Enfermedad y síntomas

CAPÍTULO 1

 

El entendimiento humano
no puede aprehender la verdadera enseñanza.
Pero cuando dudéis
y no entendáis
gustosamente
dialogaré con vosotros.

YOKA DAISI SHODOKA

 

 

Vivimos en una época en la que la medicina continuamente ofrece al asombrado profano nuevas soluciones, fruto de unas posibilidades que rayan en lo milagroso. Pero, al mismo tiempo, se hacen más audibles las voces de desconfianza hacia esta casi omnipotente medicina moderna. Es cada día mayor el número de los que confían más en los métodos, antiguos o modernos, de la medicina naturista o de la medicina homeopática, que en la archicientífica medicina académica. No faltan los motivos de crítica —efectos secundarios, mutación de los síntomas, falta de humanidad, costes exorbitantes y otros muchos— pero más interesante que los motivos de crítica es la existencia de la crítica en sí, ya que, antes de concretarse racionalmente, la crítica responde a un sentimiento difuso de que algo falla y que el camino emprendido, a pesar de que la acción se desarrolla de forma consecuente, o precisamente a causa de ello, no conduce al objetivo deseado. Esta inquietud es común a muchas personas, entre ellas no pocos médicos jóvenes. De todos modos, la unanimidad se rompe cuando de proponer alternativas se trata. Para unos la solución está en la socialización de la medicina, para otros, en la sustitución de la quimioterapia por remedios naturales y vegetales. Mientras unos ven la solución de todos los problemas en la investigación de las radiaciones telúricas, otros propugnan la homeopatía. Los acupuntores y los investigadores de los focos abogan por desplazar la atención del plano morfológico al plano energético de la fisiología. Si contemplamos en su conjunto todos los esfuerzos y métodos extraacadémicos, observamos, además de una gran receptividad para toda la diversidad de métodos, el afán de considerar al ser humano en su totalidad como ente físico–psíquico. Ya para nadie es un secreto que la medicina académica ha perdido de vista al ser humano. La superespecialización y el análisis son los conceptos fundamentales en los que se basa la investigación, pero estos métodos, al tiempo que proporcionan un conocimiento del detalle más minucioso y preciso, hacen que el todo se diluya.

Si prestamos atención al animado debate que se mantiene en el mundo de la medicina, observamos que, generalmente, se discute de los métodos y de su funcionamiento y que, hasta ahora, se ha hablado muy poco de la teoría o filosofía de la medicina. Si bien es cierto que la medicina se sirve en gran medida de operaciones concretas y prácticas, en cada una de ellas se expresa —deliberada o inconscientemente— la filosofía determinante. La medicina moderna no falla por falta de posibilidades de actuación sino por el concepto sobre el que —a menudo implícita e irreflexivamente— basa su actuación. La medicina falla por su filosofía o, más exactamente, por su falta de filosofía. Hasta ahora, la actuación de la medicina responde sólo a criterios de funcionalidad y eficacia; la falta de un fondo le ha valido el calificativo de «inhumana». Si bien esta inhumanidad se manifiesta en muchas situaciones concretas y externas, no es un defecto que pueda remediarse con simples modificaciones funcionales. Muchos síntomas indican que la medicina está enferma. Y tampoco esta «paciente» puede curarse a base de tratar los síntomas. Sin embargo, la mayoría de críticos de la medicina académica y propagandistas de formas de curación alternativas asumen automáticamente el criterio de la medicina académica y concentran todas sus energías en la modificación de las formas (métodos).

En este libro, nos proponemos ocuparnos del problema de la enfermedad y la curación. Pero nosotros no nos atenemos a los valores consabidos y que todos consideran indispensables. Desde luego, ello hace nuestro propósito difícil y peligroso, ya que comporta indagar sin escrúpulos en terreno considerado vedado por la colectividad. Somos conscientes de que el paso que damos no será el que vaya a dar la medicina en su desarrollo. Nosotros, con nuestro planteamiento, nos saltamos muchos de los pasos que ahora aguardan a la medicina, la perfecta comprensión de los cuales ha de dar la perspectiva necesaria para asumir el concepto que se presenta en este libro. Por ello, con esta exposición no pretendemos contribuir al desarrollo de la medicina en general sino que nos dirigimos a esos individuos cuya visión personal se anticipa un poco al (un tanto premioso) ritmo general.

Los procesos funcionales nunca tienen significado en sí. El significado de un hecho se nos revela por la interpretación que le atribuimos. Por ejemplo, la subida de una columna de mercurio en un tubo de cristal carece de significado hasta que interpretamos este hecho como manifestación de un cambio de temperatura. Cuando las personas dejan de interpretar los hechos que ocurren en el mundo y el curso de su propio destino, su existencia se disipa en la incoherencia y el absurdo. Para interpretar una cosa hace falta un marco de referencia que se encuentre fuera del plano en el que se manifiesta lo que se ha de interpretar. Por lo tanto, los procesos de este mundo material de las formas no pueden ser interpretados sin recurrir a un marco de referencia metafísico. Hasta que el mundo visible de las formas «se convierte en alegoría» (Goethe) no adquiere sentido y significado para el ser humano. Del mismo modo que la letra y el número son exponentes de una idea subyacente, todo lo visible, todo lo concreto y funcional es únicamente expresión de una idea y, por lo tanto, intermediario hacia lo invisible. En síntesis podemos llamar a estos dos campos forma y contenido. En la forma se manifiesta el contenido que es el que da significado a la forma. Los signos de escritura que no transmiten ideas ni significado resultan tontos y vacíos. Y esto no lo cambiará el análisis de los signos, por minucioso que sea. Otro tanto ocurre en el arte. El valor de una pintura no reside en la calidad de la tela y los colores; los componentes materiales del cuadro son portadores y transmisores de una idea, una imagen interior del artista. El lienzo y el color permiten la visualización de lo invisible y son, por lo tanto, expresión física de un contenido metafísico.

Con estos sencillos ejemplos hemos intentado explicar el método que se sigue en este libro para la interpretación de los temas de enfermedad y curación. Nosotros abandonamos explícita y deliberadamente el terreno de la «medicina científica». Nosotros no tenemos pretensiones de «científicos», ya que nuestro punto de partida es muy distinto. La argumentación o la crítica científica no serán, pues, objeto de nuestra consideración. Nos apartamos deliberadamente del marco científico porque éste se limita precisamente al plano funcional y, por ello impide que se manifieste el significado. Esta exposición no se dirige a racionalistas y materialistas declarados, sino a aquellas personas que estén dispuestas a seguir los senderos tortuosos y no siempre lógicos de la mente humana. Serán buenos compañeros para este viaje por el alma humana un pensamiento ágil, imaginación, ironía y buen oído para los trasfondos del lenguaje. Nuestro empeño exige también tolerancia a las paradojas y la ambivalencia, y excluye la pretensión de alcanzar inmediatamente la unívoca iluminación, mediante la destrucción de una de las opciones.

Tanto en medicina como en el lenguaje popular se habla de las más diversas enfermedades. Esta inexactitud verbal indica claramente la universal incomprensión que sufre el concepto de enfermedad. La enfermedad es una palabra que sólo debería tener singular; decir enfermedades, en plural, es tan tonto como decir saludes. Enfermedad y salud son conceptos singulares, por cuanto que se refieren a un estado del ser humano y no a órganos o partes del cuerpo, como parece querer indicar el lenguaje habitual. El cuerpo nunca está enfermo ni sano ya que en él sólo se manifiestan las informaciones de la mente. El cuerpo no hace nada por sí mismo. Para comprobarlo, basta ver un cadáver. El cuerpo de una persona viva debe su funcionamiento precisamente a estas dos instancias inmateriales que solemos llamar conciencia (alma) y vida (espíritu). La conciencia emite la información que se manifiesta y se hace visible en el cuerpo. La conciencia es al cuerpo lo que un programa de radio al receptor. Dado que la conciencia representa una cualidad inmaterial y propia, naturalmente, no es producto del cuerpo ni depende de la existencia de éste.

