito mágico a ver como está de satisfecho consigo mismo, más tarde hace algunas prospecciones en la oscuridad a la espera de los propios fantasmas estén todavía de resaca y no presenten complicaciones. Cuando el dolor de rodillas y de espalda hace chup-chup, uno mira de reojo el reloj para sentir con claridad las coordenadas espacio-tiempo. Y tal vez, si queda tiempo, uno acierte a preguntar, casi de soslayo, ¿quién demonios SOY YO?.

Soy un accidente del azar, soy una chispa divina encarnada en este cuerpo mortal, soy un fragmento de un ser llamado humanidad o soy una mera ilusión. ¿Quien lo sabe?.

De momento los dioses todavía bostezan. Nosotros demasiado apresurados queremos imitarlos. Queremos, con las mejores intenciones, convertir el (nuestro) caos en orden, nuestra zozobra en intuiciones y éstas en razones de peso. Queremos hacer el tránsito del mito al logos como si esto fuera una simple cuestión personal, y queremos todo, y todo ahora, antes de que Cronos incluso tenga tiempo de guiñar un ojo. ¿No os parece?.

Julián Peragón