Serie Global Yoga 25

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Julián Peragón




Centro Simbólico: Rafa Pomar

Rafa Pomar, La Plana octubre 2014

 

 




Centro Simbólico: Montse García

 

 

 

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Montse García. La Bartra, noviembre 2014




Àsana: terminología por grupos

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Lai Villegas




Meditación Síntesis. Preparativos

Meditación Síntesis. Preparativos

En las páginas anteriores hemos intentado clarificar el sentido profundo de la meditación, más allá de la forma que ésta pueda más tarde adquirir. Ponernos de acuerdo en dónde ubicamos el norte nos ayuda enormemente a caminar por el sendero sin perdernos. Tenemos, entonces, el objetivo medianamente claro y nuestro impulso va en esa dirección. Al menos, esa es la consigna de salida.

En los capítulos posteriores describiremos las siete etapas de este camino meditativo, cada una de ellas con sus objetivos concretos, con las técnicas adecuadas para conseguirlos y -cómo no- con los obstáculos que posiblemente se nos irán presentando. Es decir que tendremos en nuestras manos una guía de viaje. Se trata de un viaje hacia nuestro interior, de cuyo territorio conocemos sólo algunos tramos… por lo que nos adentraremos –si somos lo suficientemente valientes- en parajes desconocidos o poco transitados. Está claro que ese largo viaje hay que prepararlo. Tendremos que decidir qué hemos de incluir en la mochila y qué no. Una mochila muy pesada nos dificultará el camino, pero si llevamos pocas provisiones también se verá en un brete la buena marcha del viaje…

La pregunta es, entonces, cuáles son los preparativos que hemos de tener en cuenta a la hora de meditar. Cada momento y cada persona, según sus gustos y necesidades, marcará una pauta determinada. A veces basta con sentarse en una silla y cerrar los ojos, o caminar serenamente mirando el horizonte. Siempre que sea posible, buscamos la simplicidad, la idoneidad del momento, el mismo impulso interior de recogimiento. Cuando todo se pone a favor, sólo hay que dejarse llevar. El problema radica cuando los elementos se colocan en una posición antagónica, cuando el viento no sopla, o sopla en contra… El marinero que llevamos dentro tiene que saber afrontar una tormenta, sortear unos arrecifes o echar el ancla antes de rendirse.

La desgana, el ruido externo, la falta de espacio, la inconstancia, el sueño o una agenda complicada pueden echarlo todo a perder… pero también pueden ayudarnos a fortalecer nuestra determinación interna y a crear condiciones favorables para la práctica de la meditación. Veamos algunas de ellas.

Práctica

Si los músicos tocaran sus instrumentos sólo cuando se sintieran inspirados, probablemente la música se hubiera acabado hace mucho tiempo. Como en cualquier arte, también en la meditación hay una parte de inspiración y bastante más de práctica, pura y dura. La práctica constante, diaria si es posible, relaja los automatismos, refuerza el control del elemento que utilizamos, despeja cualquier rastro de pereza, fortalece la concentración y nos coloca en una posición óptima para que surja ese duende que todos llevamos dentro o esa sensibilidad que está a flor de piel.

En cuanto a la meditación, la práctica diaria es un compromiso con el despliegue de las propias potencialidades y un coraje para estar a punto delante del cojín a la hora acordada. Es el mismo coraje que debe tener el campesino para arar y abonar la tierra, plantar las semillas y regar convenientemente, haga buen o mal tiempo, para poder luego disfrutar de los frutos anhelados. Hay un punto de incondicionalidad en la práctica meditativa, cuando comprendemos que ésta no puede estar supeditada a las condiciones climáticas, a que hayamos dormido lo suficiente, a que tengamos dolor de cabeza o a que haya mosquitos alrededor.