Lo que ocurre en el cuerpo de un ser viviente es expresión de una información o concreción de la imagen correspondiente (imagen en griego es eidolon y se refiere también al concepto de la «idea»). Cuando el pulso y el corazón siguen un ritmo determinado, la temperatura corporal mantiene un nivel constante, las glándulas segregan hormonas y en el organismo se forman anticuerpos. Estas funciones no pueden explicarse por la materia en sí, sino que dependen de una información concreta, cuyo punto de partida es la conciencia. Cuando las distintas funciones corporales se conjugan de un modo determinado se produce un modelo que nos parece armonioso y por ello lo llamamos salud. Si una de las funciones se perturba, la armonía del conjunto se rompe y entonces hablamos de enfermedad.

Enfermedad significa, pues, la pérdida de una armonía o, también, el trastorno de un orden hasta ahora equilibrado (después veremos que, en realidad, contemplada desde otro punto de vista, la enfermedad es la instauración de un equilibrio). Ahora bien, la pérdida de armonía se produce en la conciencia, en el plano de la información, y en el cuerpo sólo se muestra. Por consiguiente, el cuerpo es vehículo de la manifestación o realización de todos los procesos y cambios que se producen en la conciencia. Así, si todo el mundo material no es sino el escenario en el que se plasma el juego de los arquetipos, con lo que se convierte en alegoría, también el cuerpo material es el escenario en el que se manifiestan las imágenes de la conciencia. Por lo tanto, si una persona sufre un desequilibrio en su conciencia, ello se manifestará en su cuerpo en forma de síntoma. Por lo tanto, es un error afirmar que el cuerpo está enfermo —enfermo sólo puede estarlo el ser humano—, por más que el estado de enfermedad se manifieste en el cuerpo como síntoma. (¡En la representación de una tragedia, lo trágico no es el escenario sino la obra!)

Síntomas hay muchos, pero todos son expresión de un único e invariable proceso que llamamos enfermedad y que se produce siempre en la conciencia de una persona. Sin la conciencia, pues, el cuerpo no puede vivir ni puede «enfermar». Aquí conviene entender que nosotros no suscribimos la habitual división de las enfermedades en somáticas, psicosomáticas, psíquicas y espirituales. Esta clasificación sirve más para impedir la comprensión de la enfermedad que para facilitarla.

Nuestro planteamiento coincide en parte con el modelo psicosomático, aunque con la diferencia de que nosotros aplicamos esta visión a todos los síntomas sin excepción. La distinción entre «somático» y «psíquico» puede referirse, a lo sumo, al plano en el que el síntoma se manifiesta, pero no sirve para ubicar la enfermedad. El antiguo concepto de las enfermedades del espíritu es totalmente equívoco, dado que el espíritu nunca puede enfermar: se trata exclusivamente de síntomas que se manifiestan en el plano psíquico, es decir, en la conciencia del individuo.

Aquí trataremos de trazar un cuadro unitario de la enfermedad que, a lo sumo, sitúe la diferenciación «somático» / «psíquico» en el plano de la manifestación del síntoma que predomine en cada caso.

Con la diferenciación entre enfermedad (plano de la conciencia) y síntoma (plano corporal) nuestro examen se desplaza del análisis habitual de los procesos corporales hacia una contemplación hoy insólita del plano psíquico. Por lo tanto, actuamos como un crítico que no trata de mejorar una mala obra teatral analizando y cambiando los decorados, el atrezzo y los actores, sino que contempla la obra en sí.

Cuando en el cuerpo de una persona se manifiesta un síntoma, éste (más o menos) llama la atención interrumpiendo, con frecuencia bruscamente, la continuidad de la vida diaria. Un síntoma es una señal que atrae atención, interés y energía y, por lo tanto, impide la vida normal. Un síntoma nos reclama atención, lo queramos o no. Esta interrupción que nos parece llegar de fuera nos produce una molestia y desde ese momento no tenemos más que un objetivo: eliminar la molestia. El ser humano no quiere ser molestado, y ello hace que empiece la lucha contra el síntoma. La lucha exige atención y dedicación: el síntoma siempre consigue que estemos pendientes de él.

Desde los tiempos de Hipócrates, la medicina académica ha tratado de convencer a los enfermos de que un síntoma es un hecho más o menos fortuito cuya causa debe buscarse en los procesos funcionales en los que tan afanosamente se investiga. La medicina académica evita cuidadosamente la interpretación del síntoma, con lo que destierra tanto al síntoma como a la enfermedad al ámbito de lo incongruente. Con ello, la señal pierde su auténtica función; los síntomas se convierten en señales incomprensibles.

Vamos a poner un ejemplo: un automóvil lleva varios indicadores luminosos que sólo se encienden cuando existe una grave anomalía en el funcionamiento del vehículo. Si, durante un viaje, se enciende uno de los indicadores, ello nos contraría. Nos sentimos obligados por la señal a interrumpir el viaje. Por más que nos moleste parar, comprendemos que sería una estupidez enfadarse con la lucecita; al fin y al cabo, nos está avisando de una perturbación que nosotros no podríamos descubrir con tanta rapidez, ya que se encuentra en una zona que nos es «inaccesible». Por lo tanto, nosotros interpretamos el aviso de la lucecita como recomendación de que llamemos a un mecánico que arregle lo que haya que arreglar para que la lucecita se apague y nosotros podamos seguir viaje. Pero nos indignaríamos, y con razón, si, para conseguir este objetivo, el mecánico se limitara a quitar la lámpara. Desde luego, el indicador ya no estaría encendido –y eso es lo que nosotros queríamos–, pero el procedimiento utilizado para conseguirlo sería muy simplista. Lo procedente es eliminar la causa de que se encienda la señal, no quitar la bombilla. Pero para ello habrá que apartar la mirada de la señal y dirigirla a zonas más profundas, a fin de averiguar qué es lo que no funciona. La señal sólo quería avisarnos y hacer que nos preguntáramos qué ocurría.

Lo que en el ejemplo era el indicador luminoso, en nuestro tema es el síntoma. Aquello que en nuestro cuerpo se manifiesta como síntoma es la expresión visible de un proceso invisible y con su señal pretende interrumpir nuestro proceder habitual, avisarnos de una anomalía y obligarnos a hacer una indagación. También en este caso, es una estupidez enfadarse con el síntoma y, absurdo, tratar de suprimirlo impidiendo su manifestación. Lo que debemos eliminar no es el síntoma, sino la causa. Por consiguiente, si queremos descubrir qué es lo que nos señala el síntoma, tenemos que apartar la mirada de él y buscar más allá.

