Actitudes ante el estrés

Todos, desde el nacimiento, venimos de fábrica dotados de un botón rojo extremadamente sensible al exceso de presión instalado en algún rincón del cuerpo.

Cuando las condiciones exteriores son adversas y se pone en peligro nuestra supervivencia, el botón rojo se dispara provocando una reacción de emergencia. Al instante los mensajes de alarma de nuestro cerebro que controla las emociones los regula el hipotálamo y da sus voces a la hipófisis que a su vez despierta a las glándulas adrenales para reaccionar velozmente a cualquier peligro.

Lamentablemente toda reacción es un poco ciega y reaccionamos con toda la furia química en nuestra sangre tanto si se produce un terremoto como si recibimos meramente un bocinazo a nuestras espaldas.

En realidad toda amenaza externa (o interna) termina convirtiéndose en un tigre agazapado a la vuelta de la esquina, en la oscuridad de la noche o cuando nos quedamos solos a punto de abalanzarse sobre nosotros. Pero ni tan siquiera hace falta ver al tigre entero, basta su sombra, su olor, apenas una uña de su garra para que la reacción de alarma se dispare.

Nuestro sistema de alarma es tan efectivo que si de verdad saliera al paso un enorme tigre, correríamos cien metros lisos en un santiamén y saltaríamos cualquier muro con pasmosa facilidad. Otros, al verse acorralados, podrían darle, al menos de entrada, un buen saco de patadas y puñetazos al dichoso entrometido. Estaríamos prestos para huir o para defendernos.

¿Pero qué ocurre cuando la amenaza se convierte en un jefe autoritario o en un examen difícil, cuando aparecen los celos o se muere un ser querido?. Toda esa tormenta química que bulle en la sangre no encuentra una respuesta allá afuera.

Dentro, se altera el ritmo cardiaco y sube la presión arterial para dar una mayor capacidad de reacción al organismo; se movilizan los azúcares de reserva porque habrá mayor consumo de oxígeno; la tensión muscular aumenta para responder a las condiciones más adversas, mientras el cerebro se pone alerta y vigilante. En cambio fuera, a lo mejor sólo decimos «sí, jefe, a las 5 PM lo tendrá hecho», o «¡ten cuidado como conduces que casi me matas!». Dentro no sólo se pone en marcha el sistema simpático que se activa en situaciones de peligro, se inhiben también aquellas funciones vitales que no son urgentes para la supervivencia y que no son tan necesarias para la alta capacidad de respuesta. Por eso, allá fuera, después de la bronca del jefe o del altercado cotidiano, por poner un ejemplo, se nos quita el apetito, baja la líbido, cambia el humor. El ácido del estómago alimenta una posible úlcera, la mandíbula apretada para no morder a nadie y el ceño fruncido con cara de pocos amigos.

Ya no hay tigres sueltos en las ciudades de los que correr ni estamos expuestos a frío o calor intensos, y al menos, en nuestras latitudes a sed y hambre duraderos. No es frecuente ser asaltado, secuestrado, violado. No recibimos a menudo chantajes criminales, no nos torturan ni estamos en guerra como una gran parte de nuestro mundo en las que descubrimos las graves secuelas físicas y psíquicas que padecen esas personas totalmente destrozadas. Vivimos en un mundo «civilizado».

Pero en este mundo civilizado hay competitividad, ritmo frenético, falta de tiempo, polución, tráfico, ruido, nos movemos en un entorno hipercomplejo lleno de normas y responsabilidades. Día tras día, esta presión crónica va sumiendo al individuo en un delicado equilibrio donde el organismo actúa sobrecargado sin verdadero tiempo para recuperarse.

Ya no es la persona la que lleva las riendas de su propia vida, con el estrés crónico perdemos dominio de las situaciones, estamos irritables, reaccionamos desmesuradamente ante pequeñas situaciones sin importancia y llevamos los pensamientos a cuestas con una gran carga de resentimiento. Cuando los obstáculos se vuelven insalvables sentimos frustración, nos baja la autoestima hasta terminar carcomiéndonos la depresión.

Como cada mañana suena el despertador y queremos compensar el agotamiento y el cansancio con medicamentos o drogas, con alcohol, tabaco, café que tomados de forma compulsiva agotan aún más al organismo ya de por sí sobrecargado.

El círculo vicioso se potencia, cuanto mayor cansancio más apatía, menos rendimiento, desmoralización que tiende, a la larga, a favorecer la baja laboral. Se puede entrar en esa espiral de somatización en la que uno visceralmente se autoculpa y se agrede. Aparecen los dolores crónicos y las infecciones frecuentes. Se altera la menstruación, se cae en la inapetencia sexual, bien en la impotencia como en la anorgasmia. La ansiedad crónica a veces se compensa con bulimia y anorexia. En todo caso se llega a la cama con todo el cansancio del mundo pero sin poder pegar ojo.

El estrés no se ceba solamente en los que deben rendir al máximo, los que compiten por la cuantificación de los resultados, los que se ven obligados a ser una pieza más en el gigantesco engranaje de una empresa mastodóntica en lucha permanente con otras por hacerse con el mercado en una verdadera guerra económica entre titanes. No es solamente éste el individuo que claudica.

Sufren de estrés también los que viven la soledad de forma impuesta en grandes ciudades donde la gente se ignora y ya nadie conoce al vecino. Sufren de estrés severo los que padecen separaciones con juicios e hijos de por medio, los ancianos que se quedan viudos y no pueden ser atendidos, los que pierden un empleo precario en un mercado de trabajo cambiante de un mundo convulsionado por los cambios tecnológicos que a todos nos hace llevar la lengua fuera formando ya parte natural del paisaje de nuestro rostro.

En estos momentos es elemento de riesgo para sufrir estrés una boda, una jubilación, una hipoteca o un embarazo. Si me permitís la caricatura, te casas a lo grande empeñando hasta el riñón para dar un lujoso banquete y, si además, te quedas preñada puede que tu puesto de trabajo corra peligro porque eso significa que perderás muchos días de trabajo. Si te despiden no podrás pagar la hipoteca que crece como la espuma, y quizá te puedas quedar si casa.

Todas las patologías asociadas al estrés crónico como las crisis coronarias, la fatiga ocular, las crisis asmáticas, las jaquecas, las úlceras, colitis, infecciones o alopecias no son más que la punta del iceberg de un sistema de vida que ha perdido la medida. Nuestro pecado es el de haber roto el ritmo natural, el de ir hacia una hybris fuera de toda norma humana. Nuestro mito es el de Prometeo quien quiso robarle el fuego a los mismos dioses.

El progreso avivado por la ciencia insta al homo economicus a producir para consumir y tener aunque no tenga tiempo de disfrutar y deba tempranamente desechar a fin de hacer hueco a la novedad que no espera. Lo decía muy bien un tal Gauvreay «era ese tipo de persona que se pasa su vida haciendo cosas que detesta para conseguir dinero que no necesita y comprar cosas que no quiere para impresionar a gente que odia».

Si nuestro mal está causado por una patología del hacer, es obvio que el dejar de hacer puede solucionar parte de la problemática anunciada. Bastaría desconectar, soltar la agenda y el reloj para fluir más con los ritmos de la mañana o de la tarde, conectar con el apetito verdadero y con las ganas de dormir cuando aparece el sueño. Pasear y conectar con la naturaleza, tocar la tierra y el agua del mar, ver –aunque suene bucólico– el horizonte, la lejanía de las montañas, la profundidad del cielo. Y es que la naturaleza nos devuelve a la verdadera medida del ser humano, nos hace reconocer la humildad de nuestras vanas creaciones. La tierra que pisamos nos remite al cuerpo que al igual que la tierra tiene ritmos que han de ser respetados. ¿No sería insensato decir que el invierno no es rentable porque la tierra no produce sin darnos cuenta que en ese aparente reposo natural, las raíces van tejiendo sus sueños que en primavera serán tallos y hojas, flores y frutos?

