Mandalas: Rueda solar

• Mandala tomado de «El libro de los mandalas del mundo. Shia Green. Ed. Océano Ámbar




Mandalas: Mandorla de la India

• Mandala tomado de «Energía y fuerza a través de los mandalas. Marion y Werner Küstenmacher. Ed. Obelisco»

 




Mandalas: El laberinto de Theobald

Todos estamos en el laberinto del mundo que es un calco perfecto de ese otro laberinto que está en nuestra mente. Una situación nos lleva a otra de la misma manera que un pensamientonos lleva a otro. El tiovivo del mundo nos arrastra de una circunstancia a otra y nosotros identificados con ellas nos movemos como una hoja en el capricho del viento, tal vez, en nosotros, a golpe de destino.

Dentro del laberinto, arriba y abajo, izquierda y derecha, engulle nuestros esfuerzos como si estuviéramos en las entrañas de un monstruo. Intuimos que el peristaltismo de la bestia de nuestros condicionamientos se detendrá en el centro. En el centro nos aguarda la calma, desde esta centralidad el mundo se mueve mientras nosotros estamos en la serenidad de nuestro ser, desidentificados de la inestabilidad de la existencia. Para alcanzar el centro se requiere coraje, perseverancia y fe. Sólo la falta de doblez, la inocencia sabia y la evanescencia de la ilusión nos servirán como brújula y báculo entre las tinieblas que apareceran.

Sigue el laberinto sin desviarte un milímetro, evita las tentaciones que hay en sus recovecos, persevera paso a paso y establécete en el centro. Respira y ábrete al Ser que habita en tu centro, en el centro de tu corazón.

 

 Por Julián Peragón

• Mandala tomado de «Energía y fuerza a través de los mandalas. Marion y Werner Küstenmacher. Ed. Obelisco»




En el centro del laberinto

Cuando logramos entrar en un laberinto estamos pisando una imagen de la totalidad, construida con el cuadrado de la tierra y con el círculo del cielo. Cada día vemos como el sol se alza en los cielos tocando las cuatro esquinas de la tierra. Al pisar el laberinto con nuestros pies descalzos y nuestra cabeza descubierta estamos completando esa totalidad, el ser humano es el mediador entre el cielo y la tierra, entre el espíritu y el cuerpo. Será por tanto nuestro empeño y nuestra lucidez la que reintegre de nuevo la ilusoria separación.

En el laberinto uno se pierde para luego encontrarse. Los brazos del laberinto nos acercan al hipotético centro haciéndonos creer que el camino es fácil, para enseguida despedirnos a la periferia donde reconocemos nuestro límite y con él nuestra humildad.

La rutina de los pasadizos nos invita a una seria reflexión acerca de la pregunta fundamental. Cuando ya hemos perdido la ansiedad de la meta, inesperadamente aparece el centro. La respuesta se desvela por sí sola, dando vueltas sobre el propio eje se resuelve el enigma. En el centro la serenidad da pie al reconocimiento del alma.

El camino de entrada es un camino de muerte, aparece el miedo, la incertidumbre, el desasosiego. En sus múltiples meandros uno teme ser devorado por la ilógica del camino, por la complejidad del vientre del dédalo.

Tan complejo es el laberinto como el mundo en el que nos movemos, tan enrevesado es el mundo como la mente que lo recrea. Atravesar el laberinto es atravesar los vericuetos de la mente, los circunloquios de nuestro discurso, las estrategias de nuestro carácter. La construcción del laberinto es fruto de la mentira a diferencia de la verdad que es un camino recto. Tal vez por eso en las esquinas del laberinto suenan los rumores, las opiniones no contrastadas, las supersticiones, las difamaciones. Y es que la espada de Teseo tiene dos hojas al igual que la boca tiene dos labios. Podemos con la palabra alimentar al monstruo del engaño o volverlo loco con la veracidad.

Para no quedar apresado en sus garras nuestro corazón tiene que dejar la doblez y nuestra ética tiene que fortalecerse. Tendrá que ser Teseo quien combata al monstruo con su espada y su coraje. El camino de entrada es un camino heroico, de confrontar la mentira desde nuestra nobleza, vencer la traición con nuestra sinceridad.