Con la práctica meditativa aprendemos a no atarnos a la rueda de las circunstancias -ni a las externas ni a las internas-, y a fortalecer ese centro de observación que está más allá del juicio. Hay tanta belleza en un día claro como en uno nublado, no hay diferencia sustancial entre las cinco o las once de la mañana, ni preferencia por el verano o el invierno, ni excusa tampoco por tener el estómago lleno o vacío. Seguimos teniendo nuestros gustos y aversiones, qué duda cabe, pero la meditación es un cohete que deja muy abajo la capa atmosférica de nuestras preferencias. Nos interesa conocer íntimamente la realidad. Para ello, cualquier momento es perfecto. Incluso, el dolor de rodillas nos recuerda que a millones de seres les duele también la rodilla en ese preciso instante, e incluimos entonces a todos ellos, junto a nuestro dolor, dentro de la realidad que observamos.

La práctica de la meditación es un cascarón frágil en medio de la aleatoriedad de las circunstancias. Precisamente por eso, es una rara avis y es preciso guarecerla; participa de aquella belleza que sólo se puede moldear con nuestras manos. Es como la receta de la abuela, que sólo a ella le salía en su punto. Si pudiéramos definir la práctica como una receta, diríamos que es necesario una gran dosis de voluntad y compromiso, dos cucharadas de coraje y tres de confianza. Sazonada con curiosidad, inteligencia y respeto. Por último, gratinada con una buena capa de constancia. ¡Eso es todo!

 

Momento adecuado

Es muy bueno tener la flexibilidad de meditar cada día a cualquier hora, pero es cierto que algunos momentos pueden resultar más propicios que otros para desconectar de la rutina diaria y acceder a un espacio de contemplación. Al final, nuestra capacidad de organización es clave para conseguirlo. La gran excusa que todos hemos aireado en algún momento es la falta de tiempo. Ante esto, a veces propongo a mis alumnos una lista con todas las actividades que realizan durante cualquier día laboral. El resultado es sorprendente. Si sumáramos las horas que pasamos delante del televisor, contestando correos electrónicos y SMS, navegando en internet o curioseando en las redes sociales, nos echaríamos las manos a la cabeza. Dormir mucho, fraccionar las compras semanales, ordenar lo que ya estaba ordenado o hablar por teléfono sin medida pueden verse como los síntomas de una falta de gestión del tiempo, y por ende, de la propia vida.

Tal vez el primer paso en la meditación pase por observar nuestro manejo del tiempo en la resignación de lo que no nos conviene, la aceptación de un estilo de vida no elegido, la esclavitud de un horario laboral impuesto o el exceso de compromisos sociales inevitables. No se trata de frustrarse ante los imperativos de la sociedad: todos pactamos un poco para poder convivir con una cierta estabilidad y seguridad, pero siempre es posible rescatar un margen de libertad, una reserva de tiempo para uno mismo.

Es posible y deseable hacerse un hueco en la agenda diaria para meditar. La naturaleza, por otra parte, parece tener también su momento de meditación. Cuando amanece o anochece, el día parece pararse. En el tránsito entre la noche y el día, y entre el día y la noche, la calidad del viento, la intensidad de la luz y el sonido de la naturaleza tienden a la calma. La misma naturaleza que está en nuestro cuerpo se solapa con ese nuevo cambio de ritmo y también busca la quietud. No es de extrañar que tradicionalmente se hayan buscado esos momentos óptimos para hacer meditación.

La meditación de la mañana nos coloca en una buena disponibilidad para afrontar el día y nuestro trabajo. La meditación de la tarde recrea el nido para recogernos del cansancio o la dispersión. La mañana es como una primavera llena de posibilidades a punto de florecer, y la tarde un espacio otoñal de extraordinario colorido que hay que saber seleccionar. El alba nos prepara para la acción, mientras que el ocaso nos recompone del exceso del mundo. Ambos momentos son complementarios, aunque a veces, según nuestras necesidades y disponibilidad de tiempo, elijamos sólo uno de ellos.