Pero la medicina académica es incapaz de dar este paso, y en esto radica su problema: se deja fascinar por los síntomas. Por ello, equipara síntomas y enfermedad, es decir, no puede separar la forma del contenido. Por ello, no se regatean los recursos de la técnica para tratar órganos y partes del cuerpo, mientras se descuida al individuo que está enfermo. Se trata de impedir que aparezcan los síntomas, sin considerar la viabilidad ni la racionalidad de este propósito. Asombra ver lo poco que el realismo consigue frenar la frenética carrera en pos de este objetivo. A fin de cuentas, desde la llegada de la llamada moderna medicina científica, el número de enfermos no ha disminuido ni en una fracción del uno por ciento. Ahora hay tantos enfermos como hubo siempre —aunque los síntomas sean otros—. Esta cruda verdad es disfrazada con estadísticas que se refieren sólo a unos grupos de síntomas determinados. Por ejemplo, se pregona el triunfo sobre las enfermedades infecciosas, sin mencionar qué otros síntomas han aumentado en importancia y frecuencia durante el mismo período.

El estudio no será fiable hasta que, en vez de considerar los síntomas, se considere la «enfermedad en sí», y ésta ni ha disminuido ni parece que vaya a disminuir. La enfermedad arraiga en el ser tan hondo como la muerte y no se la puede eliminar con unas cuantas manipulaciones incongruentes y funcionales. Si el hombre comprendiera la grandeza y dignidad de la enfermedad y la muerte, vería lo ridículo del empeño de combatirla con sus fuerzas. Naturalmente, de semejante desengaño puede uno protegerse por el procedimiento de reducir la enfermedad y la muerte a simples funciones y así poder seguir creyendo en la propia grandeza y poder.

En suma, la enfermedad es un estado que indica que el individuo, en su conciencia, ha dejado de estar en orden o armonía. Esta pérdida del equilibrio interno se manifiesta en el cuerpo en forma de síntoma. El síntoma es, pues, señal y portador de información, ya que con su aparición interrumpe el ritmo de nuestra vida y nos obliga a estar pendientes de él. El síntoma nos señala que nosotros, como individuo, como ser dotado de alma, estamos enfermos, es decir, que hemos perdido el equilibrio de las fuerzas del alma. El síntoma nos informa de que algo falla. Denota un defecto, una falta. La conciencia ha reparado en que, para estar sanos, nos falta algo. Esta carencia se manifiesta en el cuerpo como síntoma. El síntoma es, pues, el aviso de que algo falta.

Cuando el individuo comprende la diferencia entre enfermedad y síntoma, su actitud básica y su relación con la enfermedad se modifican rápidamente. Ya no considera el síntoma como su gran enemigo cuya destrucción debe ser su mayor objetivo sino que descubre en él a un aliado que puede ayudarle a encontrar lo que le falta y así vencer la enfermedad. Porque entonces el síntoma será como el maestro que nos ayude a atender a nuestro desarrollo y conocimiento, un maestro severo que será duro con nosotros si nos negamos a aprender la lección más importante. La enfermedad no tiene más que un fin: ayudarnos a subsanar nuestras «faltas» y hacernos sanos.

El síntoma puede decirnos qué es lo que nos falta —pero para entenderlo tenemos que aprender su lenguaje—. Este libro tiene por objeto ayudar a reaprender el lenguaje de los síntomas. Decimos reaprender, ya que este lenguaje ha existido siempre, y por lo tanto, no se trata de inventarlo, sino, sencillamente, de recuperarlo. El lenguaje es psicosomático, es decir, sabe de la relación entre el cuerpo y la mente. Si conseguimos redescubrir esta ambivalencia del lenguaje, pronto podremos oír y entender lo que nos dicen los síntomas. Y nos dicen cosas más importantes que nuestros semejantes, ya que son compañeros más íntimos, nos pertenecen por entero y son los únicos que nos conocen de verdad.

Esto, desde luego, supone una sinceridad difícil de soportar. Nuestro mejor amigo nunca se atrevería a decirnos la verdad tan crudamente como nos la dicen siempre los síntomas. No es, pues, de extrañar que nosotros hayamos optado por olvidar el lenguaje de los síntomas. Y es que resulta más cómodo vivir engañado. Pero no por cerrar los ojos ni hacer oídos sordos conseguiremos que los síntomas desaparezcan. Siempre, de un modo o de otro, tenemos que andar a vueltas con ellos. Si nos atrevemos a prestarles atención y establecer comunicación, serán guías infalibles en el camino de la verdadera curación. Al decirnos lo que en realidad nos falta, al exponernos el tema que nosotros debemos asumir conscientemente, nos permiten conseguir que, por medio de procesos de aprendizaje y asimilación consciente, los síntomas en sí resulten superfluos.

Aquí está la diferencia entre combatir la enfermedad y transmutar la enfermedad. La curación se produce exclusivamente desde una enfermedad transmutada, nunca desde un síntoma derrotado, ya que la curación significa que el ser humano se hace más sano, más completo (con el aumentativo de completo, gramaticalmente incorrecto, se pretende indicar más próximo a la perfección; por cierto, tampoco sano admite aumentativo). Curación significa redención, aproximación a esa plenitud de la conciencia que también se llama iluminación. La curación se consigue incorporando lo que falta y, por lo tanto, no es posible sin una expansión de la conciencia. Enfermedad y curación son conceptos que pertenecen exclusivamente a la conciencia, por lo que no pueden aplicarse al cuerpo, pues un cuerpo no está enfermo ni sano. En él sólo se reflejan, en cada caso, estados de la conciencia.

Sólo en este contexto puede criticarse la medicina académica. La medicina académica habla de curación sin tomar en consideración este plano, el único en el que es posible la curación. No tenemos intención de criticar la actuación de la medicina en sí, siempre y cuando ésta no manifieste con ella la pretensión de curar. La medicina se limita a adoptar medidas puramente funcionales que, como tales, no son ni buenas ni malas sino intervenciones viables en el plano material. En este plano la medicina puede ser, incluso, asombrosamente buena; no se pueden condenar todos sus métodos en bloque; sí acaso, para uno mismo, nunca para otros. Aquí se plantea, pues, la disyuntiva de sí uno va a porfiar en el intento de cambiar el mundo por medidas funcionales o si ha comprendido que ello es vano empeño y, por lo que le atañe personalmente, desiste. El que ha visto la trampa del juego no tiene por qué seguir jugando (… aunque nada se lo impedirá, desde luego), pero no tiene derecho a estropear la partida a los demás, porque, a fin de cuentas, también perseguir una ilusión nos hace avanzar.

Por lo tanto, se trata menos de lo que se hace que de tener conocimiento de lo que se hace. El que haya seguido nuestro razonamiento, observará que nuestra crítica se dirige tanto a la medicina natural como a la académica, pues también aquélla trata de conseguir la «curación» con medidas funcionales y habla de impedir la enfermedad y de llevar vida sana. La filosofía es, pues, la misma; sólo los métodos son un poco menos tóxicos y más naturales. (No hacemos referencia a la homeopatía que no se alinea ni con la medicina académica ni con la natural.)

El camino del individuo va de lo insano a lo sano, de la enfermedad a la salud y a la salvación. La enfermedad no es un obstáculo que se cruza en el camino, sino que la enfermedad en sí es el camino por el que el individuo va hacia la curación. Cuanto más conscientemente contemplemos el camino, mejor podrá cumplir su cometido. Nuestro propósito no es combatir la enfermedad, sino servirnos de ella; para conseguir esto tenemos que ampliar nuestro horizonte.

