Simbología: La Trimurti

 

El número tres es sagrado en todas las religiones. Tres son las formas del Fuego: el Sol en el Cielo, el Relámpago en el Aire y el fuego del sacrificio en la Tierra. Los maniqueos dividían el tiempo en tres momentos: el anterior, cuando el mundo no existía aún, el medio, en el que se debatían la Luz y la Tinieblas y el posterior, con la ocupación definitiva de la Luz. Los sumerios organizaron son panteón alrededor de tres dioses: An, el Cielo; Enlil, el Viento; y Nin-ur-Sag, la Montaña. Los asirios estaba regidos por una trinidad: Assur, Anu e Ishtar. Entre los fenicios se veneraba a la trinidad compuesta por El, Astarté y Baal. El Dios cristiano toma tres formas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Mahâbhârata dice: «lo trino es perfecto».

Bajo el nombre de Trimûrti se designa las tres deidades más importantes del panteón hindú, asumiendo la función de la Creación (Brahma), de la Conservación (Vishnu) y de la Destrucción (Shiva) de todo el mundo fenoménico.

Anteriormente a la aparición de la Trimûrti no es posible designar el culto de la India bajo la denominación de hindú. Hasta aquel momento, la religión india había sido primero védica y luego brahmánica, en la que su divinidad principal, el Ser Superior, era Brahma; pero a raíz de la aparición del Siddharta Gautama (siglo V a. JC.), el Buda, y de predicar una doctrina que alcanzó una gran popularidad en el siglo III a.JC., durante el reinado de Asôka, los brahmanes notaron un enfriamiento entre sus adeptos en beneficio de la nueva religión. Así, fueron ellos mismos los que crearon dos ramas heréticas de su propio culto, centrándolas en dos divinidades antiquísimas y, hasta entonces, escasamente importantes.

A Brahma le redujeron su cometido asignándole exclusivamente la labor de la Creación; Vishnu, considerado entre las tribus arias como uno de los doce Âdityas, asumió la función de la Conservación de los mundos; y Shiva, que había sido adorado bajo el nombre de Rudra como dios de la tormentas por los primitivos habitantes de la cuenca del río Indo, le reservaron la función de la Destrucción, pero bajo un matriz doble, ya que nada se destruye sino que se transforma para aparecer bajo otra forma, así Shiva es el dios destructor y a la vez fecundador.

En muchas ocasiones se invoca a la trinidad hindú en conjunto, bajo la sílaba sagrada AUM, pero cada uno de ellos conserva su culto independiente en la India.

Brahma, a pesar de ser el origen, es quizá el menos favorecido por los seguidores, tal vez porque su labor creadora es un episodio concluido, ya que las nuevas formas que pudieran aparecer en el mundo son debidas a la labor fecundadora de Shiva.

Vishnu es mucho más popular, estando su culto muy divulgado en la India y su éxito tan sólo se ve eclipsado por las personalidades de los dos héroes míticos, Râma y Krishna, que no son sino el mismo Vishnu reencarnado sobre la tierra para defenderla del Mal.

El culto a Shiva también está muy extendido en la India, pero muchas veces se adora su atributo, el lingam, el símbolo fálico, exponente de su labor fecundadora, invocado por cuantas mujeres desean ser madres.

La tradición presenta una disputa entre los dioses deliberando cual de los tres sería el mejor o el más digno de adoración, pero como no llegasen a un acuerdo, comisionaron al sabio Bhrigu para que fuera a averiguarlo. En primer lugar, Bhrigu se dirigió al monte Meru, residencia de Brahma, al que no saludó como era debido, el dios le reprendió pero no llegó a enfadarse y aceptó las excusas del sabio perdonándole después. Luego se encaminó a la morada de Vishnu, pero como la de Shiva le quedase de paso entró a verle comportándose de la misma forma que había puesto en práctica con Brahma. Shiva, indignado, estuvo a punto de reducirle a cenizas si el sabio no hubiera estado pronto a excusarse con buenas maneras y súplicas. Por fin fue a ver a Vishnu que estaba durmiendo, y como no le servía la estrategia empleada con los otros, le despertó dándole una fuerte patada en el estómago. El dios, lejos de enfadarse, se incorporó y le preguntó si se había hecho daño en el pie. Así conoció Bhrigu al más poderoso de los dioses, cuyas armas son la bondad y la generosidad.

Por Susana Ávila




Simbolismo: Pájaro y Cielo

Hay miles de aves, cada una con su peculiaridad simbólica aunque lo característico de los pájaros es su vuelo. Esa capacidad de remontarse por encima de las cosas y los seres le hace ser un buen soporte del vuelo del alma. El pájaro y el alma transmiten esa ligereza apta para ser mensajeros de lo divino. En el cielo no hay caminos trazados por eso el vuelo del pájaro es (aparentemente) libre.