No obstante, hay un elemento social, además del natural, que es preciso tener en cuenta. Si elegimos para meditar un momento del día en el que puede sonar el teléfono, en el que nuestros hijos pueden abrir la puerta para pedirnos algo, o pueden presentarse mil contrariedades por el estilo, entonces nuestra meditación saltará en mil pedazos. Elegir un momento del día muy temprano o muy tarde es útil porque no sonará el teléfono, los niños estarán dormidos y no tendremos la tentación de levantarnos para hacer algo pendiente. Una hora que está fuera de lo social es un tesoro para la meditación. Claro que esto conlleva renunciar a veces a horas de sueño o al confort del reposo.

 

Espacio sagrado

Si elegir el momento del día es importante, no lo es menos el escoger el espacio donde vayamos a meditar. Primeramente, nos hemos peleado con nuestra agenda y con rigor hemos gestionado nuestro tiempo para obtener un oasis temporal de calma. Es posible que ahora también tengamos que batallar con el espacio destinado a meditar, que probablemente esté en nuestra casa. Si cada mañana, antes de meditar, hemos de retirar el sofá, plegar las sillas, cerrar la ventana para que no llegue el ruido de los coches, buscar la esterilla y el cojín, es posible que llegue un momento que levantarnos para meditar se nos vuelva demasiado pesado.

Sería deseable, por lo tanto, que nos creáramos un espacio específico para la meditación -dentro de lo posible-, porque entonces el mismo espacio nos invitaría a la práctica, de la misma manera que una biblioteca invita a la lectura y un gimnasio a la actividad física. Si en la biblioteca se respira silencio y en el gimnasio actividad, nuestro espacio de meditación ha de buscar el recogimiento. Evitaremos los lugares de paso, así como colocar el cojín detrás de una puerta, frente a un espejo, al lado del ordenador… para evitar interferencias físicas y asociaciones emocionales. Ahora bien, como no siempre nos sobra espacio en casa ni tenemos necesariamente una habitación para uso exclusivo de nuestra práctica meditativa, podemos construirnos un espacio virtual en el que, con pocos movimientos, demos cabida a nuestro espacio de meditación. Por ejemplo, podemos dejar la esterilla plegada delante de la ventana, para poder desplegarla en un santiamén.

Un espacio demasiado oscuro puede invitar a la somnolencia… y uno muy iluminado puede activarnos demasiado. Buscar la penumbra sería deseable, así como una temperatura confortable y una buena ventilación. Casi siempre el sentido común nos auxilia. Una música tranquila de fondo puede ayudarnos a tapar un ruido molesto o a inducir un estado de calma en las etapas de iniciación a la meditación. Por otra parte, también es deseable que el espacio esté ordenado y limpio, sin un exceso de cuadros o libros alrededor que nos puedan llevar involuntariamente a asociaciones peregrinas. Es importante tener en cuenta la sobriedad de elementos y la belleza de lo que nos rodea, pues también nuestra alma se alimenta de armonía.

Cuando hablamos de belleza, no nos referimos a una belleza convencional, demasiado polarizada en las superficies de las cosas: nos referimos al delicado encuentro entre el objeto y la mirada. Bella puede ser la sucesión de las estaciones que podemos vislumbrar a través del ventanal; bello, el musgo que gana terreno en el desconchado de la pared durante el invierno; bellas, las baldosas antiguas en un suelo que ha sido pisado miles de veces por muchas generaciones, y bello también el tapete de ganchillo único e irrepetible que tenemos encima de la mesa, del que ya no recordamos quién lo habría tejido…

El espacio de meditación tiene que ser un espacio real, un espacio que nos recuerde que estamos dentro del mundo, un mundo que es pasajero, impermanente, imperfecto. El cojín gastado de tanto sentarnos o la cortina arrugada y vieja nos recuerdan que todo es provisional y que todo -nosotros incluidos- estamos inmersos en el cambio permanente. Bello es sentarse y levantarse, abrir y cerrar la ventana, inspirar y espirar, atender a lo minúsculo y a lo extremadamente grande, vivir intensamente y estar dispuestos también a morir.