Sin embargo como hemos aprendido que el tiempo es oro, el tiempo de ocio también tiene que ser rentabilizado. Las vacaciones que nos da el sistema las llenamos de infinitas frustraciones a las que nos vemos sometidos durante todo el año. Desconectar del trabajo se convierte en una lucha feroz contra los elementos, conseguir un billete barato aunque la reserva hotelera sea cara para llegar al punto más alejado del orbe y hacer la excursión más exótica donde tomar la fotografía más idílica después de pelearse con todo el mundo porque los servicios precarios no ofrecían lo que prometía el folleto turístico. ¡Son vacaciones!

En realidad desconectar no es llenar el vacío de nuestras vidas añadiendo riesgo, exotismo y aventura, sino soltar amarras, vagabundear en el pensamiento, desnudarse de roles impuestos, visitar la imaginación y darse tiempo para absolutamente todo.

Cuando por fin decidimos desconectar no caemos en la cuenta de que el botón rojo sí que se dispara automáticamente pero no es tan fácil desactivarlo. La tempestad hormonal del estrés puede continuar aunque estemos días debajo de la sombra de un árbol sin hacer nada. La inercia biológica ha dejado ya un estilo de hacer que es un «ir tirando» aunque con los motores a todo vapor pero con mengua de la energía.

Evidentemente la solución no pasa por crearnos una burbuja en la que la vida sea totalmente armónica y donde no haya ningún tipo de contratiempo. La solución no es la del mundo feliz. La vida es un reto continuo y la presión del medio puede ser un buen estímulo de progreso personal y social. El estrés desgasta pero el deterioro dentro de unos límites forma parte del proceso vital. El problema reside en no saber cuál es nuestro nivel de tolerancia al estrés, y en no dejarnos el tiempo suficiente para que el organismo se recupere de la presión recibida. Hay quien vive bastante bien con un elevado nivel de estrés cuando ha dominado las situaciones que lo provocan.

Aquí se impone una seria toma de conciencia sobre nuestro estilo de vida y el delicado equilibrio entre el tiempo de trabajo, de formación o reciclaje, de ocio, así como el tiempo fundamental con la familia y el de descanso. Nos obliga a organizarnos bien para poder seleccionar entre lo importante y lo superficial, entre lo urgente y lo postergable. Esta conciencia de la medida entre uno, los demás y el mundo, que nos hace saber cuánto puedo y cuánto no, es realista y liberadora. Pero nos obliga a ajustarnos para poder valorar lo esencial de nuestras vidas. Aquí es donde entra la idea de finitud y la conciencia tan sabia de la mortalidad.

Si hiciéramos hipotéticamente la experiencia de tener sólo un mes de vida por delante, tal vez unos pocos días, nos daríamos cuenta de cuánta energía ponemos en cosas intrascendentes, cuántos pactos totalmente prescindibles hemos firmado, quizá cuánto abandono de relaciones realmente nutricias y solidarias hemos perdido.

Manejar bien el estrés significa tener una buena reciprocidad en las relaciones sociales, esas conexiones que amortiguan los estragos de la vida, aunque también es importante el mantenimiento de una buena autonomía personal que nos permita afrontar la soledad de forma creativa y lúcida, ya que la vida social es simultáneamente fuente de estrés pero nos hace de colchón contra él.

Cuidar el cuerpo es otra de las vías importantes a tener en cuenta. El Yoga como otras tantas disciplinas psico-corporales parten en su disciplina de una toma de conciencia postural para sentir el cuerpo, sus apoyos, su verticalidad o su respiración.

Pero en realidad se trata de «bajar» de la cabeza para ir a la sensación e ir sensibilizando todo el cuerpo. Esta sensibilización no es gratuita pues potencia la propia autorregulación del organismo.

Cuando hay demasiada tensión, como ocurre en el estrés, hay una insensibilización y un entumecimiento de todo el organismo. Es verdad que hay menos dolor porque se inhibe en esos episodios de estrés aunque a costa de una desconexión del lado vital y placentero del propio cuerpo.

Tomar conciencia del cuerpo es salir de la amenaza que ronda la cabeza que neuróticamente se expresa en fobias, obsesiones y manías, y llegar a la sabiduría del cuerpo que nos transmite confianza. Evidentemente se trata de estirar el cuerpo para soltar tensiones y así vencer los sedentarismos de la vida moderna, así como respirar ampliamente para renovar y aumentar la energía vital y, sobre todo, saber relajarse.

En el fondo relajarse no es meramente una aplicación sistemática de unas técnicas de autocontrol sino un recordar lo olvidado para recuperar nuestro propio estado natural de vida que en algún momento tuvimos. Relajarse no es tanto un hacer como un saber no hacer que de tan sencillo parece imposible.

Y es aquí donde hacer Yoga no es solamente hacer posturas de autoperfeccionamiento sino la conquista de ese espacio sagrado que es el cuerpo, que es también la vida profunda de nuestro ser.

Volver a ser religioso de forma instintiva sin dogmas ni doctrinas se vuelve capital para resolver toda problemática vital. Una religiosidad que en realidad es un religarse con lo más alto, aquello que nos rodea por dentro y por fuera y que nos trasciende, eso que el místico o el chamán llaman misterio. Religiosidad porque detrás del estrés, como detrás del individualismo fomentado por la consecución del ideal del hombre burgués que lo tiene todo, hay un ego parapetado que teme perder el control y que paradójicamente se encuentra solo. Ser parte de un todo mayor nos libera, en cambio ser un yo en el centro de control del universo nos esclaviza porque cualquier movimiento en falso, cualquier aproximación de algo diferente nos pone en peligro. Sólo habrá tiempo de afilar las armas o construir las defensas.

Quizá deberíamos decir algo acerca de la inseguridad y de la inexperiencia que son también fuentes de tensión pero que se pueden convertir, si ponemos un cierto coraje, en fuente de curiosidad creativa. De hecho, la seguridad en la vida es una ficción al servicio de una mentalidad débil, más al fondo nos movemos siempre en el plano de las incertidumbres y de las probabilidades. Como nos recuerda el dicho sabio de que sólo poseemos aquello que no podemos perder en un naufragio, es decir, nada, no poseemos ni siquiera nuestra vida.

Intuyo que la felicidad está más relacionada con la lucha vital que con dejar de ponerse retos. El coste, ya lo sabemos, es un racimo de tensiones diarios que si no sabemos desgranarlos acaban con nuestro equilibrio hacia un envejecimiento prematuro.

Volviendo a lo apuntado anteriormente, señalamos que la mejor terapia antiestrés es un enfoque diferente en la vida que tenga en cuenta un espacio de ocio creativo que nos permita desconectar periódicamente, para así conectarnos no sólo con la naturaleza sino con el ritmo natural de nuestro organismo, donde hay mareas energéticas y días óptimos de otros no tan óptimos. Aprender a relajarse no como una nueva imposición sino como una actitud de confianza. Evitar los excitantes tóxicos y adictivos y comer bien, sobriamente y con gusto. Hacer ejercicio adecuado no porque lo digan los profesionales de la salud sino porque el cuerpo mismo lo pide tanto en su expresión como en su mejor autonomía. Crear las condiciones en nuestra casa de silencio, orden y tranquilidad para que el descanso sea profundo y reparador.

Ahora bien, no debemos creer a pies juntillas que la vida es un permanente y agotador camino de obstáculo, pues como seres sociales convivimos con otros y nadie es tan supermán que no necesite pedir apoyo pero tampoco tan miserable que no pueda ayudar en algo a los demás.

En definitiva si tuviera que acentuar esta actitud antiestrés de la que hablo diría de cuidar el espíritu porque manteniendo viva la conexión con nuestro interior queda abierta la posibilidad de toda verdadera sanación.

 

Julián Peragón

Antropólogo,
Formador de profesores de Yoga,
Director de la revista Conciencia sin Fronteras,
Creador del proyecto Síntesis, cuerpo mente y espíritu.