Bastan dos alas para iniciar el vuelo. En verdad, el vuelo humano es más complejo y necesitamos, tal vez, unas alas más grandes. Hay alas postizas como las de Ícaro pegadas con la cera de las abejas en el interior del laberinto del Minotauro, en cambio, las alas verdaderas tienen que surgir de una profunda intuición, fe y confianza ante la existencia. Es el vuelo del místico el que se remonta por encima de las contradicciones de la vida cotidiana y desde las «alturas» poder discernir lo esencial de lo anecdótico, de la misma manera que el águila, reina de los cielos, divisa la globalidad del territorio y focaliza aquello que busca.

El lenguaje de los pájaros es ininteligible para la conciencia ordinaria, pero si escuchamos en quietud, su canto nos habla de libertad y de celebración de la vida que se ilumina cada amanecer. La belleza de su trino y gorjeo nos habla de juego y deseo, pero también de simplicidad. Podríamos decir que los humanos somos muy pesados y no aptos para el vuelo. Demasiadas cosas, demasiadas normas y demasiadas creencias enrarecen la realidad impidiéndonos apreciar lo esencial de la vida.

Cuando nosotros miramos hacia delante vemos cosas pero los pájaros ven el espacio entre ellas por donde tienen la libertad de volar.

Por Julián Peragón




Simbolismo: Camino y Montaña

Dice el refrán oriental que los caminos fáciles no llevan lejos. El Camino es, por tanto, el símbolo del caminante que se adentra en un territorio, de entrada, desconocido. Sendero que le reta, que le puede sorprender y también provocar innumerables miedos. Basta cuestionar lo conocido, lo que nos han inculcado sin ningún tipo de cuestionamiento para convertirnos en buscadores.

Y empezamos a buscar mucho antes de saber lo que buscamos, antes también de haber adquirido las herramientas mínimas para situarnos en el territorio. Empezamos a caminar porque nos apasionamos y porque nos asfixiamos en el entorno grupal y social donde las ideas son fijas y las leyes inamovibles. Caminamos, en definitiva, para no volvernos locos. Pero como diría el poeta: caminante no hay camino… En realidad es nuestro paso el que configura una línea vital que se demostrará con el tiempo precisa o imprecisa y que, sin duda, marcará el carácter de nuestro destino.

El Yoga moderno que se ha divulgado tiene técnica pero cojea cuando busca orientación. Únicamente el compromiso sincero con una práctica nos hace buscadores de un estado de plenitud y libertad y eso requiere intención de la misma manera que el buen caminante sigue su trayecto llueva o haga sol, pendiente abajo o con cuesta pronunciada. El camino del Yoga es avanzar progresivamente, de forma inteligente, a través de los obstáculos e imponderables que seguramente aparecerán en el camino.

De ahí que, al hablar del camino, pensemos también en subir la cumbre de una montaña. Muchísimas de ellas a lo largo del orbe están consideradas como espacios sagrados tal vez porque sus cimas son capaces de acariciar el cielo. Sagradas por el aire puro y la grandiosidad del horizonte que se contempla. Montañas donde el pensamiento mágico situaban a los dioses pero que son, para nosotros, el premio de un esfuerzo a la escalada.

La montaña es el eje del mundo y nos recuerda que tenemos muchas aristas para llegar a la misma cima. Podemos ir por la cara norte o por la sur, en vertical o serpenteando a través de sus laderas. El camino y la montaña vuelven a dialogar, aquél es orientación y ésta la meta, meta que se descubre, sorprendentemente, parte de mismo camino pues la cumbre hay que descenderla. En realidad la montaña era una ficción pues el camino jamás acaba ya que vive en la suela de nuestros zapatos.

Por Julián Peragón




Simbolismo: Rueda y Centro

 

A diferencia del círculo al que representamos en en plano fijo, la Rueda remite al movimiento pues gira como el cielo que vemos pasar, como el Sol que vuelve cada día, durante todo el año. A veces se ha representado al Sol como una rueda de fuego brillando en el azul cielo, otras se ha segmentado la rueda en cuatro partes que simbolizaban las estaciones o doce porciones cada una vinculada con las casas zodiacales.

La rueda gira como la vida y nos recuerda a la Fortuna que como una ruleta que gira reparte la buena (o mala) suerte. También el samsara en la filosofía hinduista y budista se representa como una rueda que gira y gira de forma ilusoria generando sufrimiento.