Pero no le demos demasiada importancia al continente: la meditación es un saber estar aquí y allí, en cualquier lugar donde nos encontremos. Si no nos enraizamos en la presencia, no nos bastará un palacio para encontrar la paz. El espacio primigenio es el espacio del corazón, que habitamos permanentemente. Aun en el peor de los espacios, podemos meditar si ponemos corazón. Si nos concentramos en el centro del pecho y dejamos que energéticamente éste se expanda en todas las direcciones, creando una especie de huevo luminoso, notaremos que el espacio exterior termina acogiéndonos con placidez y calor humano.

 

Centro simbólico

Para dibujar correctamente un círculo, conviene marcar un punto y trazar la circunferencia con un compás, pues necesitamos un centro que esté a la misma distancia de los infinitos puntos que tiene el círculo. Cada vez que meditamos, hacemos algo parecido: marcar un centro desde donde contemplamos el círculo de nuestra vida. La diferencia entre una vida caótica y otra más ordenada radica precisamente en la presencia de un centro de vivencia. Así como en la meditación buscamos un centro de observación, sería deseable que el espacio que nos acoge para meditar también lo tuviera. No es que sea muy importante, pero un centro simbólico puede ayudarnos a canalizar de entrada nuestras energías dispersas.

¿Cómo podemos generar ese centro? A través del símbolo, de esos símbolos que nos reconfortan, que evocan cualidades sabias y que nos abren a un mundo mucho más amplio del que marcan a golpe de silbato nuestros sentidos. Es probable que un budista ponga en su altar una figura de Buda, un cristiano una cruz o la Virgen María, y un hinduista a Shiva o Krishna como mesías, avatares o maestros de su propia religión. Sería lo apropiado.

Los que no seguimos ninguna religión, tenemos otras muchas posibilidades. Eso sí, tendremos que hacer un esfuerzo para concretar el soporte simbólico que nos ayude a remar con más fuerza para llegar a la otra orilla, es decir, que despierte sensibilidades dormidas y que azuce la consciencia. En este sentido, hay una serie de elementos que, sin tener una connotación religiosa directa, suelen formar parte de una gran mayoría de altares en todas las tradiciones. Resuelven una parte práctica -como veremos-, pero también contienen un trasfondo simbólico evocador.

El humo del incienso, con sus formas volátiles y caprichosas, serena el ambiente. El perfume del incienso nos invita a respirar más profundamente y tiñe la habitación de un aroma que nos recuerda que estamos en un espacio que para nosotros es sagrado.

La luz de la vela nos ayuda a conseguir una penumbra íntima y acogedora, y evita la luz artificial, que a menudo excita el sistema nervioso. A la vez, la concentración sobre la llama de la vela puede ayudarnos a favorecer la concentración en los primeros momentos de la meditación.

Un recipiente de agua ayuda a humedecer el ambiente, favoreciendo de esta manera una mejor respiración. La sensibilidad del agua es la flor que se nutre con ella, y las flores -todos lo sabemos- son un símbolo de belleza y armonía. Cada flor, con su presencia, es una invitación a florecer internamente, a no temer ser lo que somos y a expresar lo que tenemos dentro.

La piedra es el tesoro de la tierra. Una vez pulida, la piedra se vuelve preciosa, y nos regala matices de colores, como el rojo del rubí, el azul de la turquesa o el verde de la esmeralda.

Por último, tenemos el cuenco, de metal o cuarzo. Con su sonido, el cuenco nos puede ayudar a abrir y cerrar la sesión de meditación, pero también a introducir una vibración que producirá una pausa en la mente que tantas y tantas vueltas da sin parar. Tras escuchar el sonido del cuenco, aparece más fácilmente el silencio.

Hemos nombrado, entonces, cinco elementos cotidianos, fáciles de conseguir y que arropan en conjunto nuestras meditaciones. Pero aún hay más. Estos cinco elementos llevan un mensaje secreto: son una especie de exteriorización de funciones psíquicas y de dimensiones del ser que es preciso reconocer y equilibrar.