 

 

LA ENFERMEDAD COMO CAMINO.
THORWALD DETHLEFSEN y RÜDIGER DAHLKE .
Editorial Plaza y Janés

Título original: Krankheit als Weg

 




Para dejar de fumar

Para dejar de fumar no hay que hacer grandes propósitos de ídem ni prohibiciones mastodónticas con severas amonestaciones médicas que no llevan más que a dejar de fumar unos días con mucho sufrimiento teniendo que volver a lo mismo a hurtadillas y con un enésimo fracaso más a las espaldas. No, porque las prohibiciones en el fondo siempre llevan al refuerzo del objeto negado desde el odio o desde la dependencia. Por eso hay que considerar al tabaco como lo que siempre fue, una planta sagrada de poder y fumar con ella la misma pipa de la paz.

Para dejar de fumar hay que empezar, si acaso, fumando más que nunca. Romper el día con un buen tabaco bien negro justo cuando la garganta todavía está tierna y los alveolos henchidos de fragmentos oníricos. Entonces, si después de los dos primeros cigarrillos con el estómago vacío no puede emitir un DO de pecho impecable, no se extrañe, es normal, ponga música y desayune.

Para dejar de fumar es conveniente comprar tabaco a discreción, ahora rubio o negro o mentolado o extra light, con o sin filtro, y evitar la identificación con una marca determinada sobre todo de aquellas que fuman los tipos duros que se internan en la selva o aquellos otros que doman caballos salvajes en el medio oeste como si comieran rosquillas. Entonces viene la parte más delicada. Hay que numerar los cigarrillos de 1 a 20 y tirar la cajetilla vacía. Estos cigarros numerados se colocarán al tuntun en el bolso, entre los calcetines, detrás de la oreja, prendido en el liguero o anudado en la corbata. Estratégicamente colocados.

Y estamos listos para fumar gustosamente, pero hay que ser bien estrictos. Hay que fumar los cigarrillos bien en un orden creciente, bien fumando primero los que tienen números primos o según una secuencia numérica previamente acordada. Los que hacen el tratamiento a rajatabla les conviene obedecer ciegamente al tabaco-que es lo que siempre han hecho- y donde pone 8, dar solamente 8 y sólo 8 caladas, y donde pone 1 sólo encedenderlo para después inmediatamente apagarlo. El que hace el número 20 es mejor colocarlo entre el sujetador o entre la entrepierna puesto que es el más esperado y requiere de más emoción.

En todo esto lo importante es frenar la compulsión del que coge un cigarro por llevarse algo a la mano por pura inercia. Y puesto que la mano adolece de algo para sí porque no le gusta estar de vacío, hay que darle sustitutos y entretenimientos como por ejemplo, unas piedrecitas de playa, unas bolas chinas, un puñado de arroz salvaje o un poco de agua donde los pajaritos puedan beber a sus anchas. Hay que ser útil.

De todas formas, no hay que flaquear, hay que seguir fumando aún en las condiciones más adversas. Dándose una ducha caliente,en medio del metro hora punta, subiendo el Mont Blanc o en pleno acto amoroso. Uno se templa en estas situaciones y percibe claramente su necesidad profunda de nicotina y alquitrán.

Con todo, llegamos a uno de los puntos más delicados porque si la mano que es ciega se entretiene con cualquier cosa, la vista y sobre todo los labios son mucho más exigentes. Cierto es que si nuestro primer objeto de deseo no hubiese sido una enorme teta llena de leche calentita, el tabaco ahora no sería lo que es, el rey del mambo. Y si la sociedad, la nuestra, no fuera lo que es, una maldita represora, no necesitaríamos consumirnos innecesariamente tras un cilindro de siete centímetros.

Pero no hay que preocuparse, los labios tienen muchos recursos pueden silbar, hacer muecas, chasquear y lo mejor, dar besos de todos tipos. Muchos para calmar el reflejo de succión toman pastillas juanolas o chupan ramitas de regalíz, pero la mayoría comen pasteles o largan hablando por los codos para calmar la ansiedad que todo tratamiento produce. Algunos antipsiquiatras hablan de volver descaradamente al objeto de deseo y chupar y chupar hasta saciarse, pero otros rechazan la idea porque la misma voracidaz no tiene límites precisos y se alimenta de su propia voragine. Lo mejor, dicen los más entendidos, es sublimar pero no dicen cómo.

Ahora bien, el meollo no está en los labios ni en las carteleras publicitarias, no está en la incitación social ni en la facilidad del cigarrillo de utilizarse como facilitación de comunicación. La culpa no la tiene el prestigio añadido al acto de fumar ni las fijaciones que todos tuvimos al querer imitar a los adultos. La cuestión radica en ese chupetón ansioso que uno da al cigarro en un esfuerzo por conectar no sólo con su respiración sino con su diafragma, con sus entrañas, en definitiva con su sentir. Cada cigarro es la pretensión de tocar ese fondo que nos calma aunque sea por pocos minutos. La culpa la tiene ese vacío instalado a medio camino entre el corazón y el intestino que ruge como un animal y que consume como una caldera.

Yo recomiendo todo lo anterior, en especial el DO de pecho pero sobre todo recomiento alimentar bien al animal, sacarlo de paseo y llenarlo de impresiones intensas y de efluvios positivos. Hay que cepillarlo cada mañana y entre rugido y rugido hay que darle algún abrazo bien fuerte de esos que te hacen subir el cosquilleo desde los pies, y hay que besarlo con más fruición que un puro habano y que una pipa humeante, y aprender a religarlo con lo más alto allí donde reside la posibilidad de toda cura hasta descubrir un aroma mucho más sutil que el más sabroso, puro y genuíno sabor americano.

Julián Peragón




Maldito insomnio

No tenía nada de especial, edad mediana y mediano de estatura; ojerizo y cansino se arrastraba por el día como alma en pena hasta llegar la noche. Durante el día amontonaba sus horas pasillo arriba, pasillo abajo por el ministerio y acumulaba dioptrías al revisar papel tras papel en su maniática obsesión por no perderse ni la letra menuda. Con el tiempo había adquirido un tic en la mano izquierda de tanto mirar el reloj al darle ánimos para que fuera más deprisa, y otro en la mano derecha de tanto estampar sellos burocráticos pues todos los certificados venían, no se sabe por qué, por triplicado.

No era de extrañar que el estómago estuviera duro como un puño pues el desayuno de diez minutos y el almuerzo de veinte no le daba tiempo de masticar y aún menos de saborear una deliciosa comida de fritos y recalentados en el bar de la esquina. Por eso llevaba consigo un bote de bicarbonato para frenar esa maldita acidez que agujereaba las mejores intenciones todas las mañanas. Se acostumbró a fruncir el ceño, a morder la rabia, a apretar los labios para autocontenerse y a tragar saliva, gestos que fueron carcomiendo su moral y que fueron destilando en su cuerpo año tras año una depresión de caballo, y es que no levanto cabeza, chico, que no tengo ganas de nada –decía al menor contacto con cualquiera. Su mirada perdida formaba parte del oscuro y rancio mobiliario de su trabajo y sus hombros iban permanentemente subidos como una percha perfecta para su anodino uniforme. No se había percatado que su espalda de tantas horas sentado se iba arqueando como madera vieja y le sobresalía una jiba que ensombrecía aún más su perfíl.

Tras una fria cena televisiva, una enorme y pesada losa se le venía encima justo a las once p.m. pues tenía insomnio. Tenía insomnio como los doce millones en este país a causa de la depresión o de la ansiedad, de la falta de cansancio físico o de los cientos de problemas que sobrevuelan nuestras cabezas mermando nuestra merecida tranquilidad. Lo cierto es que irse a dormir era toda una aventura. Después de los enguajes pertinentes se deslizaba en la cama como el que se dirige al patíbulo, sin ninguna esperanza de conciliar el sueño. Como un reflejo condicionado, las cuerdas traseras del cuerpo y el mismo centro del diafragma se tensaban; los ojos por reacción se abrían como platos y las pupilas centelleaban en todo su esplendor. La boca seca como el desierto y el oído afinado como quien ve una película de terror.