Parece que todos (menos la persona sabia) estamos atados (identificados) con las situaciones que vivimos en esa circunferencia que dibuja la rueda. A menudo las circunstancias en la superficie de esa rueda en movimiento nos elevan hasta el poder, el éxito, la fama o la riqueza, pero la rueda gira inexorablemente y, tarde o temprano, nos encontraremos también con la impotencia, el fracaso, el anonimato o la pobreza.

No nos damos cuenta que todos los puntos de esa rueda están a la misma distancia del Centro. Las situaciones buenas o malas, alegres o tristes, fáciles o difíciles tienen la misma potencialidad de aportar consciencia, a menos que se conviertan en  losas pesadas que nos aplastan. El movimiento de la rueda nos recuerda que todo es impermanente y que, todo va y viene, como un eterno retorno. Así podemos comprender que cada punto de la rueda tiene un radio que lo conecta con el centro.

En el centro de la rueda hay quietud desde el que poder contemplar la globalidad de nuestra vida. Ese centro es nuestro hogar, donde percibimos la esencia y se expresa nuestro Yo profundo, precisamente el que le da sentido a todo lo que vivimos. Es, por seguir con el símbolo, desde el punto central que construimos el perímetro de la rueda.

No cabe duda de que debe existir un diálogo entre periferia y centro. Quedarse en la periferia, como es habitual, es la forma más directa de «perderse», de vivir una vida que no es propia sino inventada, condicionada y reactiva. Pero también es cierto que retirarse a ese centro en soledad y quietud, ajeno al mundo, puede convertirse en un refugio lleno de miedo y fantasías. La Rueda nos invita a fluir con la superficie sin perder el centro, estar en la forma contemplada desde lo más nuclear, intentando humildemente mantener el equilibrio.

 

Por Julián Peragón

 




Simbolismo: Sol y Corazón

Gran parte de las religiones que han pervivido hoy en día fueron, en su tiempo, religiones paganas que adoraban al sol. Y no es para menos, el sol es nuestra fuente de luz, calor y alimento porque toda verdura y todo animal (herbívoro) que comemos se alimenta del sol.
Las fiestas de Navidad, Pascua, San Juan, fiestas de la cosecha coinciden con los solsticios y equinoccios que marca el Sol en su recorrido anual (es decir, la Tierra desde la perspectiva heliocéntrica). El Sol, como todos sabemos, es el centro de nuestro sistema planetario, es el astro el que marca el ritmo de nuestra vida.
Hay algo extraordinario en el Sol, como en cualquier estrella. Su luz y calor son fruto de una combustión. Literalmente el Sol se quema día a día y por eso, morirá como estrella tarde o temprano, aunque todavía falten muchos millones de años.
Desde esta perspectiva, el símbolo es evidente. Vivir implica “quemarse”, combustionarse hasta terminar agotados. Morir, de alguna manera, habiéndolo dado todo. Muy al contrario de aquel que calcula en sus actos, busca el mínimo esfuerzo, escaquea el bulto y hace lo mínimo para ir tirando.
Como el Sol es centro de un sistema, remite a este otro centro que está en nosotros y que es el corazón. El corazón late (brilla) desde que estamos en el vientre materno hasta que expiramos por última vez.
A diferencia de la Luna, siempre cambiante, el Sol se mantiene fiel a sí mismo sin ninguna modificación en su redondez. No obstante, es cierto que de tanto en tanto el Sol es eclipsado por la Luna al igual que nuestro corazón se ve amordazado o reprimido por nuestras razones o nuestros instintos.
Conectar con el corazón es conectar con el asiento del alma, generosa y compasiva. Así el corazón es fuente pero también mediador entre arriba y abajo, izquierda y derecha, delante y detrás, esto es, puente entre lo público y lo privado, la fuerza y la sensibilidad, la resistencia y el impulso, etc.
Volver al corazón es volver al centro de uno mismo y descubrir nuestras motivaciones profundas.

