Meditación Síntesis. Preparativos

Meditación Síntesis. Preparativos

En las páginas anteriores hemos intentado clarificar el sentido profundo de la meditación, más allá de la forma que ésta pueda más tarde adquirir. Ponernos de acuerdo en dónde ubicamos el norte nos ayuda enormemente a caminar por el sendero sin perdernos. Tenemos, entonces, el objetivo medianamente claro y nuestro impulso va en esa dirección. Al menos, esa es la consigna de salida.

En los capítulos posteriores describiremos las siete etapas de este camino meditativo, cada una de ellas con sus objetivos concretos, con las técnicas adecuadas para conseguirlos y -cómo no- con los obstáculos que posiblemente se nos irán presentando. Es decir que tendremos en nuestras manos una guía de viaje. Se trata de un viaje hacia nuestro interior, de cuyo territorio conocemos sólo algunos tramos… por lo que nos adentraremos –si somos lo suficientemente valientes- en parajes desconocidos o poco transitados. Está claro que ese largo viaje hay que prepararlo. Tendremos que decidir qué hemos de incluir en la mochila y qué no. Una mochila muy pesada nos dificultará el camino, pero si llevamos pocas provisiones también se verá en un brete la buena marcha del viaje…

La pregunta es, entonces, cuáles son los preparativos que hemos de tener en cuenta a la hora de meditar. Cada momento y cada persona, según sus gustos y necesidades, marcará una pauta determinada. A veces basta con sentarse en una silla y cerrar los ojos, o caminar serenamente mirando el horizonte. Siempre que sea posible, buscamos la simplicidad, la idoneidad del momento, el mismo impulso interior de recogimiento. Cuando todo se pone a favor, sólo hay que dejarse llevar. El problema radica cuando los elementos se colocan en una posición antagónica, cuando el viento no sopla, o sopla en contra… El marinero que llevamos dentro tiene que saber afrontar una tormenta, sortear unos arrecifes o echar el ancla antes de rendirse.

La desgana, el ruido externo, la falta de espacio, la inconstancia, el sueño o una agenda complicada pueden echarlo todo a perder… pero también pueden ayudarnos a fortalecer nuestra determinación interna y a crear condiciones favorables para la práctica de la meditación. Veamos algunas de ellas.

Práctica

Si los músicos tocaran sus instrumentos sólo cuando se sintieran inspirados, probablemente la música se hubiera acabado hace mucho tiempo. Como en cualquier arte, también en la meditación hay una parte de inspiración y bastante más de práctica, pura y dura. La práctica constante, diaria si es posible, relaja los automatismos, refuerza el control del elemento que utilizamos, despeja cualquier rastro de pereza, fortalece la concentración y nos coloca en una posición óptima para que surja ese duende que todos llevamos dentro o esa sensibilidad que está a flor de piel.

En cuanto a la meditación, la práctica diaria es un compromiso con el despliegue de las propias potencialidades y un coraje para estar a punto delante del cojín a la hora acordada. Es el mismo coraje que debe tener el campesino para arar y abonar la tierra, plantar las semillas y regar convenientemente, haga buen o mal tiempo, para poder luego disfrutar de los frutos anhelados. Hay un punto de incondicionalidad en la práctica meditativa, cuando comprendemos que ésta no puede estar supeditada a las condiciones climáticas, a que hayamos dormido lo suficiente, a que tengamos dolor de cabeza o a que haya mosquitos alrededor.

Con la práctica meditativa aprendemos a no atarnos a la rueda de las circunstancias -ni a las externas ni a las internas-, y a fortalecer ese centro de observación que está más allá del juicio. Hay tanta belleza en un día claro como en uno nublado, no hay diferencia sustancial entre las cinco o las once de la mañana, ni preferencia por el verano o el invierno, ni excusa tampoco por tener el estómago lleno o vacío. Seguimos teniendo nuestros gustos y aversiones, qué duda cabe, pero la meditación es un cohete que deja muy abajo la capa atmosférica de nuestras preferencias. Nos interesa conocer íntimamente la realidad. Para ello, cualquier momento es perfecto. Incluso, el dolor de rodillas nos recuerda que a millones de seres les duele también la rodilla en ese preciso instante, e incluimos entonces a todos ellos, junto a nuestro dolor, dentro de la realidad que observamos.

La práctica de la meditación es un cascarón frágil en medio de la aleatoriedad de las circunstancias. Precisamente por eso, es una rara avis y es preciso guarecerla; participa de aquella belleza que sólo se puede moldear con nuestras manos. Es como la receta de la abuela, que sólo a ella le salía en su punto. Si pudiéramos definir la práctica como una receta, diríamos que es necesario una gran dosis de voluntad y compromiso, dos cucharadas de coraje y tres de confianza. Sazonada con curiosidad, inteligencia y respeto. Por último, gratinada con una buena capa de constancia. ¡Eso es todo!