Cada sonido de la calle y cada trasteo del vecino se condensaba en un rumor que parecía decir no puedes dormiiiirLe venían a la imaginación gotas que caían del vacío en un interminable glub, glub, glub. O bien oía rechinar puertas, ventanas y cerraduras imaginarias. Miraba el reloj digital 11.45, apagaba la luz y cambiaba de postura una docena de veces. La respiración profunda de su compañera cuando no el ronquido, le ponía aún más nervioso. Al cabo de eternos minutos sentía que estaba haciendo el tonto y encendía de nuevo la luz. Más de medianoche. Vuelta a empezar.

Repasaba los sucesos del día, se entretenía en algunos asuntillos traviesos que no marchaban de la mente. No podía dejar de pensar en la hipocresía del ambiente de trabajo, en los desaires que sufría o en la corrupción que le rodeaba. Sentaba en el banquillo de los acusados al jefe, los compañeros, al cuñado y al él mismo, y les lanzaba unas diatribas y unos sermones de padre y muy señor nuestro hasta quedar extenuado.

Había probado de todo, tapones en los oídos, beber un vaso de leche caliente, leer dos o tres páginas del Quijote y hasta contar corderitos. Un amigo suyo le había aconsejado practicar veinticinco respiraciones profundas con el vientre intentando sacar todo el aire –esto duerme hasta los elefantes, le aseguraba– pero el mismo esfuerzo respiratorio lo llenaba de angustia y lo sumía en un equilibrio nocturno aún más precario. A la 1.30 a.m. se levantó a beber agua, volvió al nido inquieto totalmente a oscuras. Peleó tres o cuatro rounds con la almohada y se quedó quieto. La oscuridad se hizo densa y el silencio insalvable. Observó su cuerpo tenso, se descubrió agarrado a las sábanas como para no caer en un hipotético abismo y notó su respiración entrecortada, perfecta para no sentir.

Siempre le había tenido respeto a la noche, la oscuridad no era controlable en su universo y el dormir un mal hábito de la naturaleza. Sin duda sabía que el dormir tiene algo de regresivo donde el alma rememora viejos tiempos como si las células del cerebro destilasen un néctar de leche y un rumor de acurrucos que vacía la memoria de tonterias inservibles y ablanda los músculos de las corazas gastadas. Aunque lo terrible para muchas personas es que cada noche es una batalla con la nada, notorio en el amasijo de sábanas que encontramos cada mañana.

A nuestras anchas, cada noche sacamos a relucir todos los personajes que somos –o que hemos querido ser– perfectamente dramatizados en los sueños y blandimos nuevas armas para matar el dragón que nos tiraniza cada día y armamos nuevas estrategias para llegar al ser amado que nos espera. Entre sueño y sueño el alma respira inmortalidad y le saca brillo a la lámpara mágica y le da de comer al genio que la habita. Tal vez por eso, el despertar cada mañana sea demasiado duro. Sabía todo eso y sabía que la noche es ese espejo que no perdona las concesiones y los olvidos que uno comete aunque sea sin querer.

Por fin la oscuridad se hizo blanda, el silencio un murmullo. La cama se fue haciendo de arena. Trastabilleó con imágenes inefables de nubes y campos verdes. Con la cara de bobo el cuerpo se fue haciendo de agua y las articulaciones de gelatina. No se dio cuenta del tránsito ni de como el vientre se dilataba rítmicamente. No se dio cuenta de las sacudidas que tuvo el cuerpo ni de las patadas en el vacío. Tampoco notó los dedos de los pies desatarse del placer ni cómo los ojos centrifugaban en una danza suave y circular. Nadie pudo ver en la oscuridad como el color de la piel le cambiaba, ni de la postura de bebé que adoptaba pero lo cierto es que, por arte de magia, se quedó dormido.

Julián Peragón




Camino de sanación

Cuando estamos enfermos se nos abre un abismo bajo los pies, se nos encoge el alma y hasta se nos vela la mirada. Un frío o calor extraño se mete dentro, en la misma médula. Cuando es una enfermedad de aquellas que alerta buscamos rápidamente al especialista de uno u otro signo para que nos calme. A menudo, más que las medicinas, lo que necesitamos es un diagnóstico tranquilizador, unas palabras científicas inmutables, alguien que nos diga que no pasa nada, que todo está en orden, que hay algunos desarreglos pero que ya podemos irnos a casa.

Sin embargo, la visión objetiva de nuestra enfermedad choca contra nuestra vivencia, enteramente subjetiva. La enfermedad la vivimos como el eslabón de una gran cadena que tira a su vez de Ia incertidumbre, del miedo, que se muestra a través del dolor, en la impaciencia, que nos margina de lo social, de nuestra dinámica, aislándonos de los otros, que nos diluye en una nada y que nos recuerda, por último, la muerte.

Tal vez por eso hubiéramos preferido que nuestros médicos fueran menos científicos y con más comprensión de nuestros mecanismos psicológicos y sociales, menos encumbrados en su tecnología y en su saber y más cercanos como personas. Nos hubiera gustado sentirlos sabios en el arte de vivir, y también en el de morir, que al fin y al cabo forma parte de la misma vida.

En esos aprietos, una voz interna invoca a todas las fuerzas benéficas para que vengan a nuestro socorro. No obstante, el desánimo a veces rastrea en la culpa o exclama un por qué, ¿por qué a mí precisamente?. A menudos nos enzarzamos en la profusión de síntomas y en la retahíla de remedios farmacéuticos y mágicos. Obsesionados con la enfermedad y con la lucha a muerte contra ella nos olvidamos que la lucha es contra nosotros mismos.

Quizá el primer paso en el camino de la sanación sea el de reconocer tranquilamente lo que nos pasa. Los males del cuerpo son en gran medida males del alma, que a su vez acusa los males del mundo. Si el mundo sufre de contaminación, el cuerpo que se nutre de sus alimentos también se envenena. Se envenena también la sangre cuando sentimos odio e intolerancia. Descargamos en el mundo nuestros residuos junto a nuestra inconsciencia. Por eso, si hay alguna culpa, es la de haber puesto fronteras. Escisiones entre nuestro cuerpo y nuestro espíritu. Barreras entre el mundo y lo que somos.

Pero tampoco podemos irnos al otro extremo y sentirnos responsables absolutos de nuestros males porque nuestros genes actúan silenciosamente, porque gran parte del aire que respiramos, del agua que bebemos y del pan que comemos están contaminados y no los hemos elegidos. No somos responsables directos de muchos males pero tampoco somos ajenos como lo quiere la visión simplista que dice cuerpo como dice cosa que se tiene, se posee o se habita. Cuerpo que se explota, que se descuida, que se reprime. Cuerpo que se sufre, que nos ha tocado en gracia, o en desgracia.

Nuestra cultura encorseta al cuerpo porque no es tan imperecedero como las ideas, porque cambia con los días, porque se enferma, porque envejece y porque tarde o temprano se muere. Se teme al cuerpo porque es el sitio del inconsciente donde se somatizan sus olvidos y registran los traumas, se esquiva al cuerpo porque en él residen las bajas pasiones que el instinto aviva y el placer derrocha. Se oculta al cuerpo porque es un fiel reflejo de lo que somos.