Por Julián Peragón




Simbolismo: Ola y Mar

 

El mar y el océano es ancho y profundo, y nos recuerda aquello que entendemos por infinito. De hecho, el misterio es tan abismal como el mismo océano. ¿Qué somos nosotros delante del misterio? Probablemente una gota de agua.
La ola viene y va y nos recuerda que, al igual que nuestra respiración, somos ritmo, un compás de vida hecho de pequeños y grandes ritmos entrelazados. La ola nos recuerda también que somos llevados por el viento, o por muchos factores de los cuales la mayoría son desconocidos. ¿Sabríamos discernir en un sola respiración lo que corresponde a la postura, al acortamiento muscular, a la química de la sangre, al estado emocional o a la marca de la genética? La vida es compleja, sin duda.
La metáfora de la ola es interesante porque refleja la sensación de individualidad. La ola se sueña libre en la cresta pero no se da cuenta que sin la profundidad del océano no sería nada.
Somos, por así decir, infinitud que se concreta en un instante, en una forma, pero, claro está, la ola deviene impermanente pues tarde o temprano se deshará o chocará contra la roca estallando en mil gotas.
Todo esto nos lleva a entender mejor el simbolismo del agua. Ésta se adapta perfectamente a cualquier continente. Abraza la cosa rodeándola o sumergiéndola. Y siempre busca la profundidad, se cuela por las rendijas más insospechadas. Esa búsqueda de la profundidad, despierta o dormida, también está en el ser humano. Somos mayoritariamente agua, tenemos un cuerpo sensible que capta las energías y las vibraciones que nos llegan. Seguramente no tardaremos en entender que el agua, la de dentro y la de fuera, es sagrada.

Por Julián Peragón

Foto de Silas Baisch en Unsplash




Simbolismo: Perla y Arena

 

En el fondo del mar, debajo de una cueva: una ostra. Y dentro, tal vez, una perla pues no todas las ostras están preñadas de ellas.
Consideramos, desde una perspectiva cultural, que la perla redonda, suave, brillante de nácar… es un tesoro. Pero no todo el mundo sabe que en el interior de la perla existe un grano de arena.
Grano irritante, irregular e incómodo que la ostra pacientemente lame y lame hasta quitarle todas las aristas, hasta dejarla sedosa de tantas capas de nácar que logra lamer.
Sin embargo, lo que para la ostra es un incordio y para el humano algo casi invisible y despreciable, visto a la luz de un microscopio, un grano de arena parece una piedra preciosa. Una preciosidad que tiene en su seno la misma eternidad. Grano de arena que ha recorrido infinitas veces el desierto, que ha surfeado las orillas de los mares, recorrido los ríos, despeñado de altas montañas, sumergido en las profundidades marina y así, siguiendo la misma evolución.
Por eso podemos decir que arena y ostra son circunstancias en el camino para nuestra alma. De entrada pareciera que las situaciones con las que batallamos son buenas o malas, pero si el alma deviene sabia entiende perfectamente que dichas circunstancias son neutras, puro potencial de conocimiento, oportunidad de crecimiento interior.
La sabiduría interior sabe convertir la incómoda arena en una perla preciosa aunque esto requiera esfuerzo, paciencia y tal vez sufrimiento.

Por Julián Peragón




Simbolismo: Estrella y Cielo

 

Cuando el Sol desaparece los navegantes necesitan conocer las estrellas para orientarse. Sin embargo, a ras de suelo, el hecho de mirar el cielo estrellado ya indica un primer movimiento de levantarse por encima de lo mundano, inmediato y cotidiano.
Siempre estamos rodeados de estrellas pero la luz del Sol, tan potente, las oculta, necesitamos pues la negrura de la noche para percibir la sutileza de sus luces. A veces parece recordarnos que la potencia de nuestra razones no nos deja percibir nuestras intuiciones.
Si proyectamos en perpendicular la linea de nuestros pies cuando estamos derechos nos daremos cuenta que, esa proyección, coincide en el centro de la Tierra. Como si nos quisiera decir que todos los humanos pertenecemos a una misma raza, a una misma cepa, a una misma archiabuela. Sin embargo, al proyectar la perpendicular desde nuestras cabeza cada persona se encontrará con una estrella diferente entre los cientos de millones de estrellas que hay en nuestra galaxia. El simbolismo es claro, partimos de un tronco común pero cada destino es único e irrepetible, cada camino trazado de nuestra vivencia es completamente original. La estrella simboliza ese destino.
En el Tarot de Marsella, el arcano de La Estrella nos habla del alma: una señora desnuda, arrodillada y regando con dos jarros, símbolos de desnudez, humildad y generosidad. Un pájaro negro a punto de iniciar el vuelo nos recuerda que el alma es aquello en nosotros que sobrevuela por encima de lo inmediato y rutinario. No obtante, el símbolo que nos interesa es precisamente la gran estrella que está sobre su cabeza. Supuestamente es Venus, una estrella errante para los antiguos, diosa de la belleza y del amor. Ese alumbramiento nos sugiere que el alma, eso tan nuclear en uno mismo se alimenta de armonía y verdadero amor, de lo contrario nuestra alma se seca y se siente exiliada.