 

Momento adecuado

Es muy bueno tener la flexibilidad de meditar cada día a cualquier hora, pero es cierto que algunos momentos pueden resultar más propicios que otros para desconectar de la rutina diaria y acceder a un espacio de contemplación. Al final, nuestra capacidad de organización es clave para conseguirlo. La gran excusa que todos hemos aireado en algún momento es la falta de tiempo. Ante esto, a veces propongo a mis alumnos una lista con todas las actividades que realizan durante cualquier día laboral. El resultado es sorprendente. Si sumáramos las horas que pasamos delante del televisor, contestando correos electrónicos y SMS, navegando en internet o curioseando en las redes sociales, nos echaríamos las manos a la cabeza. Dormir mucho, fraccionar las compras semanales, ordenar lo que ya estaba ordenado o hablar por teléfono sin medida pueden verse como los síntomas de una falta de gestión del tiempo, y por ende, de la propia vida.

Tal vez el primer paso en la meditación pase por observar nuestro manejo del tiempo en la resignación de lo que no nos conviene, la aceptación de un estilo de vida no elegido, la esclavitud de un horario laboral impuesto o el exceso de compromisos sociales inevitables. No se trata de frustrarse ante los imperativos de la sociedad: todos pactamos un poco para poder convivir con una cierta estabilidad y seguridad, pero siempre es posible rescatar un margen de libertad, una reserva de tiempo para uno mismo.

Es posible y deseable hacerse un hueco en la agenda diaria para meditar. La naturaleza, por otra parte, parece tener también su momento de meditación. Cuando amanece o anochece, el día parece pararse. En el tránsito entre la noche y el día, y entre el día y la noche, la calidad del viento, la intensidad de la luz y el sonido de la naturaleza tienden a la calma. La misma naturaleza que está en nuestro cuerpo se solapa con ese nuevo cambio de ritmo y también busca la quietud. No es de extrañar que tradicionalmente se hayan buscado esos momentos óptimos para hacer meditación.

La meditación de la mañana nos coloca en una buena disponibilidad para afrontar el día y nuestro trabajo. La meditación de la tarde recrea el nido para recogernos del cansancio o la dispersión. La mañana es como una primavera llena de posibilidades a punto de florecer, y la tarde un espacio otoñal de extraordinario colorido que hay que saber seleccionar. El alba nos prepara para la acción, mientras que el ocaso nos recompone del exceso del mundo. Ambos momentos son complementarios, aunque a veces, según nuestras necesidades y disponibilidad de tiempo, elijamos sólo uno de ellos.

No obstante, hay un elemento social, además del natural, que es preciso tener en cuenta. Si elegimos para meditar un momento del día en el que puede sonar el teléfono, en el que nuestros hijos pueden abrir la puerta para pedirnos algo, o pueden presentarse mil contrariedades por el estilo, entonces nuestra meditación saltará en mil pedazos. Elegir un momento del día muy temprano o muy tarde es útil porque no sonará el teléfono, los niños estarán dormidos y no tendremos la tentación de levantarnos para hacer algo pendiente. Una hora que está fuera de lo social es un tesoro para la meditación. Claro que esto conlleva renunciar a veces a horas de sueño o al confort del reposo.

 

Espacio sagrado

Si elegir el momento del día es importante, no lo es menos el escoger el espacio donde vayamos a meditar. Primeramente, nos hemos peleado con nuestra agenda y con rigor hemos gestionado nuestro tiempo para obtener un oasis temporal de calma. Es posible que ahora también tengamos que batallar con el espacio destinado a meditar, que probablemente esté en nuestra casa. Si cada mañana, antes de meditar, hemos de retirar el sofá, plegar las sillas, cerrar la ventana para que no llegue el ruido de los coches, buscar la esterilla y el cojín, es posible que llegue un momento que levantarnos para meditar se nos vuelva demasiado pesado.

Sería deseable, por lo tanto, que nos creáramos un espacio específico para la meditación -dentro de lo posible-, porque entonces el mismo espacio nos invitaría a la práctica, de la misma manera que una biblioteca invita a la lectura y un gimnasio a la actividad física. Si en la biblioteca se respira silencio y en el gimnasio actividad, nuestro espacio de meditación ha de buscar el recogimiento. Evitaremos los lugares de paso, así como colocar el cojín detrás de una puerta, frente a un espejo, al lado del ordenador… para evitar interferencias físicas y asociaciones emocionales. Ahora bien, como no siempre nos sobra espacio en casa ni tenemos necesariamente una habitación para uso exclusivo de nuestra práctica meditativa, podemos construirnos un espacio virtual en el que, con pocos movimientos, demos cabida a nuestro espacio de meditación. Por ejemplo, podemos dejar la esterilla plegada delante de la ventana, para poder desplegarla en un santiamén.