La resolución del laberinto se encuentra en el centro. En el centro el monstruo dormita, ha perdido su ferocidad, ha calmado su ira. Cuando hemos sido capaces de mirar frente a frente al Minotauro nos damos cuenta que el engendro, mitad toro mitad persona, es nuestra sombra, nuestra parte negada, la carencia de amor inconfesada. Es necesario soltar la espada y dejar la guerra cruenta. Abrazar al monstruo es reconocer que somos luz pero también sombra, incorporar la sombra es la única manera de ampliar lo que somos.

Las once galerías del laberinto gótico nos hablan de imperfección, pues entramos en el laberinto imperfectos. Es el orgullo del ego el que avanza en los pasillos del laberinto donde está encerrado el constructor Dédalo, que simboliza la imaginación perversa. Nos lo recuerda Ícaro, su hijo, cuyas alas no son de verdad, apenas sujetadas por la cera de las abejas. Ícaro desobedece la prudencia de su padre y se eleva prepotente a los cielos donde el calor del sol derretirá la cera de las alas artificiales, cayendo al abismo.

Atrapados en el laberinto no es posible ir hacia atrás, el ego tiene que dejar la piel de la compulsión, tiene que abandonar su codicia y su aversión, tiene que cambiar la piel de la ignorancia. El laberinto es una espiral que nos lleva de lo superficial a lo esencial, de lo literal a lo profundo en una concentración progresiva. Dejaremos caer las armaduras y los ropajes, las defensas y las culpabilizaciones, hasta quedarnos desnudos.

Si el camino de entrada es un camino de muerte, el camino de salida es un camino de vida, de renovación. Muere el ego y renace el espíritu. Se disuelve el pecado y aparece la virtud. Para entrar habíamos necesitado la espada de la valentía, para salir necesitamos el ovillo de Ariadna, un verdadero gesto de amor. Faltaba el amor para disolver la mentira. Los dos caminos son necesarios, la construcción de una firme voluntad tiene que dejar paso a la disolución, el abandono y la gracia.

Hay que desandar el laberinto, volver sobre lo vivido para encontrar el hilo que le da sentido a las circunstancias. Recapitular sobre la experiencia para sacarle un jugo de sabiduría.

El laberinto nos enseña que llegar al centro requiere un esfuerzo de la misma manera que encarnar nuestros sueños o darle consistencia a nuestros proyectos es difícil. Nos recuerda en el serpenteo impredecible de su intestino que todo cambia, que la vida es impermanencia. Y señala, en esa totalidad que representa, que somos apenas un pequeño eslabón dentro de una cadena infinita.

Comprendemos que la vida no gira a nuestro alrededor como nos muestra el laberinto al zarandearnos de esquina a esquina. Y por último, que no hay ninguna certeza que en cualquier vuelco del camino no nos espere la muerte.

 

Julián Peragón

Antropólogo,
Formador de profesores de Yoga,
Director de la revista Conciencia sin Fronteras,
Creador del proyecto Síntesis, cuerpo mente y espíritu.

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A través del laberinto

 

A quien se ha adentrado en un proceso de superación de pruebas, a quien se ha empeñado en convertir el plomo en oro según los alquimistas, o a quien quiere borrar su historia personal como quien quita capa tras capa de una cebolla en busca de lo esencial se le ha llamado el caminante. La Tradición ha enumerado y pautado unos caminos para que no nos perdamos en cualquier recodo ante la menor dificultad pero también ha generado confusión al no permitir un mayor grado de autonomía e intuición en ese proceso de búsqueda, íntimo e intrasferible, aún así, algunos místicos como Juan de la Cruz nos recuerdan que «Para ir a donde no se sabe, hay que ir por donde no se sabe».