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Please! no violencia

 

Un rayo cayó de las alturas, gigantes de cristal se hicieron añicos, torres de Babel cayeron calcinadas sembrando caos, confusión y muerte. Un martes fatídico donde el mundo se puso patas arriba, una mañana de humo que ennegreció repentinamente el día. Desde la distancia, ficción y realidad se daban de la mano, el espejismo de muerte nos decía que los aviones eran en realidad enormes bombas y que los pilotos no eran personas sino ideas enquistadas de rencor y fanatismo. La realidad o la ficción nos dijo que el poderoso tenía los pies de barro, que en la lucha desigual los cuchillos de plástico vencerían a los escudos antimisiles, y unos pocos pobres iluminados se harían inmortales, mártires de una guerra santa.

El imperio se tambaleó, el corazón financiero, militar y político del mundo se colapsó y la primera herida narcisista hizo mella en el orgullo adolescente de un país invencible. La primera reacción esperada fue de pánico, paranoia, hipercontrol, la segunda de patriotismo y satanización. La humareda del cataclismo impide ver claro a todos. La tentación de la superpotencia es la de vengarse pero sin saber exactamente de quién y dónde, con la dificultad añadida de delimitar con precisión la frontera (de cara al castigo) entre el gran enemigo y sus secuaces, los fanáticos y los simpatizantes de los que comparten una misma religión, cultura o creencia.

La estampa es bien curiosa, todos los misiles inteligentes del mundo apuntando a campos de entrenamiento vacíos en medio del desierto, toda la flota de los siete mares acercándose a un país de seres hambrientos y oprimidos, todo el espionaje del mundo conspirando contra un terrorista, un sólo terrorista y sus compinches perdidos en las montañas. ¿Es ficción o es realidad?, nos frotamos los ojos. Después de la venganza, ¿habrá un mundo mejor, más solidario?. Si hacemos una breve revisión histórica, la respuesta es clara.

Todos hemos llorado amargamente por los miles de muertos, por las víctimas inocentes, por el mismo acto inhumano, execrable de la brutal violencia. Nadie ha quedado impasible ante el horror y la barbarie, nadie puede quedar insensible ante semejante drama humano. Sin embargo, más allá de este drama, las torres y los aviones colisionando no son más que dos mundos antagónicos que se ignoran amargamente. Eterno dilema entre modernidad y tradición, entre globalidad y localismo, esencialmente entre opulencia y miseria. A un lado colonialismo, al otro tribalismo, aquí prepotencia, allá integrismo. Dos mundos, sin duda, llamados a colisionar.

Las consecuencias se han hecho patentes a la mañana siguiente; todos los que han vivido al amparo del paraguas protector del imperio americano tuvieron que despertar. Ya no será posible vivir más en un mundo plano, ya no se sostendrá la inocencia ante un mundo multipolar, complejo, enrarecido en su historia, perverso en su política, desigual en los recursos. No va a ser tan fácil legitimar las batallas de los buenos contra los malos sin llegar a preguntarse ¿por qué?. La retórica ingenuamente perversa del presidente Bush con expresiones como “cruzada del bien contra el mal” suena a película de vaqueros y nos hace preguntarnos, ¡dios mío, en manos de quién está el mundo!

Desde ahora hay que cuestionarse si nuestro sistema democrático es realmente democrático, hay que preguntarse si la hegemonía de un país vela por el bienestar del mundo o tan sólo por sus propios intereses y los de los aliados, hay que reflexionar acerca de las consecuencias de las injusticias en todo el mundo que amenazan, como se ha visto, por llevar a un callejón sin salida lo poco que tiene este mundo de civilizado.

Evidentemente hay que atajar cualquier fundamentalismo allí donde lo hubiere, pero también hay que cuestionar nuestro propio fundamentalismo, económico, cultural o político que impone nuestras formas a otros, que desequilibra formas tradicionales o sistemas autóctonos, que agranda la brecha entre ricos y pobres.

El primer síntoma de este fundamentalismo es el de confundir terrorista con una religión o con unas creencias. Poner a todos en el mismo saco y señalar como culpable al islam y a todos los árabes, hablar de choque de civilizaciones. Por extensión cabe la tentación de pensar que todo lo religioso huele a fundamentalismo y confundir iglesias y doctrinas con las personas que buscan una fe y una creencia.

Y es curioso que religión venga del vocablo latino religare que significa religarse, establecer contacto con lo más alto, con lo que cada persona entiende por trascendente. En la medida que el corazón de cada uno se hace religioso, uno deja de estar aislado pues se siente partícipe de todo lo que le rodea, de la misma creación. Inmerso en el misterio el religioso, el místico se vuelve pacífico, no tanto porque pretenda seguir unas creencias o porque quiera sentirse moralmente bueno sino porque su mirada va más allá de la dualidad y ve la unidad en la multiplicidad.

Sea cristiano, musulmán o budista, la persona sólidamente religiosa sabe que su doctrina sólo es un ropaje, una opción, una determinada óptica para llegar a lo mismo, y su sabiduría le lleva a no discutir, aún menos a odiar al otro por su diferencia.

En el hinduísmo se habla de ahimsa, no dañar. Tratar de no ser violento no es sólo porque sea una de las primeras leyes sagradas sino porque al dañar a un otro nos dañamos simultáneamente a nosotros mismos. Hay un alma entrelazada con todos los seres, que no diferencia entre yo y tú, que se duele y se repliega en toda intolerancia.

Cultivar ahimsa no es meramente dejar de darle puñetazos al otro sino algo mucho más difícil, dejarle ser. Dejar que su otredad nos enriquezca, que su palabra nos resuene porque es en la verdadera comunicación donde hay la única posibilidad de fraternidad con el otro y de crecimiento conjunto.

Ahimsa es regar todo lo que tiende a una vida digna y alimentar las múltiples posibilidades de creatividad hacia un mundo más justo y solidario. Pero me temo que las explosiones tenebrosas que se han producido en Nueva York y Washington no vayan a destapar los oídos sordos de unos y otros para empezar a dialogar que sería lo más prudente antes de castigar a los culpables. La maquinaria bélica está al servicio de una prepotencia que quiere demostrar su poderío y que busca siempre un enemigo, tantas veces sobredimensionado, para justificar un estado policial, un control interesado del mundo, una sumisión incondicional al resto del orbe que en el fondo suena a neurótica. Pero esto no puede funcionar porque a nadie le gusta ser comparsa ni acatar órdenes.

Ghandi decía que si seguimos el ojo por ojo de la ley del Talión, el mundo se quedará ciego. Sordo y ciego el mundo no puede más que estar en crisis.

El mundo se ha parado tras la catástrofe, pues era necesario, sin embargo, tras la masacre de miles de indígenas en las selvas centroamericanas y sudamericanas apenas se ha publicado letra menuda en algunos diarios. En cientos de guerras intestinas que tienen en jaque a media humanidad, silencio y discreción ante las empresas armamentísticas que son fundamentalmente occidentales y que alimentan esos odios tribales. Ante un África infectada de sida, tolerancia ante los precios abusivos de las empresas farmacéuticas que no quieren perder su negocio. ¿Acaso esto no es violencia?.

Desde las grandes alturas de los rascacielos como desde los grandes proyectos de los poderosos, las personas somos como hormiguitas, números y tantos por ciento. Cuanto más alto es una torre o más grande es el poder de una nación, más grande será su sombra. La paradoja es ésta: los grandes enemigos del sistema, las bestias negras como han sido Pinochet, Noriega, Hussein o bin Laden, entre otros, han sido los alumnos aventajados alimentados por la CIA que se han vuelto rebeldes ante una política norteamericana que ha preferido estabilidad en la zona, manteniendo regimenes medievales, dictadores asesinos por miedo a perder poder, intereses estratégicos o invasiones comunistas.