Un espacio demasiado oscuro puede invitar a la somnolencia… y uno muy iluminado puede activarnos demasiado. Buscar la penumbra sería deseable, así como una temperatura confortable y una buena ventilación. Casi siempre el sentido común nos auxilia. Una música tranquila de fondo puede ayudarnos a tapar un ruido molesto o a inducir un estado de calma en las etapas de iniciación a la meditación. Por otra parte, también es deseable que el espacio esté ordenado y limpio, sin un exceso de cuadros o libros alrededor que nos puedan llevar involuntariamente a asociaciones peregrinas. Es importante tener en cuenta la sobriedad de elementos y la belleza de lo que nos rodea, pues también nuestra alma se alimenta de armonía.

Cuando hablamos de belleza, no nos referimos a una belleza convencional, demasiado polarizada en las superficies de las cosas: nos referimos al delicado encuentro entre el objeto y la mirada. Bella puede ser la sucesión de las estaciones que podemos vislumbrar a través del ventanal; bello, el musgo que gana terreno en el desconchado de la pared durante el invierno; bellas, las baldosas antiguas en un suelo que ha sido pisado miles de veces por muchas generaciones, y bello también el tapete de ganchillo único e irrepetible que tenemos encima de la mesa, del que ya no recordamos quién lo habría tejido…

El espacio de meditación tiene que ser un espacio real, un espacio que nos recuerde que estamos dentro del mundo, un mundo que es pasajero, impermanente, imperfecto. El cojín gastado de tanto sentarnos o la cortina arrugada y vieja nos recuerdan que todo es provisional y que todo -nosotros incluidos- estamos inmersos en el cambio permanente. Bello es sentarse y levantarse, abrir y cerrar la ventana, inspirar y espirar, atender a lo minúsculo y a lo extremadamente grande, vivir intensamente y estar dispuestos también a morir.

Pero no le demos demasiada importancia al continente: la meditación es un saber estar aquí y allí, en cualquier lugar donde nos encontremos. Si no nos enraizamos en la presencia, no nos bastará un palacio para encontrar la paz. El espacio primigenio es el espacio del corazón, que habitamos permanentemente. Aun en el peor de los espacios, podemos meditar si ponemos corazón. Si nos concentramos en el centro del pecho y dejamos que energéticamente éste se expanda en todas las direcciones, creando una especie de huevo luminoso, notaremos que el espacio exterior termina acogiéndonos con placidez y calor humano.

 

Centro simbólico

Para dibujar correctamente un círculo, conviene marcar un punto y trazar la circunferencia con un compás, pues necesitamos un centro que esté a la misma distancia de los infinitos puntos que tiene el círculo. Cada vez que meditamos, hacemos algo parecido: marcar un centro desde donde contemplamos el círculo de nuestra vida. La diferencia entre una vida caótica y otra más ordenada radica precisamente en la presencia de un centro de vivencia. Así como en la meditación buscamos un centro de observación, sería deseable que el espacio que nos acoge para meditar también lo tuviera. No es que sea muy importante, pero un centro simbólico puede ayudarnos a canalizar de entrada nuestras energías dispersas.

¿Cómo podemos generar ese centro? A través del símbolo, de esos símbolos que nos reconfortan, que evocan cualidades sabias y que nos abren a un mundo mucho más amplio del que marcan a golpe de silbato nuestros sentidos. Es probable que un budista ponga en su altar una figura de Buda, un cristiano una cruz o la Virgen María, y un hinduista a Shiva o Krishna como mesías, avatares o maestros de su propia religión. Sería lo apropiado.

Los que no seguimos ninguna religión, tenemos otras muchas posibilidades. Eso sí, tendremos que hacer un esfuerzo para concretar el soporte simbólico que nos ayude a remar con más fuerza para llegar a la otra orilla, es decir, que despierte sensibilidades dormidas y que azuce la consciencia. En este sentido, hay una serie de elementos que, sin tener una connotación religiosa directa, suelen formar parte de una gran mayoría de altares en todas las tradiciones. Resuelven una parte práctica -como veremos-, pero también contienen un trasfondo simbólico evocador.

El humo del incienso, con sus formas volátiles y caprichosas, serena el ambiente. El perfume del incienso nos invita a respirar más profundamente y tiñe la habitación de un aroma que nos recuerda que estamos en un espacio que para nosotros es sagrado.

La luz de la vela nos ayuda a conseguir una penumbra íntima y acogedora, y evita la luz artificial, que a menudo excita el sistema nervioso. A la vez, la concentración sobre la llama de la vela puede ayudarnos a favorecer la concentración en los primeros momentos de la meditación.

Un recipiente de agua ayuda a humedecer el ambiente, favoreciendo de esta manera una mejor respiración. La sensibilidad del agua es la flor que se nutre con ella, y las flores -todos lo sabemos- son un símbolo de belleza y armonía. Cada flor, con su presencia, es una invitación a florecer internamente, a no temer ser lo que somos y a expresar lo que tenemos dentro.