EL MAPA INCONSCIENTE

Parece que nuestro Ser interno, ese que batalla en la oscuridad, ese que nos sueña, que anhela y desea no aparece como un camino llano y tranquilo. Ese mapa interno tiene una orografía peculiar, salpicada de vivencias que aún humean como las brasas, con accidentes pronunciados y abismos insondables. En ese mapa hay tesoros y trampas, príncipes y dragones exactamente igual que en los cuentos de hadas. Se encuentran las fuentes más puras y cristalinas y también el hedor de ciénagas insufribles. Todo lo inimaginable reside en el pligue de ese mapa interno, de nuestro Inconsciente.

De alguna manera el Inconsciente es todo eso que no emerge a la superficie de la consciencia, que no se muestra en la vigilia, a la luz de nuestra razón. Y es por eso que es muy difícil su definición porque debajo de esa línea de flotación los perfiles se diluyen en el amplio mar de la vida y nuestro batiscafo sólo puede iluminar, en condiciones especiales, sólo algunas cuevas y algunos salientes. A esa profundidad el silencio y la presión son excesivas.

Ahora bien, entre inmersión e inmersión, a fuerza de perforar y tomar muestras, de poner el oído y escuchar el rugido incesante de la lava que nos recorre nos hemos hecho una idea de lo que hay bajo los pies, de cual es la naturaleza de nuestro inconsciente. Sabemos que esa fuerza de conservación que se pone de manifiesto en las situaciones límites reside en nuestro inconsciente; ese deseo que nos quema y que enciende nuestras pasiones más desaforadas también reside en él; esa sensibilidad a flor de piel que nos regula como un termómetro de alta definición; esa fe que mueve montañas, esa intuición que nos toca como un rayo iluminándonos también reside en lo más profundo. Es la morada de los dioses que inaguran día a día proezas y hazañas, y de los fantasmas descarnados que se cuelan en nuestros miedos e inseguridades; y de la memoria que alterna su alquimia entre el olvido y el recuerdo. El lugar de la energía madre y el poder de toda regeneración. No podríamos dejar de decir que el Inconsciente es la misma vida.

 

EL LABERINTO

Pero la vida es laberíntica, demasiados meandros, demasiada complejidad, demasiados elementos referidos a un Todo inabarcable. Cómo, si no, podríamos digerir los alimentos, mientras el juego de presiones respira por nosotros, al conducir automáticamente nuestro vehículo, en una conversación profunda donde se evocan nuestras vivencias antigüas y no dejamos de admirar la belleza del paisaje. Gracias al inconsciente, gracias a éste hay una necesaria y permanente interacción con el medio, interno y externo.

Pero el Inconsciente está bien donde está, cumple a la perfección su función. Lo que de verdad nos interesa es nuestra relación con él. Nuestra cuestión es la siguiente, ¿y si pudiéramos rescatar un poco más de energía de esa fuente inagotable y sublimarla o transformarla en luz y consciencia, en proceso de individuación?.

Este proceso lo podemos representar en el Laberinto. Éste representa el caos de la vida, los recovecos del inconsciente. El laberinto no representa sólo una construcción complicada de pasadizos en la que es muy difícil encontrar una salida, interminables cruces de senderos que no van a parar a ningún sitio. Al contario, el laberinto es el símbolo del anhelo de encontrar un centro, el encuentro consigo mismo, o en todo caso, el recuerdo de la pérdida de aquél.

Es posible que el laberinto sea un diagrama de las estrellas que no paran de moverse o su reflejo en la tierra, el hacer de los seres humanos. El caos de las estrellas es como la compulsión de nuestros sentimientos, de nuestras ideas locas. También es posible que el laberinto sea una especie de mandala o diagrama concéntrico para captar la atención, para que la mente centrifugada se vacíe de todo lo inservible, preámbulo del encuentro con el centro. Y es posible que prehistóricamente el laberinto representara todo lo que provoca vértigo en el hombre, como el abismo, el fondo del cielo, los tifones de aire, el sexo femenino. Algo misteriosamente atrayente.