Es ahí donde tendríamos que empezar a leer, en el cuerpo. Ver sus acortamientos y sus asimetrías, sus compensaciones y sus hábitos, sus corazas y sus anillos de tensiones. Leer como hace el topógrafo con la orografía del terreno para saber por dónde fluye el arroyo, nosotros para saber en propia carne por dónde circula la energía y dónde no llega la respiración, dónde se cortó la sensibilidad y dónde arremete el malestar. En definitiva, poder leer directamente en el cuerpo como el que lee entre líneas.

Si el cuerpo tiene su lenguaje, la enfermedad tiene sus razones, y éstas son el lenguaje que tiene el cuerpo para decirnos sus secretos. Donde nosotros ponemos una frase y un punto, el cuerpo en su comunicación pone una sensación, una erupción de la piel o un territorio mudo. Digamos que el cuerpo no miente, y cuando estamos llenos de ira estancada, cuando no nos dejan espacio en nuestras vidas para expresarnos, cuando nos invade la miopía o el sistema inmunitario se desarma, veremos que alguna relación guardan con nuestra vida y nuestra forma de relacionarnos. Si miramos atentamente veremos todas esas cosas que el cuerpo sabe y todas esas señales que nuestras entrañas de forma única e irrepetible elaboran.

En segundo lugar tendríamos que ampliar nuestro concepto de salud pues alguien sano no es aquel que nunca se pone enfermo. En su primer movimiento, cuando la enfermedad es aguda y es puntual, la enfermedad forma partre del núcleo de la salud ya que el cuerpo tiene sus mecanismos para limpiarse. Son crisis depurativas que intentan reestablecer un nuevo equilibrio y un mejor estado de salud. En cambio, la enfermedad crónica o degenerativa ha perdido, después de múltiples intentos, esa fuerza vital y nos hace claudicar.

Los pequeños transtornos del cuerpo son esfuerzos adaptativos a la nueva estación que entra o a los innumerables desequilibrios que nuestra vida comporta. Ese esfuerzo adaptativo no hay que cortarlo nunca, no hay que reprimir el síntoma o la manifestación de esa enfermedad pues la sintomatología son consejos del cuerpo que nos impelen a no comer, a reposar, a inmovilizarnos cuando hay dolor o a permanecer solos para desconectar. Suprimiendo el síntoma con los poderosos medicamentos que tenemos el cuerpo pierde su rumbo y se desorienta, a fuerza de negarle su reacción natural, nuestros organismo a la postre se insensibiliza. Ahora bien, no se trata de no intervenir pase lo que pase, sino, más bien, ayudar a esa natura medicatrix, a esa crisis depurativa para que sea más efectiva y no bloquee. Todos sabemos que la fiebre es sana si no pasa de una cierta temperatura.

Con todo, la enfermedad en los casos citados, no establece sólo un equilibrio físico-energético, con ella y con el dolor, la inmovilidad, la soledad o la incertidumbre damos verdadero espacio a la escucha y tenemos la comprensión que no podemos empujar el río de la vida. Podemos sentir que las leyes naturales hay que respetarlas para que haya crecimiento y vigor, salud desde nuestros cimientos.

El niño rollizo de mejillas sonrosadas que nos muestran en los productos publicitarios no tiene por qué ser un paradigma de salud. Ésta no es algo tan ostentoso, tan rebosante, tan artificial. Podemos percibirla en un aliento fresco, un cuerpo ágil con amplitud de movimientos. Podemos sentir la salud en un rostro sereno, unas digestiones ligeras, una calidad de descanso en el sueño; en el mantenimiento de la sensibilidad, en la mente calma, en la respiración tranquila o en tantos elementos que no residen en los músculos hipertrofiados o en la elegancia de formas.

En este camino de sanación no sólo la escucha, el reconocimiento, el respeto del ritmo, de la vida y sus leyes son necesarios. Sentir que somos también cuerpo es el primer paso para sacralizar la vida y para confiar en la sabiduría del cuerpo. Pero si uno no conecta con el espíritu no habrá una completa curación. El espíritu, lo sabemos, está por doquier, está dentro y está fuera. Está cuando vemos la puesta de sol y cuando las estrellas nos comunican la inmensidad del cosmos, y por contra, nuestra humilde pequeñez. Hay curación a través del espíritu cuando aprendemos de nuestro destino, cuando nos movemos no sólo por nuestra razón sino también por nuestros sentimientos y por nuestras intuiciones. Nos curamos cuando la fe y la aceptación de lo que existe desbancan a nuestro ego prepotente que es impermeable a los cambios.

Es posible que la enfermedad grave esté relacionada con el sistema de corazas que impiden al individuo expresarse en su ser, y puede ser también que esa enfermedad represente el amor no colmado que arrastramos desde bien pequeños y esa enorme dificultad de querernos a nosotros mismos.

Cuando la enfermedad deja caer las caretas de la ilusión, lo espiritual puede redimirnos en un sacrificio de lo viejo por lo nuevo para volver a conectar con esas aguas subterráneas de la vida y para ello se requiere tener sed, sed de ser y sed de amor.

Julián Peragón




¿Qué cura?

Todos queremos estar sanos, por supuesto. Todos nos preocupamos muchísimo cuando dejamos de estarlo y acudimos rápidamente a médicos y hospitales, acupuntores o dietistas, balnearios o sanadores. Hasta tal punto que, en torno a la salud o la enfermedad se ha creado un gran complejo de disciplinas, de tecnologías punta, investigaciones farmacológicas, ciencias milenarias de oriente, fisioterapias naturales, medicinas blandas y hasta sanaciones milagrosas. Hemos sofisticado tanto el tema de la sanación que es posible cambiarnos el fallido corazón en el quirófano, hacer una microcirujía de córnea, o ver nuestro cerebro rebanado en cortes multicolores a través de un scanner. Todo es posible. Fotografiar el áurea, localizar electrónicamente los puntos de los meridianos y activar los chakras mediante colores y sonidos. Más aún. Ya no es necesario ir de peregrinación a Lourdes, cualquier sanador filipino te mete en dos minutos las manos en los higadillos o en los ojos y te saca negruzcas masas gelatinosas de energía negativa, todo ellos sin producir herida ni dolor, como el que mete las manos en el agua y no deja ninguna cicatriz acuosa.

Y aquí no acaba la historia. Ahora es posible operar con robots a los que no les tiembla el pulso, y dentro de poco podrás elegir que te opere el cirujano Smith de Nueva York sin moverte de Sabadell. Con la biotecnología los diabéticos producirán insulina felizmente, y podremos anticipar la demencia senil ya en la misma cuna. Es toda una monería aunque de insospechadas consecuencias puesto que, también se podrá elegir el color de ojos -el que esté de moda, e inyectar células inteligentes cuando la memoria empiece a fallar.

Mientras tanto tenemos dodecaedros para armonizar la energía, ionizadores para filtrar el aire, pulseras para imantar la sangre y adhesivos para contrarrestar los nudos energéticos de las corrientes subterráneas. Podemos llevar un cuarzo rosa en el pecho, dormir cara al norte, sentarnos en sillas anatómicas y respirar esencia de romero o de madreselva. Es evidente que recursos no nos faltan.

Con todo, los hospitales están repletos y las listas de espera de los cirujanos se vuelven eternas. Las empresas farmacéuticas hacen su agosto y campan a sus anchas remedios mágicos, terapias holísticas y cursos de milagros. ¿Qué es lo que ocurre? Parece que cuanto más medios, menos sana es nuestra sociedad. ¿Creemos que la salud va a venir de algún producto mágico, alguna droga inmortal, alguna terapia infalible?.