La piedra es el tesoro de la tierra. Una vez pulida, la piedra se vuelve preciosa, y nos regala matices de colores, como el rojo del rubí, el azul de la turquesa o el verde de la esmeralda.

Por último, tenemos el cuenco, de metal o cuarzo. Con su sonido, el cuenco nos puede ayudar a abrir y cerrar la sesión de meditación, pero también a introducir una vibración que producirá una pausa en la mente que tantas y tantas vueltas da sin parar. Tras escuchar el sonido del cuenco, aparece más fácilmente el silencio.

Hemos nombrado, entonces, cinco elementos cotidianos, fáciles de conseguir y que arropan en conjunto nuestras meditaciones. Pero aún hay más. Estos cinco elementos llevan un mensaje secreto: son una especie de exteriorización de funciones psíquicas y de dimensiones del ser que es preciso reconocer y equilibrar.

El elemento tierra (la piedra) alude a nuestro cuerpo y, dentro de él, a lo más sólido: el esqueleto. Simboliza la tierra que pisamos y nuestra capacidad para nutrirnos y sobrevivir. También es la percepción del mundo tangible: siempre que construimos y damos cuerpo a nuestros proyectos estamos haciendo “tierra”, estamos enraizándonos, potenciando nuestra estabilidad.

El elemento agua (la flor) está presente en todos los fluidos de nuestro cuerpo. Nos habla de nuestra capacidad para movernos y fluir con lo que acontece. El agua siempre va hacia las profundidades, allí donde están nuestras ilusiones y nuestros sueños. Pero también tiene que ver con el principio de placer y el deseo, que necesitan ser encauzados para no desbordarse.

El elemento fuego (la vela) está en nosotros como energía y vitalidad. Si el agua fecunda la tierra, ambas necesitan el calor para poder germinar la semilla que llevan dentro. El fuego es esa chispa de nuestro poder personal que, a través de la voluntad y el esfuerzo, afianza la independencia, la libertad y los ideales. Es el entusiasmo que impulsa los momentos creativos que salpican nuestra vida.

El elemento aire (el incienso) está presente en nuestros pulmones y en la respiración. Ayuda al fuego a hacer la combustión necesaria para que haya vida. Ese aire que envuelve a nuestras relaciones y que posibilita un buen diálogo y entendimiento es necesario para hacer un proceso de sanación a través del amor y el perdón.

Y por último, el elemento éter (el sonido del cuenco) es el espacio interno que permite la existencia de todos los demás elementos. Es propiamente la quintaesencia de los anteriores, y nos insinúa que hay un punto intermedio entre la percepción y la intuición, entre el pensamiento y el sentimiento, que los engloba a todos. El sonido vibra en todo el espacio y se encarga de purificar nuestra mente para abrirnos después a la luz de la consciencia.

Meditar sobre una esfera, una pirámide, la flor de la vida, el yin-yang o simplemente sobre una hoja caída en el otoño, entre otros, puede ser enormemente revelador.

 

Naturaleza

Sea en la forma de la flor que tenemos en el altar, en la ventana que deja ver un trozo de cielo, en el jardín con nuestras plantas o en el bosque que tenemos delante, la naturaleza está presente en nuestras meditaciones. Qué duda cabe que somos naturaleza especializada y que, aunque nos hemos opuesto a ella por motivos culturales, entre otros, hay en nosotros una necesidad -biológica pero también psicológica- de volver la mirada a su seno.

La naturaleza es una matriz que nos ha visto nacer como individuos y como especie, y que nos alumbra permanentemente. Y si bien nosotros la hemos modificado… también ella nos recrea, a su manera. La piedra que tocamos es piedra y la hierba que pisamos es hierba. La naturaleza está hecha de cosas “verdaderas”, a diferencia de la ciudad, que revestimos con nuestros plásticos, pinturas y decorados. Hay un mensaje en la naturaleza que nos remite a lo esencial y que nos rescata de lo artificial, aunque lo artificial se ha hecho tan necesario que forma ya nuestra segunda naturaleza.

Meditar en, con y sobre la naturaleza es volver a respirar profundamente el mensaje de la vida: nacemos, crecemos, morimos, volvemos a renacer, una y otra vez. En la naturaleza todo cambia y todo se transforma, sin dramatismo, sin apego, sin creencias ni supersticiones. El agua se evapora, se condensa, se solidifica, se hace nube, río, lago, mar, iceberg o rocío… pero nosotros nos aferramos a las formas, temerosos de disolvernos en la nada, y nos volvemos impermeables a la impermanencia.