En ese laberinto quedaría atrapada la mente, pero también los demonios que populan por nuestras interioiridades. En él, el neófito tendría que esforzarse hasta conseguir su meta, podría templar su espíritu, avivar su voluntad, dejar a izquierda y derecha, los miedos y las vanas esperanzas, lastres del pasado, especulaciones del futuro. Así el laberinto podría ser una prueba iniciática, la lucha con el dragón, la conquista del propio corazón en el mismo vientre del gran intestino. De alguna manera el laberinto representa la gran paradoja de la vida, la verdadera ambigüedad en la que todos estamos. Por un lado el laberinto es la protección del centro sagrado donde aquél que llegue previamente se habrá desembarazado de toda compulsión, de toda ingenuidad, de toda premura para llegar en paz, y por otro, es el mismo inconsciende donde puedes sucumbir al sinsentido. El diálogo entre centro y laberinto nos sugiere la relación entre ego y si-mismo, vida y muerte, tiempo e inmortalidad, inconsciencia y consciencia, deseo y amor, profano y sagrado.

 

MINOTAURO

El mito del Minotauro nos clarifica lo anterior. Minotauro, mitad hombre, mitad toro fruto del encuentro entre el toro de Posidón y la esposa del rey Minos y encerrado por éste en un laberinto con la responsabilidad de pagar un tributo de siete muchachos jóvenes y siete doncellas, representa la victoria de lo inferior. A diferencia del Centauro donde el cuerpo de animal es el soporte del cuerpo humano y éste de su proyección a lo divino, Asterión, el Minotauro es la inversión de toda lógica, la irrupción de las pasiones más bajas a costa de los altos ideales, de lo propiamente humano.El mito estaría incompleto sin la astuta Ariadna con su ovillo para no perderse y la fuerza del amor que hace que su amado Teseo mate al monstruo. De esta manera el Minotauro representa la fuerza viva del laberinto, aquel que le da sentido a sus paredes. El laberinto será cárcel y trampa y el héroe, frecuentemente por amor o misericordia, tendrá que enfrentarse con lo maligno y cumplir su misión.

Así, lo laberíntico en nosotros es la fuerza ciega del deseo, los hábitos automáticos, las compulsiones de nuestros pecados y las obsesiones de nuestras ideas. El Minotauro es el diablo que nos vampiriza en la sombra, que se nutre de nuestra ingenuidad cuando creemos que somos, de verdad, buenas personas. Es nuestra manipulación como símbolo de algo grotesco y es también el fruto de nuestra dependencia de las cosas.

 

LA RUEDA

Por otro lado, la imagen de la Rueda puede ampliar la representación del laberinto. La Rueda es un símbolo solar que indica el movimiento cíclico de la vida, la rueda al igual que la vida gira y gira sin cesar. Una de las caras de la rueda es el movimiento ascendente, el impulso evolutivo, el otro, el descendente o involutivo.

Según uno de los arcanos del Tarot, la Rueda de la Fortuna, el movimiento de ésta está en manos del Destino, la misma Rueda flota en el océano del caos, y los personajes que la rodean se encuentran atados a su movimiento aparente. La imagen es clara, todo sube, todo baja permanentemente. Identificarse con un sólo punto de la rueda, el más alto, donde sentimos el triunfo, es fruto de la ignorancia.

De hecho cada punto está a la misma distancia del centro. El centro es lo único que permanece en equilibrio, su inmovilidad es lo que permite la observación desinteresada de todo lo que acontece. Por eso la Rueda de la Fortuna es una invitación a reencontrar ese centro de vivencia.

 

EL LOCO

Teniendo la conciencia de que el Laberinto y la Rueda significan la obcecación de la vida en reproducirse, el mar inconsciente donde reina la confusión, y sabiendo que su promesa es la de alcanzar el centro, es necesario que aparezca alguien que inicie la búsqueda de aquél. ¿Quién será capaz de lanzarse a la vida, quién se dejará llevar su sus ansias de vivir, quién anhelará ese estado de perfección, de bienaventuranza?. Sabemos que el Loco empieza el camino (del Tarot) con una venda en los ojos y con un animal que le desgarra la vestimenta. Es por tanto, un ser ignorante y escindido

 

Así empezamos el camino. Pero también es cierto que el Loco representa el impulso de vida, de búsqueda de la completitud que le falta. El Loco tendrá que superar diferentes pruebas, enfrentarse con cada uno de los arcanos para reconocer profundamente quien es él. El Loco no tiene número y por tanto alude a lo que no tiene orden, al caos que precede a toda búsqueda. Así es el número cero, otra vez la Rueda, el Laberinto.