Creo que todos hemos de aprender mucho de lo que ha sucedido, mientras tanto no se me ocurre mejor idea que meditar cada día por la paz ni más solución que la de madurar reflexionando sobre las injusticias que son las verdaderas semillas de la violencia.

Julián Peragón

 

 




Belleza y fugacidad

 

Cada vez que hablamos de lo bello nos viene la imagen de que no estamos hablando de lo esencial del objeto sino de su superficie, de la impresión que nos causa su forma. Creemos que el mundo de lo sensible está divorciado de lo suprasensible y no nos imaginamos la belleza como camino de crecimiento personal o como vía de realización espiritual.

Es cierto que como grupo social estamos sometidos a unas creencias y a unas pautas de gusto y que el bagaje de calificativos que nos han inculcado está polarizado, siguiendo una visión maniqueista de la vida, en bueno-malo, agradable-desagradable, adecuado-inadecuado, bonito-feo, etc. Es como si las cosas y los seres tuvieran una etiqueta indeleble, una marca, un estigma que los condenara o los magnificara por encima de toda medida. Algo es bello, feo, mediocre independientemente de nuestra mirada, obviando el momento, el universo que encarna o el proceso que representa. Pero en la medida en que hemos madurado como personas hemos ahondado más allá de la imagen superficial a la que nos tiene acostumbrados los medios de comunicación donde lo bello se identifica con un cuerpo desnudo al fondo de una botella de perfume, o en la perfección inmaculada de un coche aerodinámico.

Pareciera que la publicidad en nuestra época se hubiera instalado como una marmita donde se cocinan los mitos poderosísimos que nos mueven auxiliada por el arte que reviste estos mitos de sensibilidad y actualidad. De entrada, publicidad y arte que han sobrevalorado la visión por encima de los otros sentidos.

Y valdría la pena entender las raíces de esta sensibilidad antes de preguntarnos acerca de lo que entendemos por bello, antes de ampliar horizontes y de integrar actitudes.

Recordemos que los primeros poetas griegos loaron al mundo y a la belleza. Para Hesíodo es bello aquello que asombra a la vista, es bella la mujer aunque sea un mal hermoso pues participa de la gracia de Afrodita. La encarnación de la belleza surge del mar pues hay una identificación entre mujer y agua, entre las ondulaciones del mar y las curvas femeninas, pues la línea más hermosa es la línea ondulada.

Esta impronta que de partida tiene nuestra cultura occidental en cuanto a lo sensible viene de la mano con un sesgo marcadamente patriarcal pues es la mirada del hombre, en tanto que mirada y en tanto que hombre. El hombre se percibe a sí mismo como sujeto mientras la mujer es el objeto mismo de la belleza.

Además para Homero la fuente de la belleza se encuentra en la naturaleza, son bellas las flores, las fuentes, ciertas partes del cuerpo de la mujer. Sin embargo la belleza masculina no aparece casi nunca por sí sola sino asociada con la fuerza y la valentía. Bello es todo aquello que expresa el ideal de un hombre honesto. En cambio para Safo la belleza del alma se alza por encima de todo. Y para los heroicos, el ideal es el atleta pues el bien se liga a lo bello y se exterioriza en la belleza, es decir, los valientes y los buenos son a la vez hermosos.

En verdad hay bastante de heroico en nuestra sociedad pero también hay una visión práctica de la vida tal vez cimentada por nuestra era industrial pero que tiene ecos en la antigüedad.

Sócrates se pregunta por la belleza en sí y se dice que lo bello es lo que es útil. Su discípulo Platón en El Banquete insinúa que el amor es el deseo de lo bello y que la virtud es la belleza de las almas. Mientras que Aristóteles difiere sensiblemente de Platón; lo bello en el cuerpo es la salud, la fuerza o la grandeza.

Es como si toda nuestra historia fuera un devaneo entre una concepción de la belleza mundana a otra suprasensible, un ir del cuerpo al alma. Es Plotino en la Edad Media que nos dice que hay que abandonar la visión de los ojos y potenciar nuestra visión intuitiva y contemplativa al acercarnos a Dios.

Más adelante en el Renacimiento damos otra vuelta de rosca más pues hay un resurgimiento de la antigüedad y por tanto un nuevo acercamiento a la naturaleza como lo manifestará San Francisco de Asís. Mientras en la Edad Media el arte se orienta por su utilidad, en el Renacimiento aparece el arte por el arte. De la mística se pasa a una estética de la perfección, se identifica lo bello y lo perfecto pues la belleza se logra cuando se siente que no admite ningún cambio. Para Alberti la belleza es la conveniencia razonada en todas las partes. Una obra se haya sometida a las leyes como si fuera parte de un cosmos. El Renacimiento lo tenemos a la vuelta de la esquina históricamente hablando, el artista-genio que emerge, como Leonardo, se consolida como un pequeño dios con la capacidad de cocrear la realidad hasta el más pequeño detalle. Nunca tuvo el artista en la antigüedad tanto poder ni tanta soberbia y esto ha sido nuestro legado hasta llegar al panorama actual y después de muchas revoluciones en el arte. El artista con su técnica, con su técnica de perspectiva, con su saber y sus planos podía conquistar la realidad.

Sin embargo a pesar de los grandes frutos que ha dado nuestro arte occidental, no nos quedemos mirándonos el ombligo y veamos otras perspectivas. En oriente nos encontramos con una visión radicalmente diferente. Por ejemplo, los artistas chinos intentan captar en su arte el espíritu de las cosas a través del Qi, esta energía vital que está llena de vida y de ritmos. Para el artista es importante la sucesión de las estaciones, la salida y puesta de sol, el ir y venir del oleaje. Se dice que el sabio tiene que seguir el ejemplo de la naturaleza pues ésta es profundamente sabia. El pincel impregnado de tinta y el papel son las representaciones del diálogo perpetuo entre el yin y el yang, la energía de la tierra y la del cielo.

Por otro lado el japonés Tanizaki nos dice en «El elogio de la sombra» que en occidente el más poderoso aliado de la belleza fue la luz, en cambio en la estética tradicional japonesa lo esencial está en captar el enigma de la sombra: «lo bello no es una sustancia en sí sino un juego de claroscuros producido por la yuxtaposición de las diferentes sustancias que va formando el juego sutil de las odulaciones de la sombra».

Ya no se trata, hablando de arte de dejar la obra perfecta, brillante, que sea ideal, sino de profundizar en los matices de la sombra, en la belleza de lo asimétrico, en la elegancia de lo incompleto que invita al espectador a completarlo con su mirada, a hacerlo propio con su sentir.

Para la concepción oriental todo es imperfecto e incompleto pero no desde una posición peyorativa sino potencial. Si miramos la vida con detenimiento todo es provisional y efímero. De esta provisionalidad nos habla Wabi-sabi que es un concepto muy difícil de definir como sistema estético global en Japón. Desde la sutileza de esta observación del orden cósmico permanentemente en cambio, la grandeza existe en los detalles desconocidos y que pasan desapercibidos. En definitiva se trata de percibir esos trazos sutiles y evanescentes al límite de la no existencia; la penumbra en el musgo húmedo, el reflejo de una vela en el fondo de un cuenco de sopa, el remolino de una ola o la peripecia de una hoja.

Este sistema nos dice que podemos hallar belleza en lo que habitualmente se considera feo, por ejemplo en aquello que está gastado, que es tosco al tacto y no está pulido. Podemos encontrar belleza en aquello que no tiene una función precisa, que es ambiguo y que es relativo. Es bello aquello que no pretende serlo como un desconchado en una pared vieja, una casa que pasa desapercibida porque no tiene motivos de adornos. En fin, es bello lo que es único que no ha sido fabricado por moldes.

Si es cierto que las cosas evolucionan hacia la nada, que todo se gasta y termina en el límite de la no existencia, en el reino del olvido, tenemos que aceptar lo inevitable. Y lo inevitable desde que nacemos es la muerte. Por eso hay belleza cuando podemos contemplar nuestra propia mortalidad reflejada en el devenir de las cosas que aparecen y desaparecen, que nacen y mueren.