Al meditar en la naturaleza, podemos sentir esa profunda confianza que hay instalada en su programación. Al sentarnos bajo el árbol logramos conectar con la quietud; al mirar la flor, podemos sentir una alegría sin fondo. Bajo nuestros pies descalzos, el sendero del bosque apaga las luces de neón de nuestra mente. Recuerdo, en Japón, meditar delante de jardines zen: rectángulos de grava blanca con montículos de piedra que transmitían simplicidad y armonía, un juego entre la forma y el vacío, entre la naturaleza real y la naturaleza recreada, entre el objeto y el sujeto. En los jardines anexos, cañas de bambú recogían agua en su interior, venciéndose por el peso y produciendo un sonido característico, al chocar contra la piedra desnuda. Ese sonido rompía momentáneamente el silencio natural, pero simultáneamente despejaba el ruido mental.

 

Postura

Lo primero que observaremos, si nos sentamos a meditar en el suelo con las piernas cruzadas, es lo extraordinariamente difícil que resulta mantener la postura estable durante mucho tiempo. Esto es así porque las rodillas quedan más altas que la pelvis, y en consecuencia la columna se encorva, para evitar que nos caigamos hacia atrás. En una postura así, el diafragma no puede desempeñar su función correctamente, porque el vientre queda hundido, y las cervicales se comprimen para que la cabeza mantenga la horizontalidad de la mirada. Así, no es posible meditar.

En parte, el problema se soluciona utilizando un cojín, tal como hizo Buda -según la leyenda- al aceptar de una campesina un fardo de paja, que puso bajo sus nalgas para estabilizar su postura. Cada persona, según la flexibilidad de su cadera, deberá tener un cojín más o menos alto. Lo importante es que el cojín nos ayude a elevar la pelvis y permita que las rodillas se apoyen perfectamente sobre el suelo, para construir un triángulo estable. La función de la postura es permitir estados de gran calma y de absorción mental. Esto requiere una base realmente estable, como la del tentetieso que teníamos de pequeños: le empujáramos por donde le empujáramos, siempre volvía a su equilibrio.

Pero no sólo hemos de elevar la pelvis; también la hemos de rotar hacia delante. Si nos sentamos en el centro del cojín y hacemos una anteversión de la pelvis (es decir, llevamos las crestas iliacas hacia delante, permitiendo que los isquiones se apoyen en su parte anterior), conseguiremos una acentuación de la curvatura lumbar. Esta ligera hiperlordosis lumbar facilita enormemente una respiración amplia abdominal y abre las costillas, enderezando la región torácica. Asimismo, las cervicales se proyectarán entonces de forma natural y la barbilla quedará levemente recogida hacia abajo.

Hay que insistir en no suprimir las curvaturas naturales de la espalda. No se trata de mantener la columna como si fuera un palo rígido, pero tampoco hay que perder el impulso a la verticalidad. Un exceso de curvaturas nos habla de un exceso de tensión, de una respiración forzada y de una pérdida de la atención. Al principio puede ser útil meditar delante de un espejo, para observar la alineación, o asistir a una clase regular de meditación, para que la persona que hace de guía corrija convenientemente nuestra postura.

La alineación de la postura es una cuestión de economía postural: si los segmentos corporales están en el eje de gravedad, no habrá tensión. Pero si partimos de una cifosis dorsal, una hiperlordosis lumbar o cervical, o bien de una escoliosis, tendremos mucha más dificultad en mantener la postura estable y sin esfuerzo. De ahí la importancia de hacer, complementariamente a la meditación, un trabajo de yogaterapia o reestructuración postural. A medida que vayamos ganando en la alineación de la postura, la sensación de bienestar y ligereza irán en aumento. Podemos utilizar la gravedad como una gran maestra y alinearnos con su ayuda sin esfuerzo, como hacen los grandes árboles, que pesan cientos de toneladas pero se mantienen erguidos porque crecen majestuosamente en la vertical.

El tema de la posición de las piernas es controvertido. Es cierto que la postura del loto (con los pies sobre el muslo contrario) procura una gran estabilidad, además de presionar los meridianos que pasan por los muslos y enlentecer así el flujo circulatorio, para que haya un plus de energía disponible en el proceso de introspección. Sin embargo, no todos hemos vivido en una cultura donde la gente se sienta diariamente en el suelo, flexibilizando así las caderas, rodillas y tobillos lo suficiente como para conseguir esta postura con naturalidad. Muchos nos hemos fracturado los meniscos por intentar imitar esta postura extraordinaria… por lo que estamos obligados a encontrar otras posturas, igualmente estables pero menos intensas para nuestras articulaciones.

La postura de medio loto o la postura en la que un tobillo se coloca encima del otro, o la birmana (con un pie delante del otro) consiguen también un grado óptimo de estabilidad. En todas las posturas de piernas cruzadas, es conveniente ir alternando el cruce de las piernas para que haya un equilibrio en las fuerzas musculares de la pelvis. Casi siempre, una pierna estará más flexible que la otra, por lo que tenderemos a poner siempre la misma pierna encima. Tendremos entonces que acostumbrarnos a resistir cierta incomodidad con la otra, hasta que ambas se equilibren.