 

EL ERMITAÑO

No obstante, la otra cara del búscador la habremos de buscar en el Ermitaño. Éste camina en sentido inverso al Loco. Ya templado el Ermitaño se recoge de todo lo vivido y se dirige en silencio al centro de su corazón donde se encuentran las voces del alma. La soledad le acompaña, para él el gentío es el caos de la vida, la dilución en lo social. Su estrategia es pasar desapercibido y comprender la naturaleza de las cosas. No hay que despertar al Minotauro, a la serpiente sibilina, al dragón de aliento de fuego.

De alguna manera Loco y héroe, y Ermitaño y sabio, son las dos caras de la figura del buscador. Uno se enfrentará con los peligros temibles del mundo, el otro sabrá interpretar las señales invisibles del espíritu. Entre los dos atravesarán los laberintos llenos de trampas, los maleficios y encantamientos. Y rescatarán a la princesa (Amor), encontrarán el tesoro (Energía), o la fórmula mágica (Conciencia).

 

EL CAMINO

Con todo, tendremos que hacer caso a Don Juan cuando le dice a Carlos Castaneda que «cada cosa es un sendero entre un millón. Por lo tanto, tú debes siempre recordar que un sendero es sólo eso: una senda () Todas las sendas son iguales; no conducen a ninguna parte. Son senderos que cruzan el matorral o se internan en el matorral. En mi propia vida puedo afirmar que he recorrido senderos largos, muy largos, pero no he llegado a ninguna parte. La pregunta de mi benefactor tiene ahora sentido. ¿Tiene corazón ese sendero?. Si lo tiene el sendero será bueno. Si no, no sirve.» En este sentido, los caminos no llevan a ninguna parte, si acaso a uno mismo, pero uno ya estaba antes del camino. Lo dijo el poeta, «caminante no hay camino, se hace camino al andar».

Por eso habremos de interpretar el Camino no como algo que nos lleva lejos y que cambia profundamente nuestra naturaleza, sino como algo que forma parte de nosotros. El caminar como un reflejo del proceso dinámico de la vida, del conocer. El Camino como una orientación que centrifuga el caos, como pauta disciplinaria, freno de la inmovilidad y rigideza interior.

Todo camino va por la vida y en cada recodo algo nuevo nos espera. Hay que estar, por tanto, alerta, sin posibilidad de dormirse. Por otro lado, el caminante es aquel que va ligero de equipaje y echa raíces en el cambio permanente. Cada momento es el momento, cada sitio es su casa. Su virtud es el desprendimiento. Walt Whitman diría, «Estoy en camino con mi visión soy un vagabundo en viaje perpétuo».

 

LA FLOR

El Camino no es mas que el indicativo de que empezamos un viaje. Todo lo que suceda será reinterpretado como mensaje, como descubrimiento de lo que somos. Al final del camino volveremos a ser lo que éramos, pero más conscientes, con nuestros horizontes ensanchados. Empezamos el camino con una idea de perfección, una ilusión que nos hizo dar el primer paso. Acabaremos el camino con la pérdida de dicha perfección pues la Iluminación no es mas que la aceptación de todo lo que existe.

El encuentro con uno mismo está simbolizado en Occidente por la rosa y en Oriente por un loto. La flor como apertura, el aroma como esencia. Quizá la impermanencia de la flor, de sus pétalos nos indique que la conciencia de unidad sólo puede vivir en el presente. Tal vez por eso Taisen Deshimaru dijo: «A los que buscáis la Vía, os lo ruego: ¡no perdáis el momento presente!».

Los símbolos se engranan para formar procesos definidos. Del deseo de búsqueda al encuentro, del enfrentamiento con la Sombra al reconocimiento de nuestra compulsión. Enfangarse en el caos para recoger una flor. Y vuelta a empezar.

Julián Peragón