Por Julián Peragón




Simbolismo: Semilla y Fruto

Una semilla es tan pequeña que a menuda la desechamos por insignificante. Todas ellas con muy pocas variaciones pero con una diferenciación en su floración impresionante. Sin embargo, todos acertaríamos a reconocer la gran potencialidad de cualquier semilla que puede convertirse en una flor multicolor o un árbol frondoso.
¿Qué necesita una semilla para convertirse en un árbol? ¿y qué, una persona para desarrollarse? Lo que en la semilla es tierra fértil, agua, calor y aire… es en nosotros, disciplina anhelo, voluntad, apasionamiento o compromiso.
El desarrollo de la semilla es su camino “espiritual”, en parte depende de las circunstancias externas, pero también de la calidad de la semilla. Ésta nos recuerda que es necesario florecer.
Sin duda, todo en el árbol apunta al fruto, sin el cual no podría reproducirse. Podríamos decir que el fruto es la esencia del árbol, y además, no es para él (valga el simbolismo), sino para una nueva vida.
El fruto cuando está maduro cae y el árbol no lo retiene pues se llegaría a pudrir. El fruto se convierte así en desapego. Un dejar que la vida se renueva.
Hay, no obstante, una paradoja en el fruto, desde la perspectiva de nuestra conciencia ordinaria. La pulpa del fruto, carnosa y sabrosa que es (lógicamente) la que nos comemos no es lo esencial sino el hueso, donde está contenido la información germinal. Es como si nos dijera que lo esencial hay que buscarlo en lo interior, en la parte más dura y seca del fruto.
Un árbol cargado de frutos se inclina, “humilde” como los sabios llenos de tesoros del conocimiento pero libres de soberbia.

Por Julián Peragón

Foto de Fumiaki Hayashi en Unsplash




Simbolismo: el Buscador

 

El punto de partida del caminante es el que está perdido y no sabe, de entrada, a dónde va. El vértigo de la existencia reside en cada uno de nosotros, es como un vórtice que aspira con fuerza y tienta de engullirnos. Para no ser tragados construimos andamiajes vitales, flotadores emocionales y grúas mentales para no perder una forma identificable, para poder actuar a lo largo y ancho de este mundo sin perder los papeles, pero bajo el andamiaje del ego el bravo mar corroe las falsas seguridades.

Somos como un ciego que teme quitarse el vendaje y ver la realidad, preferimos, en todo caso, no sacarnos las anteojeras porque el camino recto es más seguro. El sopor del sueño mitiga la cruda realidad, las fantasías y los deseos ponen colorines y distraen del tedio vital. No queremos despertar. En nuestra locura nos aferramos a una cordura ciega por temor a que los delirios escampen nuestros secretos a los cuatros vientos y por eso amordazamos también al único cuerdo al que llamamos loco. Permanecemos voluntariamente ignorantes porque hacerse sabio es asumir responsabilidades, es más tranquilizador echarle la culpa al vecino, más ventajoso hacerse la víctima, más cómodo escurrir el bulto y más fácil mirar hacia otro lado.

La neurosis es un pacto con el diablo, uno prefiere vivir tranquilo en una pequeña habitación segurizante aunque tenga que cerrar todas las ventanas para no escuchar los quejidos de la habitación de al lado. Sólo cuando uno descubre que estar ciego y dormido, permanecer ignorante y locamente cuerdo no nos lleva a la felicidad, sólo cuando el tiovivo del mundo te ha desilusionado con sus cantos de sirena te atreves a dar un paso hacia lo desconocido, y en esa primera pisada con fuerza está la realización de todo el camino. Nunca podrás ya olvidar que hay un camino liberador, un camino que transforma a medida que dejas las pieles gastadas, a medida que dejas las seguridades viejas, las certezas omnipotentes y acepta que la vida es pura impermanencia.

Y justo cuando has dado el segundo paso, cuando enfilas el camino con fuerza aparece la gran paradoja. El buscador es lo buscado. Cualquier cosa que encuentres en el camino, buena, mala o regular, todo tesoro, toda experiencia extraordinaria sentirás que has fracasado porque lo que obtengas no eres tú. Tú eres el que busca, y tú no te puedes encontrar de la misma manera que el ojo no se puede ver a sí mismo. El ojo es el que ve. El Testigo es el que testimonia, el Vidente ve, el Alma asiente, el Espíritu permanece fiel a sí mismo. No hay nada que buscar porque la acción de buscar nos desplaza fuera de nosotros mismos. Tal vez por eso todo camino no es más que un espejo a través del cuál percibimos, si se puede decir de esta manera, al ser, al igual que el ojo se ve a sí mismo a través de un reflejo.

Julián Peragón