A quienes tengan problemas en las rodillas, la rotación interna de rodilla no les irá bien. En ese caso, convendría utilizar la postura del diamante (sentarse a horcajadas sobre el cojín, un taburete, o directamente sobre los talones). En esta postura, la verticalidad es todavía más libre, porque la cadera está en una posición más natural y no soporta la abducción ni la rotación externa: sólo la flexión. Incluso, personas mayores, personas con algún grado de discapacidad física, o simplemente con tensiones o acortamientos musculares pueden meditar estupendamente en una silla. Basta con sentarse en el borde, sin apoyo del respaldo, asegurándose de que los isquiones se hundan bien en el asiento, de que los pies estén bien enraizados en el suelo y de que las rodillas se mantengan paralelas y separadas a la distancia de las caderas.

En cuanto al rostro, la boca permanecerá cerrada, las mandíbulas relajadas (pero no abiertas) y la lengua plegada sobre el paladar, sin moverse, cerca de los dientes frontales superiores. En esta posición parece que segregamos menos saliva y la boca no se reseca tanto. Pero mucho más importante que la posición de la boca es la actitud de mantener una sonrisa interna. Es más un gesto interno que externo, que nos permite conectar con una actitud benévola y de falta de esfuerzo. Todos sabemos sonreír, y con esa sonrisa apenas visible podemos ahuyentar nuestras preocupaciones fácilmente.

Por otro lado, está el dilema de si es preferible tener los ojos abiertos o cerrados. Los ojos cerrados favorecen la interiorización, pero nos llevan con facilidad a la somnolencia. Los ojos abiertos nos mantienen despiertos, pero nos pueden distraer con suma facilidad. Una solución es la de mantener los ojos semiabiertos, sin focalizar en nada. Como si estuviéramos mirando hacia el infinito, con la mirada relajada. De todas maneras, si el ángulo de la mirada es muy alto, fácilmente nos podemos ir a los pensamientos, y si es demasiado bajo, volvemos a favorecer la ensoñación… Mirar hacia el suelo, aproximadamente a un metro de distancia, puede ser una buena opción, pues así propiciamos un ángulo neutro. Aun así, cada uno debe encontrar su propia posición confortable.

Las manos, brazos y hombros también son importantes en la postura de meditación. Procuremos que los hombros estén nivelados, totalmente relajados y sin rotación interna, cosa que podemos conseguir cuando los omóplatos campanean hacia dentro, evitando salir como alerones. Los brazos no deben estar completamente pegados al cuerpo y las manos deben mantener un nivel de sensibilidad. Tradicionalmente, las manos se colocan en una especie de gesto simbólico que llamamos, en sánscrito, mudrā. Las manos son extraordinariamente sensibles; pueden hacer centenares de movimientos diferentes y mantienen un estrecho contacto con nuestro cerebro. La gestualidad de las manos forma parte de un lenguaje muy arcaico, y no es de extrañar que muchos gestos que hacemos con los dedos tengan profundas connotaciones emocionales y psicológicas. El puño se cierra cuando sentimos ira, se abre cuando sentimos hospitalidad y ternura cuando acariciamos. En la meditación, podemos aprovechar ese canal de conexión tan profundo con nuestra psique que nos brinda el lenguaje de las manos.

Hay varios gestos con las manos que se han utilizado tradicionalmente en meditación. Uno de ellos es dhyana mudrā, el gesto de la contemplación. Habitualmente, la mano izquierda se coloca dulcemente sobre la derecha y los dedos pulgares se enfrentan en la horizontal. Simbólicamente, podemos decir que la realidad manifiesta (izquierda) está sostenida por otra realidad invisible, que es el espíritu (derecha). En otras tradiciones es la mano izquierda la que está debajo, pero el simbolismo es parecido. Los dedos pulgares no deben hacer ni valle ni montaña, y el hecho de permanecer atentos a esto constituye una especie de test de atención. Si hay mucha tensión en la postura, probablemente los dedos presionarán demasiado y formarán una montaña; si por el contrario estamos dispersos, los dedos se separarán y formarán un valle. Ambas manos dibujan, así, una especie de tubo enfocado en el bajo vientre, como recordándonos que hay que bajar al vientre, a las sensaciones, a la gravedad de la presencia para alejarnos del torbellino mental. La imagen es clara: en este gesto, las manos son como dos cuencos llenos de agua que hay que mantener en equilibrio para que no se vuelquen.

Otro gesto interesante que usamos en meditación es jñana mudrā, el gesto de la consciencia. El dedo índice y el pulgar se tocan en las dos manos, levemente yema contra yema; los otros tres dedos están extendidos. Las manos se apoyan sobre los muslos, mirando hacia arriba o hacia abajo. Al igual que en dhyana mudrā, el contacto de los dedos puede aprovecharse como un test: si hay mucha dispersión, los dedos se separarán y si hay mucha tensión se elevarán. Es muy interesante el simbolismo asociado a este gesto: la propia individualidad en contacto sutil con la totalidad que nos rodea; en otras palabras, el alma (dedo índice) en comunión con el espíritu (dedo pulgar). Es un mensaje de unión, de trascender la dualidad, de comprender que la separación con lo Absoluto es menor que la separación entre el índice y el pulgar, es decir, que no la hay, que no la ha habido nunca, que la creencia en la separación ha sido sólo eso: una creencia, una ilusión de nuestra mente.