El problema reside cuando sólo queremos la vida, y sólo sentimos placer cuando las cosas aparecen y no en el placer al desprendernos de ellas.

Si uno se pudiera desprender de todo lo innecesario dejaría un hueco en su vida para que anidara la belleza. Momento de gracia y poesía cuando uno siente que pisa levemente el planeta.

Quizás si la belleza fuera un delicado equilibrio tendríamos que danzar con la luz y con la sombra, con lo que aparece y se oculta, lo minúsculo y lo grande, con el ser y el dejar de ser, desde dentro y desde fuera.

Julián Peragón




Yoga: Entrevista a Yves Mangeart

 

Julián Peragón: Ives me gustaría empezar esta entrevista preguntándote cómo te iniciastes en el Yoga y qué motivación te llevó a ello.

Yves: Me introduje en el yoga por un curso por correspondencia que me prestó mi hermano. Tenía 18 años. No estaba muy bien en mi cabeza. Hoy lo llamaríamos una depresión pero entonces no lo llamaban así. Ya no podía estudiar así que tuve que dejar mis estudios. Mi hermano se quedó con las 3 primeras lecciones y me dio el resto. Yo me puse a copiar haciendo los dibujos para devolvérselo pero sobretodo me puse a practicar. Hacía dos sesiones al día. Mañana y noche. Un año después, con 19, todo iba mucho mejor y quise hacer la mili para poder estar pronto libre. Allí estaba con 30 personas en la habitación y no podía hacer una práctica de yoga normal.

Era Madagascar y había siesta a la hora de más calor. Bajo la mosquitera yo hacía mis relajaciones y pranayama con los dedos (lo cual ya no hago). En aquella época había pocos libros de yoga en Francia. Me los leí todos. En lo que leí me llamó la atención el tema del no apego y su diferencia del desapego. Intenté vivir esto en lo cotidiano, tener a cada instante esa sensación de libertad. Me vinieron experiencias extraordinarias, contacté con las fuerzas del Universo, extrañas. Ese fue mi punto de partida en el yoga. Hice todavía mucho tiempo yoga solo hasta que descubrí el mundo de los profesores de yoga. En ellos encontré que el yoga era algo exterior mientras que mi práctica era muy interior. Me enseñaron muchas técnicas que no conocía y las interioricé. Con esta experiencia, al empezar a ser profesor pronto me llegó mucho trabajo. Después de 3 años entre profesores, ellos mismos me pedían que enseñara en una de las escuelas. En esa época conocí a Roger Clerc, el yoga de la energía. Muchas de las cosas que yo vivía internamente se correspondían con esto pero él me daba el aspecto más técnico. Al cabo de un año, durante un seminario con él me pidió que dirigiera una escuela de energía. Para mí fue un regalo fantástico.

 

Julián: Es evidente que el concepto de energía dentro del yoga está muy presente pero, ¿qué diferencia podemos encontrar entre el yoga clásico y el yoga de las energías?

Yves: Yo he practicado yoga con todos esos distintos maestros pero el yoga de la energía es algo muy diferente . Al levantar el brazo por ejemplo puedo estar muy atento pero estar atento a la cualidad de energía que le pongo, esa atención interior es la que me hace percibir la diferencia, te lleva a un estado interior. Cuando estoy en esta energía vivo el estar en la vida, el ver el mundo diferente.

 

Julián: Esta relación con la propia energía es también una relación con el mundo, ¿no?

Yves: Exactamente.

 

Julián: El alumno que empieza en el camino del yoga de las energías ¿cómo percibe esta energía en su cuerpo, como vibración , calor..?

Yves: El aspecto más importante es llevar a la persona a vivirlo por dentro. Es una sensación que siempre se va moviendo, está en movimiento. La atención busca los movimientos pequeños, busca lo microscópico. A través del microscopio podemos ver que algo que parece fijo se mueve y lo mismo podemos notar que en nosotros hay movimiento , en el entorno, en las personas… Tenemos nuestra manera particular de mirar a los otros, al exterior, decimos «tiene el pelo negro, los ojos azules, pelos encima de los brazos…» Es una visión muy exterior, muy fija. Cuando estoy en el punto de encaje de la energía, la percepción del otro es algo muy vivo, totalmente en movimiento. En cada instante puede ser distinto.

 

Julián: En nuestra cultura es muy difícil vivir nuestro cuerpo porque hemos perdido la dimensión de sacralidad. Desde esta óptica ¿cómo se vive el cuerpo?

Yves: En el momento que yo busco vivir, todo es misterio, todo es desconocido. Y ese misterio es la puerta hacia el infinito y, es hacia lo sagrado porque cada realidad es sagradamente rica. Y, en esta dimensión de sagrado está la dimensión del misterio y de lo infinito. Puedo observar que cuando estoy en este silencio que va a surgir pasan muchas cosas extraordinarias. Hay un contacto con las personas absolutamente fantástico. Sacamos emociones que nos bloquean, salen solas. Y la dimensión de profundidad y de riqueza es evidente.

 

Julián: A veces vivimos el yoga desde una dimensión muy física pero el mundo emocional es muy rico y lleno de energía. ¿cómo trabajar el mundo emocional?

Yves: Para mí ya el mundo de la energía es maravilloso. Aunque sea un mundo difícil de vivir no hay que condenarlo por eso. Lo mismo para el poder, aunque sea difícil de vivir no hay que excluirlo ni condenarlo. Lo mismo para el amor. Al contrario, si es difícil de vivir quiere decir que le tenemos que prestar más atención.

Para el mundo de las emociones lo que yo propongo es que las pequeñas emociones de que consta cada instante son un cambio de la química de nuestro cuerpo. Los científicos lo llamarán bioquímica, sinopsis…En un nervio la transmisión es como si fuera eléctrica, al final del nervio parece que se acaba, pero sigue, hay un espacio de vacío: la sinopsis. La transmisión sería como un chip que manda pequeñas gotas químicas que recibe el receptor y es lo que determina una nueva corriente eléctrica. Y cuando la sinopsis está a nivel de un músculo provoca la contracción.

Una experiencia que todos tenemos es mirar a un jugador de tenis y ver que cuando tiene confianza está feliz, el juego va bien, va rápido y en cuanto aparece una duda (ha perdido una pelota) las emociones cambian y la pelota va demasiado lejos o cerca. La transmisión nerviosa a causa de la química ya no pasa igual. Es una demostración concreta de lo que pasa en nosotros.

Julián: Entonces, teniendo en cuenta este nivel de células y de conciencia, y desde el punto de vista de la enfermedad, detrás de la manifestación de cualquier enfermedad hay un nivel energético, un bloqueo energético, ¿cómo equilibrarnos, cómo curarnos a través de esta cuestión energética?

Yves: Para mí lo primero es retomar los propios poderes. Tenemos ciertos poderes que no consideramos como tal. Por ejemplo tengo el poder de beber, de tocar, de darme la vuelta. Todos estos poderes están ligados a una emoción. Si cojo este poder de mirar y, en lugar de mirar como siempre con una mirada desapasionada como si no hubiese emoción (aunque este aspecto ya es una emoción), retomo este poder y lo vivo con pasión y con placer siento inmediatamente que el placer puede cambiar a una persona. Son cosas evidentes, sencillas pero es bueno reconocerlas y vivirlas con conciencia. Y, si además podemos vivir esto en la dimensión de lo infinito y lo sagrado los efectos son extraordinarios.

 

Julián: ¿qué le dirías a una persona que tiene una enfermedad degenerativa, un cáncer…?