¿Tal vez quiere decir todo esto que hemos perdido ese instinto natural que sabe cuando hemos de reposar o dejar de comer para restablecer el equilibrio?. ¿O es que hemos identificado salud con niños rollizos, deportistas incansables, vegetarianos longevos, y pensamos que la salud se esconde detrás de las vitaminas, de la dieta impecable, o de la disciplina diaria corporal?

Curiosamente, parte de la respuesta, la habremos de buscar a nivel social y de cómo vivimos la enfermedad. En una sociedad maniqueista como la nuestra en la que oponemos enfermedad a salud y nos sentimos incómodos ante cualquier estado alterado de nuestro cuerpo, es fácil entender toda la parafernalia en torno a esta dicotomía salud-enfermedad. Ante el «no sé qué me está sucediendo», nos sentimos profundamente inseguros. Y recurrimos por lo tanto, al médico o al curandero si falla aquél. Buscamos una respuesta, un diagnóstico, una explicación válida que nos calme, que disuelva el misterio que nos corroe por dentro. Pedimos, eso sí, que se ponga la bata blanca, que utilice aparatos complicados, que nos hagan análisis invisibles o que nos den pastillitas de colores. Todo ello para exorcizar los males. Es decir, buscamos un gesto tranquilizador y un sistema que ponga orden a nuestro interior. De tal manera que podemos dormir peor o mejor con un cáncer de segundo o tercer grado, tipificado y tratado, que con una reacción misteriosa corporal que nadie sabe lo que es.

Lo divertido es comprobar según estrictos estudios sociológicos que la población vacunada no se salva de la epidemia más que la que no estaba vacunada, o que las épocas en que hacen huelga los hospitales, la población mejora saludablemente. O que los recursos tradicionales, no lógicos, mágicos son tan efectivoso más que los más vanguardistas y científicos. Parece que nadie quiere verlo. Seguimos yendo al curandero de turno con estetoscopio o amuletos para que nos pongan sus manos y nos arropen con sus jergas médicas ininteligibles o sus cánticos mágicos también ininteligibles.

Esta demanda de orden la podemos ver claramente en sociedades simples-mal denominadas primitivas-cuyo chamán o curandera se esfuerza por asociar la enfermedad con tal embrujo, la epidemia con un castigo divino, y el dolor de muelas con una raíz que tenga forma de diente, y así sucesivamente. Todo esto para que el mundo sea humano, comprensible, vivible.

Nosotros no estamos tan lejos. Pedimos ver nuestros males en una radiografía o en la fórmula de un análisis. Pedimos que el médico o el sanador tenga un discurso de seguridad y pedimos ser tratados como enfermos donde ser escuchados, reubicados en otro orden al cotidiano, y poder recibir regalos y mimos. Todo ello necesario en un mundo tan ajetreado como el nuestro que se olvida de permitir un ritmo más propio. Por eso la sociedad está pidiendo a gritos un cambio, al querer ser hospitalizados, atendidos, visitados porque no aguantamos más, porque este ritmo es deshumano.

Ahora bien, si nos paramos a reflexionar y ampliamos nuestro concepto de salud, no a una entidad fija e idílica sino a una tensión de vida donde la enfermedad se nos muestra como una crisis depurativa necesaria para volver a equilibrarnos, entonces habremos disuelto la mitad de nuestros miedos. Vida-muerte, actividad-reposo, salud-enfermedad son pares indisociables. Forman una unidad en movimiento y cada extremo de esta unidad se reclama mutuamente. Todos sabemos que los niños son los que tienen el máximo potencial de vida y por eso sus fiebres son más altas, sus erupciones más virulentas, sus tumores con más velocidad de crecimiento. Con ello deducimos que a mayor sensibilidad, mayor capacidad de reequilibrio, naturalmente a través de crisis.

Por eso, estar sano no es ponerse nunca enfermo. Estar sano es tener una flexibilidad interna grande que nos permita adptarnos a cada situación y hacer los reequilibrios necesarios para ello. Estar sano es ampliar la capacidad de tensión y distensión, considerar al cuerpo tan sabio que él

mismo pueda buscar sus recursos cuando tenga la suficiente sensibilidad de reacción aunque a veces, hayamos de ayudarlo un poquito. La salud es todo una educación del no hacer, de la escucha y el respeto.

Por eso, cuidar al cuerpo y mantener la salud, no es precisamente envolver el cuerpo en algodones, darle de comer pienso ultradigerible, rodearlo de máquinas que mantengan sus constantes de vida, o insuflarle energía por un tubo. Cuidar al cuerpo y mantener la salud es lograr cada vez una mayor autonomía, dejar que el cuerpo reaccione y se adapte con lo que interactúa con él, a veces, descuidarlo para que encuentre un hacer más espontáneo, y sobre todo, quitarle el miedo de la muerte, del dolor y de la incertidumbre que muchos son los que viven a costa de ellos. Salud.

Julián Peragón




Método Grinberg: Entrevista a Tal Ilan

 

Avi Grinberg nació en Israel en 1955. Ha ejercido actividades asociadas con las terapias de contacto, respiración y relajación profunda, como la reflexología, do-In, técnica metamórfica, masaje de drenaje linfático, masaje de tejido profundo, masaje sueco, micromasaje chino, masaje biodinámico, hatha yoga, visualización y técnicas de respiración. En 1985 fundó el Centro de Estudios Alternativos en Haifa, Israel donde se enseña y practica el Método Grinberg. Reflexología Holística es suprimer libro (editado en castellano por Ed. Bellatera) y un segundo Análisis de los pies que se publicará próximamente.

Conciencia Sin Fronteras ha entrevistado a Tal Ilan, qué lleva 6 años practicando y enseñando el método por varios paises. Ahora se encuentra impartiendo un curso en Barcelona.

Julián Peragón: Es interesante el enfoque del método al no intentar crear una dependencia sanador paciente, pero ¿no es muy difícil este papel, el de devolver la propia responsabilidad a cada individuo sobre su enfermedad? y, ¿no es proceso muy largo y complicado?.

TAL: No es sencillo porque la gente no suele pensar lo que significa tomar una responsabilidad sobre su propia enfermedad. Nosotros intentamos educar a cada persona y dar herramientas prácticas pero el proceso de aprendizaje es variable según cada persona.

Julián: Si el Método Grinherg no intenta ser una terapia sino un método educativo para que cada uno encuentre sus propios poderes internos, ¿cuáles son las bases de esta educación? y, ¿qué importancia tiene el cuerpo en este aprendizaje?.

TAL: Hoy en día enseñar a la cabeza y al entendimiento se vuelve muy complicado; como personas occidentales estamos llenos de preguntas e ideas buenas que no sabemos qué hacer con ellas. Si intentamos saber dónde realmente somos, lo aprendemos en el cuerpo porque todo está en el cuerpo. Así el conocimiento de cómo crearme a mí misma está en el cuerpo. Si soy una persona muy rígida, como personalidad, eso está en el cuerpo; está en mi forma de respirar, cómo estiro mis hombros, en la forma como contraigo mi vientre,…entonces es el conocimiento de mi cuerpo que sabe cómo hacerme rígido. También ahí está el conocimiento de cómo no ser rígido. El proceso sucede en el cuerpo. Por ejemplo si intento relajar mi cuerpo con el control mental no lo consigo y es probable que agregue más tensión; si la tensión está en el músculo, también la capacidad de relajación está en el mismo músculo. También hay muchas técnicas de respiración, y se te dice que deberías primero respirar en el vientre o en el pecho y, empiezas a respirar de acuerdo al plan de otra persona o técnica, pero tu cuerpo sabe cómo respirar básicamente. No obstante, con el tiempo se olvida esa capacidad de respirar natural; por eso nosotros intentamos favorecer que el cuerpo respire tanto como necesite para crear libertad y tener todas las posibilidades de respiración.