Ya tenemos casi todas las claves de la postura meditativa. Son meramente una referencia útil. No olvidemos que ha habido grandes músicos que cogían la trompeta o el violín de una forma poco ortodoxa y, sin embargo, su música era celestial. La postura meditativa es muy personal, y cada uno ha de investigar hasta dar con “su” postura. Lo importante, al final, es la sensación de estabilidad que nos conecta con la presencia, la verticalidad que nos abre a la sensibilidad de la atención, la respiración amplia y sin esfuerzo que nos inunda de energía fresca y la sensación de profunda relajación que nos invita a la quietud del alma.

 

Calentamiento

Si queremos hacerlo realmente bien, empezaremos con un pequeño calentamiento, previo a la adopción de la postura, y concluiremos con otro de compensación, después de la sesión meditativa. Los que meditamos por la mañana nos damos cuenta de que, nada más levantarnos, el cuerpo está frío, envarado y con la musculatura acortada. Si entramos directamente a la postura de meditación, notaremos que nos cuesta mucho encontrar la estabilidad. Todo esto depende de si es verano o invierno, de si somos jóvenes o mayores, de si practicamos algún método corporal diariamente o nunca hacemos ejercicio físico. Cuanta más rigidez corporal tengamos, más tiempo de calentamiento tendremos que hacer.

El calentamiento busca liberar los puntos de mayor tensión y aumentar la circulación sanguínea para que haya más oxígeno a nivel celular. Por otro lado, ciertas zonas bloqueadas y duras consiguen así aumentar su sensibilidad. A través de la actividad aeróbica, liberamos reservas de energía. Podemos incidir más en el aspecto articular, en el circulatorio, en el respiratorio o en el muscular según nos convenga, aunque sería deseable no olvidarnos de ninguno de estos aspectos.

Si tenemos poco tiempo, podemos hacer un calentamiento mínimo una vez instalados en la postura: una serie de mecimientos, de izquierda a derecha, de atrás hacia delante, o bien un pequeño movimiento circular que integre ambos. En estos mecimientos, toda la musculatura de la espalda y del cuello empieza a soltar tensión.

Si queremos intensificar más, para preparar adecuadamente la postura podemos hacer lo siguiente, una vez estamos en la postura de meditación:

Entrelazar las manos y proyectar los brazos hacia el cielo, estirando la espalda para descomprimir los espacios intervertebrales.

Hacer una inclinación lateral hacia la izquierda, con el brazo derecho en abducción y la mano izquierda apoyándose en el suelo. Repetir hacia el lado derecho. Este movimiento nos ayuda a estirar el costado, flexibilizar la musculatura intercostal y abrir la cintura escapular.

A continuación, podemos hacer una torsión con todo el raquis. Siempre desde la postura erguida de meditación, girar todo el tronco hacia la izquierda apoyándonos, por ejemplo, con la mano derecha en la rodilla izquierda, haciendo un poco de tracción, sin forzar. Lógicamente, también lo haremos hacia el otro lado. Con este movimiento, flexibilizamos en general la columna vertebral, en particular la cintura escapular, y liberamos la respiración de tensiones.

Con las piernas estiradas y abiertas, podemos flexionar la columna como si quisiéramos cogernos los pies. Así, estiramos toda la cadena muscular posterior, flexibilizamos en concreto la cadera en flexión y estiramos la musculatura aductora de las piernas.

Una vez vueltos a la postura erguida, no nos iría mal incidir sobre las cervicales haciendo movimientos pendulares con la cabeza de un hombro al otro.

Podemos también soltar la mandíbula y relajar la lengua.

Por último, soltar la tensión del entrecejo y dar unos golpecitos en forma de diadema sobre el cráneo para despejar la tensión mental.

Estos siete movimientos son muy válidos para colocarnos bien en la postura de meditación. Aun así, siempre podemos hacer un trabajo de calentamiento todavía más concienzudo para soltar mejor las articulaciones y la musculatura. No es éste el lugar para describir con detalle una serie de ejercicios posturales, pero sí para recordar que conviene incidir especialmente sobre tobillos, rodillas y cadera, ya que la postura meditativa exige mucho de dichas articulaciones. También es importante flexibilizar la cintura escapular y toda la espalda, sin olvidarnos de darle tono para mantener la verticalidad sin agotarnos.