El elemento tierra (la piedra) alude a nuestro cuerpo y, dentro de él, a lo más sólido: el esqueleto. Simboliza la tierra que pisamos y nuestra capacidad para nutrirnos y sobrevivir. También es la percepción del mundo tangible: siempre que construimos y damos cuerpo a nuestros proyectos estamos haciendo “tierra”, estamos enraizándonos, potenciando nuestra estabilidad.

El elemento agua (la flor) está presente en todos los fluidos de nuestro cuerpo. Nos habla de nuestra capacidad para movernos y fluir con lo que acontece. El agua siempre va hacia las profundidades, allí donde están nuestras ilusiones y nuestros sueños. Pero también tiene que ver con el principio de placer y el deseo, que necesitan ser encauzados para no desbordarse.

El elemento fuego (la vela) está en nosotros como energía y vitalidad. Si el agua fecunda la tierra, ambas necesitan el calor para poder germinar la semilla que llevan dentro. El fuego es esa chispa de nuestro poder personal que, a través de la voluntad y el esfuerzo, afianza la independencia, la libertad y los ideales. Es el entusiasmo que impulsa los momentos creativos que salpican nuestra vida.

El elemento aire (el incienso) está presente en nuestros pulmones y en la respiración. Ayuda al fuego a hacer la combustión necesaria para que haya vida. Ese aire que envuelve a nuestras relaciones y que posibilita un buen diálogo y entendimiento es necesario para hacer un proceso de sanación a través del amor y el perdón.

Y por último, el elemento éter (el sonido del cuenco) es el espacio interno que permite la existencia de todos los demás elementos. Es propiamente la quintaesencia de los anteriores, y nos insinúa que hay un punto intermedio entre la percepción y la intuición, entre el pensamiento y el sentimiento, que los engloba a todos. El sonido vibra en todo el espacio y se encarga de purificar nuestra mente para abrirnos después a la luz de la consciencia.

Meditar sobre una esfera, una pirámide, la flor de la vida, el yin-yang o simplemente sobre una hoja caída en el otoño, entre otros, puede ser enormemente revelador.

 

Naturaleza

Sea en la forma de la flor que tenemos en el altar, en la ventana que deja ver un trozo de cielo, en el jardín con nuestras plantas o en el bosque que tenemos delante, la naturaleza está presente en nuestras meditaciones. Qué duda cabe que somos naturaleza especializada y que, aunque nos hemos opuesto a ella por motivos culturales, entre otros, hay en nosotros una necesidad -biológica pero también psicológica- de volver la mirada a su seno.

La naturaleza es una matriz que nos ha visto nacer como individuos y como especie, y que nos alumbra permanentemente. Y si bien nosotros la hemos modificado… también ella nos recrea, a su manera. La piedra que tocamos es piedra y la hierba que pisamos es hierba. La naturaleza está hecha de cosas “verdaderas”, a diferencia de la ciudad, que revestimos con nuestros plásticos, pinturas y decorados. Hay un mensaje en la naturaleza que nos remite a lo esencial y que nos rescata de lo artificial, aunque lo artificial se ha hecho tan necesario que forma ya nuestra segunda naturaleza.

Meditar en, con y sobre la naturaleza es volver a respirar profundamente el mensaje de la vida: nacemos, crecemos, morimos, volvemos a renacer, una y otra vez. En la naturaleza todo cambia y todo se transforma, sin dramatismo, sin apego, sin creencias ni supersticiones. El agua se evapora, se condensa, se solidifica, se hace nube, río, lago, mar, iceberg o rocío… pero nosotros nos aferramos a las formas, temerosos de disolvernos en la nada, y nos volvemos impermeables a la impermanencia.