Yves: Todo depende de qué persona, no hay una respuesta general. Me ha ocurrido dos veces el tener una llamada telefónica de una amiga que era profesora de yoga y que conocía muy bien y decirme : «Ives , tengo cáncer» con una voz en la que había mucha emoción de miedo. Algo muy fuerte cayó sobre mí. ¡qué alegría! ¡un cáncer! ¡estupendo! Silencio. La persona tomó conciencia gracias al golpe y me dijo «tienes razón, puedo hacer algo con el yoga» Y a las dos personas no fue a más el cáncer. Pero esto es evidente que no se le puede decir a todo el mundo. En estos casos sobre todo cuenta la intuición.

 

Julián: Tenemos miedo de recuperar todo el poder. ¿El yoga es una vía de poder?

Yves: Seguramente, el yoga es una vía maravillosa. El yoga es una suerte para todo el mundo. Es por lo que todos tenemos una gran responsabilidad de manera que el yoga cante y baile a través de nosotros y exprese una fuerza evidente, una inteligencia de situaciones. Por ejemplo el yoga tiene que tomar conciencia del aspecto económico de la vida. Se ha quedado demasiado al margen de la economía. Y el yoga se ha privado de tener ordenadores, videos, medios para expandir el conocimiento. El yoga es el punto de relación de Toda la Realidad. Este es el sentido que yo le doy. Aurovindo habla de yoga Integral. Hay que tomar conciencia de que cuando por ejemplo cogemos el coche para venir a un paisaje como este, maravilloso, estamos haciendo parte de yoga. Y cuando tomo el tren también es una bendición porque forma parte de esto que vengo a compartir con vosotros.

 

Julián: Pero también es cierto que nos ha llegado una imagen del yoga clásico donde uno se retiraba del mundo, de negación del cuerpo, de no caer en el amor a través del otro…

Yves: Sí aquí tengo un ejemplo realmente llamativo. En los Yoga Sutra de Patanjali, en los yamas se habla de brahmacharya: castidad. La traducción es completamente falsa. Hay que dividir la palabra en dos. Brahma el creador y Charya El maestro. Brahmacharya significa ser creador, ser un maestro de creacción. Y el texto de Patanjali dice «el que vive brahmacharya encuentra una energía infinita» y yo no veo el hecho de que no hacer el amor dé energía. Por el contrario vivo el hecho de hacer el amor como algo que me da mucha energía y cualquier persona que hace el amor puede sentir toda esa energía que se mueve, magnífica. En los Upanisads se encuentra una definición de brammacharya «hacer el amor con una mujer, en el placer, por la noche. Una noche energética» Nos dice que brahmacharya es realmente hacer el amor pero hacerlo poniéndolo en su lugar.

 

Julián: ¿Cuál es la diferencia entre tantra y yoga desde esta actitud ante el deseo y la sexualidad?

Yves: El tantra yoga yo diría que es el yoga de la energía, del Todo. Energía total, el universo es todo energía. Y el hatha yoga es el yoga de la energía, de la luna y el sol, de Shiva y Shakti, es un juego de polaridad, el juego esencial de la energía, como los poderes positivo y negativo de una pila.

 

Julián: Si volvemos a Aurovindo, ¿cuál es el mensaje básico que nos ha dejado?

Yves: El mensaje esencial de Aurovindo está en una frase de la vía divina esencial «el gran hecho del universo es el fenómeno de la conciencia» Cuando habla de conciencia habla de conciencia-energía. Para nosotros la toma de conciencia es siempre la toma de conciencia de la energía. No se puede separar la conciencia de la energía. Tenemos que darnos cuenta de que es lo mismo la toma de conciencia y el movimiento de la energía. Si estoy atento a mi izquierda y estoy atento a mi derecha, si doy un paso atrás veo que algo se ha movido y que ya no respiro de la misma manera. Si estoy en mi espalda o estoy atento a lo que pasa delante de mí, si estoy atento a mi respiración no respiro igual. Esto es una manifestación del cambio de energía.

 

Julián: Aurovindo ¿qué nos dice de la relación con la muerte?

Yves: Aurovindo reúne nuestra intención profunda de estar vivos, está muy atento a la realidad que se manifiesta en nosotros. Todos sabemos que nadie quiere morir así que él tiene en cuenta nuestro pedido profundo de vitalidad, lo que hay de vital en nuestro interior. En La Vida Divina, en el primer capítulo, el título de la Vida Divina es la aspiración. El texto central de este capítulo habla sobre que el hombre aspira a no morir. Aurovindo dice que dentro de la evolución del universo (de la cual está muy al tanto y ha redirigido el yoga en ese espíritu) el hombre debe encontrar en sí mismo y en la espiritualidad en su sentido más amplio, la fuente para transformarse como ser humano desde la misma célula, y no solamente en la célula sino como juego de todo el universo. Debemos encontrar esa fuente, ese origen e ir en camino hacia la capacidad de no morir, pero esto es algo que está por venir. La Madre que acompañó a Aurovindo cuando partió hizo una investigación apasionante a su manera para ir en este sentido y allí ha encontrado una llave muy interesante.

 

Julián: ¿no habría un camino de sabiduría en el hecho de aceptar la muerte como un límite creativo que nos permite el desapego y el no apegarnos a la vida, a la forma?

Yves: El fenómeno de la muerte lo vivimos todos los días. En unas pocas horas me voy a morir de este grupo, me voy a separa de una forma. Cada segundo tenemos millones de células que mueren y cada segundo también nacen muchas células. Por ejemplo las células óseas en el cuerpo en un mes han cambiado (lo he leído en un libro de biología). Tomar profundamente conciencia de estos fenómenos como algo que vive y como un poder que está en mí y que está en marcha ya es algo que ayuda a que las nuevas células no tomen enseguida un «golpe de viejo». Sólo tenéis que mirarme, yo me voy haciendo viejo pero con estas células nuevas. JA JA JA!!!

 

Julián: Pero ¿acaso la muerte no es una gran estrategia de la vida para renovar continuamente la vida?

Yves: Totalmente. La conciencia tiene mucho que decir en este sentido de que las células mueren y nacen y que todavía no está todo dicho sobre la conciencia. Personal y simultáneamente yo investigo por esa vía, sobre la conciencia celular que se vuelve más microscópica, sutil, pequeña como por ejemplo el juego muscular en temas muy cotidianos. Por otro lado busco hacer un trabajo interior de conciencia como lo hacen los maestros tibetanos, es como si dejara mi cuerpo, una conciencia que no se limita a esta vida aquí, una conciencia que se eleva, mucho más amplia, una conciencia que está siempre ahí incluso después de la muerte. Y, además es capaz de dirigirse a nueva conciencia, a otro nacimiento donde el potencial de conciencia ya es muy rico. Esto es lo que ocurre con los tulku tibetanos (término sánscrito). Por ejemplo cuado el Dalai Lama en su vida abre su conciencia está en una tradición y en una enseñanza. Sabe que después de la vida en la que está ahora volverá a otra vida siguiente. Conecta con la intuición de saber ya dónde volverá a nacer y da indicaciones para que encontremos el lugar donde ha nacido. Es un gran juego de energía.

 

Julián: Me recuerda a muchos maestros chinos que dejan su cuerpo y vuelven periódicamente a vivir en su cuerpo. Los llaman los inmortales.

Yves: No conozco muy bien esa tradición. Hay muchas cosas misteriosas en la vida. Esta dimensión de misterio que nos abre al infinito es realmente esencial. Cada uno de nosotros se enriquece cuando se abre a esta dimensión. Uno de los mensajes esenciales que llevo en mí es que cada uno de nosotros puede. Pero tenemos tendencia a proyectar sobre maestros (o lo que se dice maestros) en lugar de dirigirnos a nosotros y sentir que la responsabilidad es nuestra. Cada uno de nosotros es un ser magnífico que tiene todo el potencial del universo. Cada uno de nosotros para nosotros mismos somos el centro del universo.

Hay una frase que suele ayudar mucho en los cursos que doy en Francia y que después de expresarla la he encontrado en Aurovindo casi palabra por palabra . «Mi pequeño cuerpo y mi gran cuerpo. Vivir lo que hay en torno mío siendo yo mismo, realmente yo mismo».