En el esquema clásico del Yoga, después del trabajo postural y antes de la meditación viene el trabajo respiratorio. La respiración está tan estrechamente relacionada con la mente que, si conseguimos volverla larga y sutil, influiremos directamente sobre la calma de nuestro estado mental. El tránsito hacia el aspecto introspectivo será, así, mucho más fluido. Por eso, sería conveniente hacer una serie de respiraciones profundas antes de comenzar la meditación. Podríamos hacer, por ejemplo, un ciclo de doce respiraciones, contando con el dedo pulgar de la mano izquierda sobre el regazo, las doce falanges que existen entre los cuatro dedos restantes. Ésta es una manera fácil de seguir el ritmo, sin tener que contar.

Después de la meditación, especialmente si hemos hecho una sesión larga, el cuerpo puede estar dolorido o agotado por la postura inmóvil. Si tiene sentido calentar para preparar la postura, también lo tiene el compensar los efectos indeseables. Algunos movimientos que podemos hacer, entonces, son los siguientes:

Volver a estirar los brazos hacia arriba para descomprimir la columna.

Flexionar hacia delante, dejando caer la cabeza y estirando los brazos en el suelo, para relajar la musculatura posterior del cuerpo.

Entrelazar las manos en la espalda y estirar los brazos hacia atrás para abrir la caja torácica.

Estirar las piernas y sacudirlas o mecerlas suavemente.

Masajear los tobillos con movimientos circulares y las rodillas con fricciones.

Tumbarse en el suelo y abrazar ambas piernas contra el pecho. A continuación, pequeños mecimientos de izquierda a derecha para soltar la tensión de las lumbares y de las caderas.

Completamente tumbados en el suelo, relajarnos poniendo las manos huecas sobre los ojos, para relajar la tensión ocular.

 

Saludos

Antes de entrar a los recintos sagrados de las diferentes tradiciones religiosas se acostumbra realizar algún gesto de respeto o purificación, ya sea inclinarse, arrodillarse, persignarse, descalzarse o quitarse el sombrero. Estos gestos tienen el sentido de marcar un tránsito entre el espacio profano y el sagrado. Hay cosas que se pueden realizar en uno, pero que están prohibidas en el otro.

Como veremos más adelante, el templo para el meditador es su propio cuerpo, allí donde realiza su alquimia, entre la concentración y la oración. A falta de puertas y de altares, el meditador marca el inicio y el final con un gesto, también de respeto y agradecimiento, que puede ser una sencilla inclinación con las manos juntas en el pecho. Gesto que cada uno debe acordar previamente y cargar de significado, a menos que ya esté dentro de una tradición religiosa o meditativa, en cuyo caso seguirá las pautas marcadas.

En cualquier caso, es bueno recordar al inicio de la meditación tres grandes retos con los que la mayoría de nosotros tenemos que batallar día a día, si queremos ir iluminando nuestra vida. El primero de ellos es querer ir más allá del egoísmo, tome éste la forma que tome. El segundo es ir más allá de las creencias limitadoras. Y el tercero, superar la importancia personal. Mientras recordamos esto, señalamos el vientre, la frente y el pecho. Tres enormes enemigos que se corresponden con las vías tradicionales de trascendencia del ego: la vía de la acción desinteresada (que hace añicos nuestro egoísmo), la vía del conocimiento intuitivo (que desmonta la torre de prejuicios y de creencias a través de las cuales vivimos), y la vía del amor y la devoción (que ridiculiza la importancia personal). Estos tres grandes retos se nos aparecerán tanto en la meditación como fuera de ella.

En cuanto a la finalización de la sesión meditativa, podemos recordar tres elementos más, que van a formar parte del coraje adquirido en cierta medida gracias a la misma meditación. Son tres compromisos con uno mismo y especialmente con los demás, tres acuerdos para que nuestra vida no se disipe en elucubraciones banales o metafísicas. El primero de ellos es el compromiso de asimilar cualquier conocimiento que nos ayude a nosotros y a los demás a salir de la espiral de la ignorancia; el segundo es el compromiso de asumir el carácter sagrado de la vida y cuidarla mediante una actitud purificadora en cuerpo y mente, que también podemos facilitar a los demás; y el tercero, el de abrazar sin temor el sufrimiento (propio y ajeno). Enseñanza, práctica sanadora y compasión son entonces los grandes elementos de transformación con los que nos comprometemos, conscientes de nuestras propias limitaciones en todos los ámbitos. Mientras los recordamos, tocamos con suavidad frente, vientre y pecho, respectivamente.

Lo importante es ser conscientes de que la vía meditativa requiere un compromiso, si queremos sortear los innumerables obstáculos que aparecerán en el camino. Entrar y salir de la meditación refuerza ese compromiso e imprime un respeto por una tradición fecunda que se va actualizando con las épocas. El ritual -éste, aquél, el que nosotros queramos desarrollar- nos ayuda a estar más presentes en la meditación.

Pues bien, ya tenemos la mochila hecha, el mapa del recorrido en el bolsillo y la brújula colgando de nuestro pantalón. Ahora, sólo hay que dar el primer paso. ¡Buen viaje!

Julián Peragón