Al meditar en la naturaleza, podemos sentir esa profunda confianza que hay instalada en su programación. Al sentarnos bajo el árbol logramos conectar con la quietud; al mirar la flor, podemos sentir una alegría sin fondo. Bajo nuestros pies descalzos, el sendero del bosque apaga las luces de neón de nuestra mente. Recuerdo, en Japón, meditar delante de jardines zen: rectángulos de grava blanca con montículos de piedra que transmitían simplicidad y armonía, un juego entre la forma y el vacío, entre la naturaleza real y la naturaleza recreada, entre el objeto y el sujeto. En los jardines anexos, cañas de bambú recogían agua en su interior, venciéndose por el peso y produciendo un sonido característico, al chocar contra la piedra desnuda. Ese sonido rompía momentáneamente el silencio natural, pero simultáneamente despejaba el ruido mental.

 

Postura

Lo primero que observaremos, si nos sentamos a meditar en el suelo con las piernas cruzadas, es lo extraordinariamente difícil que resulta mantener la postura estable durante mucho tiempo. Esto es así porque las rodillas quedan más altas que la pelvis, y en consecuencia la columna se encorva, para evitar que nos caigamos hacia atrás. En una postura así, el diafragma no puede desempeñar su función correctamente, porque el vientre queda hundido, y las cervicales se comprimen para que la cabeza mantenga la horizontalidad de la mirada. Así, no es posible meditar.

En parte, el problema se soluciona utilizando un cojín, tal como hizo Buda -según la leyenda- al aceptar de una campesina un fardo de paja, que puso bajo sus nalgas para estabilizar su postura. Cada persona, según la flexibilidad de su cadera, deberá tener un cojín más o menos alto. Lo importante es que el cojín nos ayude a elevar la pelvis y permita que las rodillas se apoyen perfectamente sobre el suelo, para construir un triángulo estable. La función de la postura es permitir estados de gran calma y de absorción mental. Esto requiere una base realmente estable, como la del tentetieso que teníamos de pequeños: le empujáramos por donde le empujáramos, siempre volvía a su equilibrio.

Pero no sólo hemos de elevar la pelvis; también la hemos de rotar hacia delante. Si nos sentamos en el centro del cojín y hacemos una anteversión de la pelvis (es decir, llevamos las crestas iliacas hacia delante, permitiendo que los isquiones se apoyen en su parte anterior), conseguiremos una acentuación de la curvatura lumbar. Esta ligera hiperlordosis lumbar facilita enormemente una respiración amplia abdominal y abre las costillas, enderezando la región torácica. Asimismo, las cervicales se proyectarán entonces de forma natural y la barbilla quedará levemente recogida hacia abajo.

Hay que insistir en no suprimir las curvaturas naturales de la espalda. No se trata de mantener la columna como si fuera un palo rígido, pero tampoco hay que perder el impulso a la verticalidad. Un exceso de curvaturas nos habla de un exceso de tensión, de una respiración forzada y de una pérdida de la atención. Al principio puede ser útil meditar delante de un espejo, para observar la alineación, o asistir a una clase regular de meditación, para que la persona que hace de guía corrija convenientemente nuestra postura.

La alineación de la postura es una cuestión de economía postural: si los segmentos corporales están en el eje de gravedad, no habrá tensión. Pero si partimos de una cifosis dorsal, una hiperlordosis lumbar o cervical, o bien de una escoliosis, tendremos mucha más dificultad en mantener la postura estable y sin esfuerzo. De ahí la importancia de hacer, complementariamente a la meditación, un trabajo de yogaterapia o reestructuración postural. A medida que vayamos ganando en la alineación de la postura, la sensación de bienestar y ligereza irán en aumento. Podemos utilizar la gravedad como una gran maestra y alinearnos con su ayuda sin esfuerzo, como hacen los grandes árboles, que pesan cientos de toneladas pero se mantienen erguidos porque crecen majestuosamente en la vertical.