Julián: ¿Cómo ves la relación que tenemos en occidente con los maestros?

Yves: Es nuestra proyección lo que hace los maestros. Es mucho más importante enseñar a cada uno que mire su propia belleza, su propio rol, de manera que no huya de su propia responsabilidad. Hay un texto de Nelson Mandela de cuando lo proclamaron presidente de África del Sur «nuestro miedo más profundo es dejar salir que somos realmente formidables, quiénes sois vosotros para no creer en esto, sois hijos de Dios» y yo añado «y, que más queréis». Siempre hay esta tendencia a la proyección. Yo les digo a mis alumnos, me ponéis en un cuadro y colgáis el cuadro muy alto pero ¡cuidado! Cuanto más alto colguéis el cuadro más os va a doler el golpe cuando caiga sobre vuestra cabeza, o cuando yo corte el hilo. Toda la energía que está centrada en una sola persona se mueve, es como si lo elevara. Cada uno puede experimentarse como alumno y como maestro y toda la pedagogía es saber jugar con esto.

Lo que me gustaría es que cada uno de vosotros dijera «Sí. Yo puedo. Porque ya lo soy en la profundidad de mi ser» Mi rol es que vosotros sintáis que ya tenéis ese fuego dentro, que está ahí. Mi labor es que lo desarrolléis y que podamos compartirlo.

 

Julián Peragón

 

 

 




Mil millones de ojos

 

Muchos días al levantarte por la mañana más de mil millones de ojos sobrevuelan la nitidez del día. Tras un sorbo de café aparece un emigrante ilegal que es descubierto por una patrulla fronteriza en el desierto de California en una especie de juego cruel del gato imperialista y el ratón subdesarrollado. Al pasar la hoja del periódico sabes que centenares de espaldas mojadas saltan el muro de acero levantado por Estados Unidos huyendo de la nada para precipitarse en otra nada llamada progreso. Una embarcación llena de boat people vietnamitas en realidad va a la deriva hasta toparse con un iceberg llamado Hong-Kong, ya sabemos cuál es el resultado. Sabes también que varias pateras llenas de desespero tentarán esta noche la fuerza de las tormentas del estrecho de Gibraltar atraídas por el imán del paraíso Europa que les niega a los inmigrantes el derecho a ser personas y juega sucio con el trabajo sucio que nadie quiere.

Cada mañana las paradojas del mundo se cuelan en cada bocado, como esos palestinos carcomidos por la espera de años y años que nunca han pisado Palestina y que aguardan en una tierra de nadie al sur del Líbano. Poblados kurdos en el norte de Irak donde no hay un solo hombre después que el ejército los masacrara a todos por el simple hecho de ser kurdos.

La nube de leche en el café parece extenderse como esa mancha de petróleo que se llama miseria y que asfixia toda dignidad humana que ha sido tempranamente traicionada. Los meninos da rua de Brasil son ya como otros tantos niños de la calle en Casablanca. Todo sabe amargo cuando vemos niños que han nacido en la cárcel hijos de refugiados vietnamitas, niñas en China abandonadas en míseros orfelinatos y niños angoleños tristemente mutilados por minas antipersonas en un África hundiéndose en el apocalipsis. En realidad no son niños, son viejos sin futuro.

No solamente los niños explotados y las niñas prostituidas preguntan por qué, preguntan por qué las mujeres afganas desplazadas en campamentos por no poder resistir la infamia del regimen de los talibanes.

Debajo de los puentes de Yakarta, sobre tristes barcazas en el río Saigón, en el hueco que dejan los raíles en las estaciones de Calcuta o en las fosas de aguas residuales en la ciudad de México una humanidad es borrada del mapa porque no entra en los cánones de un progreso llamado civilización que ha de producir y consumir ciegamente.

Una anciana indígena en Chiapas no pregunta ya, su rostro cosido por el dolor sabe que es discriminada por ser mujer, vieja, campesina, viuda, pobre, indígena, discriminada por su credo, por su idioma, encajando una herida más cuando los paramilitares asesinan fríamente a su marido y a sus hijos.

Todo esto nos queda lejos, el rumor monocorde de las noticias televisivas parece confirmarlo. Pero no nos damos cuenta que el corazón de Europa está roto y se llama Bosnia y Kosovo. Está cerca y se llama también terrorismo, nacionalismo, terrorismo de estado, corrupción generalizada.

El maquillaje de la democracia ya no da más de sí, el rimel de la sociedad del bienestar se corre para dar paso a ese verdadero rostro del capitalismo duro que eufemísticamente se llama globalización.

Es hora de reconocer que la deriva del mundo nos afecta y que debemos darle una respuesta al por qué de esos millones de miradas. Ahora.

Julián Peragón

 

 

 




La escalera de la consciencia

 

Levantarse, acostarse, la tierra ha dado una vuelta sobre sí misma. Vacaciones, ¡ya!, la tierra ha dado una vuelta alrededor del sol. Hambre, necesidad, deseo… los ciclos vitales se suceden, se imbrican, se superponen. Ritmos rápidos, ritmos lentos. Ritmos tan lentos o tan rápidos que ni los vemos. ¿Cuál es el metabolismo de una piedra?, ¿y el de una bacteria?

Nosotros mismos participamos de todos esos ritmos. En un abrir y cerrar de ojos se producen infinidad de transformaciones químicas a través de las hormonas. En unas pocas semanas las dos células sexuales que se encuentran en la fecundación inician una carrera imparable de trillones de células organizadas. Más abajo, a nivel atómico podemos predecir un vértigo de billones de vueltas por segundo de los electrones en torno a su núcleo. En cambio, mucho más arriba, en el reino de las galaxias, se nos antojan inmóviles cuando deberíamos imaginarnos el mismo vértigo que en el microcosmos, sólo que con millones de años luz.

En verdad el universo es un gran hervidero, todo se va cocinando con gran intensidad, todo nace, cambia, interactúa, se desarrolla, se transforma. Depende donde estemos situados en esa gran sopa divina, la cocción nos parece lenta o rápida, eterna o perecedera.

La misma forma congelada de una galaxia nos habla de los mismos remolinos y espirales que se producen en los desagües, en los tifones, en todo aquello que tiene un movimiento en torno a un centro. Si tuviéramos ojos de dioses veríamos fuegos artificiales en el lejano cielo, si por el contrario, fuéramos seres diminutos observaríamos la danza de una espiral adenésica en el coqueteo que hacen las proteínas cuando se sintetizan unas con otras.

Atrapados en nuestro espacio-tiempo, el mundo nos niega por exceso o por defecto nuevas y sorprendentes realidades. La vida aquí en la tierra respira en un delgado hilo azulado entre la estratosfera y unos pocos centenares de metros en las profundidades marinas. Más allá no hay atmósfera, más al fondo no hay luz, más arriba demasiado frío, abajo demasiado calor.

A veces pasa lo mismo con nuestra sensibilidad, después de tragar el bocado sabroso ya deja de existir cuando apenas se ha iniciado el fascinante viaje de convertir la manzana en bolo alimenticio, en sangre nutriente, en energía o en pensamiento. Más allá del fungible bocado y su estela de sabor, éste desaparece de la conciencia por falta de sensaciones primarias.

La silente vida nos ofrece oasis de sensaciones a través de los sentidos, nos incita con el deseo para luego desaparecer «esa vida» en lo inconsciente, en lo involuntario y asegurar la nutrición o la reproducción necesarias. Es como si fuéramos inocentemente llevados de la mano por la evolución. Evolución que nos da caramelos para entretenernos mientras ella va haciendo su labor esencial, su mejor adaptación al medio con economía vital.

Desde esa óptica estamos atrapados en un cuerpo en el que la mayoría de las respuestas son involuntarias, perdidos en una mente de la que sólo utilizamos una pequeña capacidad de todas sus potencialidades, congelados en un instante de la eternidad con una esperanza de vida de 80 años en relación a los quince mil millones de años luz de un universo todavía joven.