Julián: Grinherg habla fundamentalmente de equilibrar la energía vital. ¿En qué punto del proceso saludenfermedad interviene el método Grinherg y con qué criterios?.

TAL: La escala en toda esta área es muy amplia y la distinción entre salud y enfermedad es lo que tú escoges. Yo diría que el método interviene cuando la persona decide que lo que está sintiendo es una enfermedad. Se trata de la actitud de la persona. Ante la demanda de ésta, nosotros decimos: estas son nuestras herramientas y las puedes usar.

Julián: Parece que nuestra cultura occidental entiende la enfermedad como algo malo, algo que hay que combatir, frenar, ocultar o extirpar. Nos dice la publicidad que al primer síntoma tomemos esto o aquello. Sin embargo el síntoma es todo un lenguaje corporal, parte de un proceso de equilibrio mucho más complejo que hay que respetar. El método habla también de combatir la enfermedad y de conseguir el equilibrio de todo el ser.

TAL: Yo lo pondría en otras palabras. Porque para personas que nunca han luchado por nada es muy sano que empiecen a luchar por algo, y en este sentido diría que los síntomas o las enfermedades sirven para enseñar algo, a veces vienen a enseñarte a luchar y otras veces te enseñan a dejar de luchar. En este sentido no tenemos ideas preconcebidas, pero por supuesto respetamos los síntomas y los consideramos como algo que no debería cortarse nunca porque por debajo de ello hay algo que la persona debe aprender; a menudo utilizo la imagen de un tiburón y vemos el síntoma como si fuera la aleta de un tiburón, la aleta del tiburón nos muestra donde está el tiburón pero no es la parte peligrosa porque la boca está por debajo y no la vemos y si corto la aleta no puedo ver donde está el tiburón y entonces se queda herido y todavía más enfadado.

Julián: …pero sigue habiendo, por lo que yo leo y escucho del método, una identificación entre el síntoma y el tiburón o el síntoma como algo a combatir.

TAL: Una víctima tiene una o dos posibilidades cuando algo funciona mal: reacciono automáticamente, o me desespero, o estoy feliz, o peleo, o le doy la espalda y digo que no está sucediendo… y yo no diría que una de estas actitudes sea correcta, la pregunta es, ¿cuántas diferentes posibilidades tengo?; porque un guerrero tiene muchas, hay una condición que se presenta y puedo tratarlo de muchas maneras, no reacciono de forma automática y todas estas posibilidades están en el cuerpo.

Julián: Entonces, lo que yo empiezo a entender es que utilizais el concepto guerrero de otra manera, como una persona que está atenta a sí misma.

TAL: Sí, es más similar a esto, un guerrero real puede abandonar una pelea para actuar mejor, no está luchando continuamente. Ahora estamos cambiando el concepto del taller «la víctima se convierte en guerrero» porque la gente occidental tiene la tendencia a coger la palabra guerrero como un luchador; lo hemos cambiado por víctima y aventurero porque vemos la vida como una aventura y no buscamos un lugar seguro donde vivir, sino que buscamos la forma de vivir la vida tal como es.

Julián: En cuanto a la relación íntima entre la persona que enseña el método y la persona que lo recibe ¿qué importancia tiene el silencio?.

TAL: El silencio permite que realmente sucedan las cosas y permite un gran nivel de atención; permite que sucedan otras cosas y no sólo palabras. En una sesión cuando están las dos personas en la habitación el trabajo sucede para ambas personas, el practicante también recibe el trabajo igual que el otro; diría que el silencio lo amplifica todo, permite que sucedan las cosas a diferentes niveles.

Julián: Parece que Avi Grimberg hizo una síntesis entre técnicas orientales y occidentales, desde el masaje al yoga. Mi pregunta es si, esta síntesis está acabada, es completa o está habiendo una elaboración constante.

TAL: No sé si síntesis sería la palabra más correcta para utilizar porque puede parecer una síntesis, porque utilizamos diferentes herramientas y conceptos que puedes encontrar en filosofías y técnicas orientales y occidentales. No es una mezcla de diferentes ideas, pero para poderlo aplicar y hacer que sea un trabajo tangible buscamos las máximas herramientas posibles, en este sentido sí que encuentra similaridades entre yoga y otras cosas, pero el propósito de alguna forma es diferente, la forma en que está creado o construido. El método está en desarrollo constante nunca se detiene y no busca alcanzar ninguna cima porque forma parte del método cambiar.

Julián: Hay varios trabajos dentro del Método Grimberg. ¿Cuáles son las bases de la reflexología holística, y cómo percibe esta técnica el el desequilibrio energético?.

TAL: Podría decir que la reflexología holística es como una miniatura del Método Grimberg porque toma una parte pequeña pero aplica todos los conceptos y reglas. Dentro de la Reflexología Holística está la parte de diagnosis; el concepto de enseñar y no sanar; las diferentes técnicas que como practicante tienes que utilizar para una persona ese día; y la forma de realmente seguir un proceso y saber donde está la persona, porque no se trata de una técnica que se trata de una manera exacta, cada vez tienes que mirar a la persona, ver que le ha pasado y escoger lo que tienes que hacer hoy para apoyarle hacia donde va.

Julián: ¿Cómo puedes ver los fenómenos físicos y su historia personal en los pies?.

TAL: En los pies hay diferentes señales, el lenguaje del análisis de los pies toma en consideración las diferentes señales, no sólo parece que esto está mal y aquello también. En los pies se ven todas las historias incompletas.

Julián: ¿Es diferente a la reflexoterapia podal que hace una analogía entre tal punto del pie y tal órgano?

TAL: En muchas formas sí. Básicamente también decimos nosotros que los pies muestran a toda la persona, pero no nos referimos tanto a los órganos sino que miramos la imagen completa de la persona a todos los niveles, nos referimos más al tipo de energía que tenga la zona y no tanto al órgano. Si viniera una persona diciendo que tiene un problema en el hígado no trabajaríamos automáticamente en la zona del hígado, miraríamos los pies y podríamos encontrar que el desequilibrio real no está en el higado sino en otra parte que le está afectando. Es una visión global.

Julián: Muy interesante esta visión a través de los pies. En occidente olvidamos los pies, son algo encerrado siempre en zapatos, doloridos, etc, sin embargo en oriente hay una valoración que creo yo debemos recuperar.

TAL: Para nosotros es una ventaja porque las personas lo que puede esconder hablando o con los ojos, no lo puede esconder con los pies.

Julián: ¿Hay un orden creciente en el aprendizaje, en los cursos del Método Grinberg? ¿Cualquier persona puede acceder a ellos? 

TAL: Las personas deben de estar básicamente sanas, porque hay algunas cosas que llamamos contraindicaciones para este trabajo. Las personas con estas contraindicaciones no pueden estudiar ya que como estudiantes reciben el mismo trabajo. Pero los estudiantes no necesitan ningún conocimiento anterior, sólo necesitan tener ciertas cualidades que es difícil comprobar antes.

Julián Peragón