El tema de la posición de las piernas es controvertido. Es cierto que la postura del loto (con los pies sobre el muslo contrario) procura una gran estabilidad, además de presionar los meridianos que pasan por los muslos y enlentecer así el flujo circulatorio, para que haya un plus de energía disponible en el proceso de introspección. Sin embargo, no todos hemos vivido en una cultura donde la gente se sienta diariamente en el suelo, flexibilizando así las caderas, rodillas y tobillos lo suficiente como para conseguir esta postura con naturalidad. Muchos nos hemos fracturado los meniscos por intentar imitar esta postura extraordinaria… por lo que estamos obligados a encontrar otras posturas, igualmente estables pero menos intensas para nuestras articulaciones.

La postura de medio loto o la postura en la que un tobillo se coloca encima del otro, o la birmana (con un pie delante del otro) consiguen también un grado óptimo de estabilidad. En todas las posturas de piernas cruzadas, es conveniente ir alternando el cruce de las piernas para que haya un equilibrio en las fuerzas musculares de la pelvis. Casi siempre, una pierna estará más flexible que la otra, por lo que tenderemos a poner siempre la misma pierna encima. Tendremos entonces que acostumbrarnos a resistir cierta incomodidad con la otra, hasta que ambas se equilibren.

A quienes tengan problemas en las rodillas, la rotación interna de rodilla no les irá bien. En ese caso, convendría utilizar la postura del diamante (sentarse a horcajadas sobre el cojín, un taburete, o directamente sobre los talones). En esta postura, la verticalidad es todavía más libre, porque la cadera está en una posición más natural y no soporta la abducción ni la rotación externa: sólo la flexión. Incluso, personas mayores, personas con algún grado de discapacidad física, o simplemente con tensiones o acortamientos musculares pueden meditar estupendamente en una silla. Basta con sentarse en el borde, sin apoyo del respaldo, asegurándose de que los isquiones se hundan bien en el asiento, de que los pies estén bien enraizados en el suelo y de que las rodillas se mantengan paralelas y separadas a la distancia de las caderas.

En cuanto al rostro, la boca permanecerá cerrada, las mandíbulas relajadas (pero no abiertas) y la lengua plegada sobre el paladar, sin moverse, cerca de los dientes frontales superiores. En esta posición parece que segregamos menos saliva y la boca no se reseca tanto. Pero mucho más importante que la posición de la boca es la actitud de mantener una sonrisa interna. Es más un gesto interno que externo, que nos permite conectar con una actitud benévola y de falta de esfuerzo. Todos sabemos sonreír, y con esa sonrisa apenas visible podemos ahuyentar nuestras preocupaciones fácilmente.

Por otro lado, está el dilema de si es preferible tener los ojos abiertos o cerrados. Los ojos cerrados favorecen la interiorización, pero nos llevan con facilidad a la somnolencia. Los ojos abiertos nos mantienen despiertos, pero nos pueden distraer con suma facilidad. Una solución es la de mantener los ojos semiabiertos, sin focalizar en nada. Como si estuviéramos mirando hacia el infinito, con la mirada relajada. De todas maneras, si el ángulo de la mirada es muy alto, fácilmente nos podemos ir a los pensamientos, y si es demasiado bajo, volvemos a favorecer la ensoñación… Mirar hacia el suelo, aproximadamente a un metro de distancia, puede ser una buena opción, pues así propiciamos un ángulo neutro. Aun así, cada uno debe encontrar su propia posición confortable.

Las manos, brazos y hombros también son importantes en la postura de meditación. Procuremos que los hombros estén nivelados, totalmente relajados y sin rotación interna, cosa que podemos conseguir cuando los omóplatos campanean hacia dentro, evitando salir como alerones. Los brazos no deben estar completamente pegados al cuerpo y las manos deben mantener un nivel de sensibilidad. Tradicionalmente, las manos se colocan en una especie de gesto simbólico que llamamos, en sánscrito, mudrā. Las manos son extraordinariamente sensibles; pueden hacer centenares de movimientos diferentes y mantienen un estrecho contacto con nuestro cerebro. La gestualidad de las manos forma parte de un lenguaje muy arcaico, y no es de extrañar que muchos gestos que hacemos con los dedos tengan profundas connotaciones emocionales y psicológicas. El puño se cierra cuando sentimos ira, se abre cuando sentimos hospitalidad y ternura cuando acariciamos. En la meditación, podemos aprovechar ese canal de conexión tan profundo con nuestra psique que nos brinda el lenguaje de las manos.