¿Podemos dar un salto y remontarnos por encima de nuestras limitaciones? Si nos quedamos en el ojo de una cultura, si no atravesamos el margen de nuestra concepción del mundo, si no visitamos otras lógicas, si no nos auxiliamos de la imaginación creativa y la curiosidad, seguiremos en un sentimiento incómodo de limitación. Ignorancia que comporta dolor, ansiedad, miedo.

Sin embargo los caminos de la consciencia se ensanchan vertiginosamente. Un instante que de entrada es sólo eso, un instante, se convierte para el sabio en un eterno presente, un espacio donde se conjuga pasado y futuro. Es algo que pasa veloz pero con ecos de eternidad, un tiempo lineal inserto en un tiempo circular y mágico.

En un sentido parecido, nuestro cuerpo se convierte en estructura inteligente del universo, templo de la vida donde reverberan las mismas energías, los mismos cúmulos de estrellas que se asemejan a plexos, las mismas ritmicidades que después son en el cuerpo latido.

Si cada instante vivido no tiene más límite que el autoimpuesto, tampoco el cuerpo es un límite en el descubrimiento de las fuerzas que imperan en el universo.

La vida es una escalera con peldaños que suben y bajan que podemos recorren. Más allá de nuestro ego hay una mente y un subconsciente. Arropando a esto está nuestro cuerpo. Más allá de nuestra piel está el otro con el que convivimos, otro ser, otra mente, otro ego. Juntos formamos parte de un grupo, de una etnia, de una cultura hasta sentirnos formar parte de la humanidad. Pero es que la humanidad forma parte del reino animal pues somos mamíferos. Reino que está en simbiosis con la capa de vegetales que oxigena el planeta y con el humus mineral que nutre toda la vida. Todos estamos en un planeta de un sistema solar en medio de una galaxia. La galaxia que se mueve en un cúmulo de galaxias en la inmensidad de un universo. Pero no nos precipitemos, vayamos peldaño a peldaño.

Cuando me pongo en la piel del otro le estoy dando un visado de dignidad humana y supero así un arrebato animal que se mueve en la selva donde lo que importa es el sálvese quien pueda. Si me dejo llevar por la economía vital el otro será una cosa que se intercambia, se utiliza o se explota.

Cuando escucho profundamente al otro tengo que dejar aparcada mi expresión, tengo que vaciarme de razones y prejuicios y ser en conjunción con él o con ella.

Cuando entrego, comparto, redistribuyo supero también un egoísmo innato. Cuando lucho y defiendo los derechos humanos no sólo me solidarizo con cualquier persona independientemente de su raza, sexo, clase social, cultura o religión, también supero una limitación etnocéntrica.

Me digo a mí mismo que soy parte y fruto de una humanidad toda. Si mi conciencia se entretiene en el mundo sensible vegetal o animal y descubro lógicas primarias pero maravillosas reconozco que esas lógicas están sedimentadas en mi ser. Tenemos un cerebro mamífero, reptiliano, anfibio. Nuestra sangre es agua marina tintada de rojo. Nuestro cabello césped, nuestro huesos rocas, nuestros dientes corales. Todos los reinos mineral, vegetal y animal nos secundan. Esta sensibilidad nos lleva a superar un viejo mito, que la creación está como servidumbre para nuestro disfrute. Sentirse pues parte de la vida en armonía dinámica nos debe llevar a superar el cataclismo ecológico que se produce hoy en día.

Yendo un poco más allá, no podemos pensar que la tierra y la roca por estar innanimadas no tienen una vida secreta. Gaia, nuestro planeta es un ser viviente que se autorregula, con sus polos magnéticos, sus eras y glaciares, sus corrientes marinas, sus placas tectónicas imparables.

Me temo que los límites que nos separan de lo Real son muchos e insospechados. Cuando nuestra mente no va más allá de nuestra corta vida también estamos sucumbiendo a otra gran limitación. Con nuestros hijos, y los hijos de sus hijos, la vida asegura una línea de evolución, y con ellos algo de nosotros persevera. Perseveramos no sólo en la genética sino también en nuestras actitudes imitadas, en nuestra coherencia de vida, en nuestra destilación pedagógica y sobre todo en nuestro grado de comprensión y amor. También perseveramos en el tiempo cuando plantamos un árbol o construimos una casa. Aún más si escribimos un libro, y si con él invitamos a la sabiduría o al progreso. Perseveramos cuando desarrollamos un método, cuando inventamos algo, cuando lo descubrimos.

Si de nuestra vida hemos sacado algo válido para los demás, si la evolución toma en nosotros un nuevo matiz adaptativo entonces realmente hemos trascendido muchas limitaciones.

Nosotros somos fruto de todos aquellos seres que nos han precedido que en un medio inhóspito sacaron fuerzas de regeneración. Y en este agradecimiento sacamos fuerzas en nuestra responsabilidad. La vida que recibimos no es un legado, es básicamente un deber de mejorarla, pues al otro lado de este dibujo que entre todos formamos hay seres por nacer que merecen un mundo mejor.

Julián Peragón




Lo compro todo

 

Ayer compramos terrenos en el campo, casas adosadas frente al mar y descampados en parcelas para especular. Más tarde cuando se nos aclararon un poco los misterios de la Bolsa, compramos alegremente acciones mágicas de ganancias ultrarápidas.

Ayer, como durante este siglo que fenece, conquistamos la faz de la tierra. Llegamos a los Polos y al interior de las selvas, al techo del mundo y a la sima marina más profunda. Llegamos, pusimos banderas de colores y delimitamos fronteras. Detrás de la foto de rigor, compramos las tierras vírgenes.

Compramos desiertos con petróleo, pueblos cazadores recolectores con su riqueza maderera, coralinas islas turísticas. A cambio les vendimos nuestros sueños, nuestra democracia, nuestros intereses y las armas suficientes para defenderlos. Les compramos su alma junto a sus riquezas artísticas.

Después conquistamos la luna. Hace poco hemos llegado a Marte. Anteayer compramos las tierras a los indios por unas pocas baratijas, pasado mañana compraremos parcelas con cráteres en la luna para hacernos un chalé.

Hoy cada día se descubren nuevas constelaciones de estrellas. Momento para bautizar los millares de astros con nurestro nombre y pedigrí para que quede constancia ante la eternidad. Podremos ir al instituto cosmológico y pedir media docena de estrellas azules. Mañana compraremos el universo, los agujeros negros, las espirales galácticas, ¿Dios?. Todo el mundo tiene un precio.

Con este afán de comprar, aquí en la Madre Tierra, la ecología saldrá ganando. Ante la escasez de materias primas cada árbol tendrá un sello de garantía. Tendrán cosecha de tal año como los buenos vinos, y costarán caros. Los animales salvajes para salvaguardar su supervivencia tendrán sponsors, los peces serán apadrinados y las aves tendrán un chip de control de vuelo a cargo de la persona interesada. Peregrinaremos al árbol sagrado XT3757A2 de nuestra propiedad y al safarí de moda en compañía de nuestra mascota. La compraventa salvará al mundo de los bárbaros.

La red de redes será un inmenso mercado al alcance de los coleccionistas. Podremos comprar la Sábana Santa, la piedra 6570 de la pirámide de Keops orientada precisamente al norte, las palabras grabadas del último papa antes de arrepentirse ante la muerte.

Los científicos habrán patentado millones de genes y cada coito con suerte pagará aranceles. Si el alma existe será fotografiada con cámaras ocultas.

El dinero por fin será nuestro amigo. La energía la habremos condensado en una tarjeta plastificada. El mundo estará personalizado a través de nuestra alma educada. La religión del tener nos habrá librado del vacío del Ser..

La felicidad se podrá cuantificar y dependerá del lado donde caigan los ceros.

Julián Peragón