Hay varios gestos con las manos que se han utilizado tradicionalmente en meditación. Uno de ellos es dhyana mudrā, el gesto de la contemplación. Habitualmente, la mano izquierda se coloca dulcemente sobre la derecha y los dedos pulgares se enfrentan en la horizontal. Simbólicamente, podemos decir que la realidad manifiesta (izquierda) está sostenida por otra realidad invisible, que es el espíritu (derecha). En otras tradiciones es la mano izquierda la que está debajo, pero el simbolismo es parecido. Los dedos pulgares no deben hacer ni valle ni montaña, y el hecho de permanecer atentos a esto constituye una especie de test de atención. Si hay mucha tensión en la postura, probablemente los dedos presionarán demasiado y formarán una montaña; si por el contrario estamos dispersos, los dedos se separarán y formarán un valle. Ambas manos dibujan, así, una especie de tubo enfocado en el bajo vientre, como recordándonos que hay que bajar al vientre, a las sensaciones, a la gravedad de la presencia para alejarnos del torbellino mental. La imagen es clara: en este gesto, las manos son como dos cuencos llenos de agua que hay que mantener en equilibrio para que no se vuelquen.

Otro gesto interesante que usamos en meditación es jñana mudrā, el gesto de la consciencia. El dedo índice y el pulgar se tocan en las dos manos, levemente yema contra yema; los otros tres dedos están extendidos. Las manos se apoyan sobre los muslos, mirando hacia arriba o hacia abajo. Al igual que en dhyana mudrā, el contacto de los dedos puede aprovecharse como un test: si hay mucha dispersión, los dedos se separarán y si hay mucha tensión se elevarán. Es muy interesante el simbolismo asociado a este gesto: la propia individualidad en contacto sutil con la totalidad que nos rodea; en otras palabras, el alma (dedo índice) en comunión con el espíritu (dedo pulgar). Es un mensaje de unión, de trascender la dualidad, de comprender que la separación con lo Absoluto es menor que la separación entre el índice y el pulgar, es decir, que no la hay, que no la ha habido nunca, que la creencia en la separación ha sido sólo eso: una creencia, una ilusión de nuestra mente.

Ya tenemos casi todas las claves de la postura meditativa. Son meramente una referencia útil. No olvidemos que ha habido grandes músicos que cogían la trompeta o el violín de una forma poco ortodoxa y, sin embargo, su música era celestial. La postura meditativa es muy personal, y cada uno ha de investigar hasta dar con “su” postura. Lo importante, al final, es la sensación de estabilidad que nos conecta con la presencia, la verticalidad que nos abre a la sensibilidad de la atención, la respiración amplia y sin esfuerzo que nos inunda de energía fresca y la sensación de profunda relajación que nos invita a la quietud del alma.

 

Calentamiento

Si queremos hacerlo realmente bien, empezaremos con un pequeño calentamiento, previo a la adopción de la postura, y concluiremos con otro de compensación, después de la sesión meditativa. Los que meditamos por la mañana nos damos cuenta de que, nada más levantarnos, el cuerpo está frío, envarado y con la musculatura acortada. Si entramos directamente a la postura de meditación, notaremos que nos cuesta mucho encontrar la estabilidad. Todo esto depende de si es verano o invierno, de si somos jóvenes o mayores, de si practicamos algún método corporal diariamente o nunca hacemos ejercicio físico. Cuanta más rigidez corporal tengamos, más tiempo de calentamiento tendremos que hacer.

El calentamiento busca liberar los puntos de mayor tensión y aumentar la circulación sanguínea para que haya más oxígeno a nivel celular. Por otro lado, ciertas zonas bloqueadas y duras consiguen así aumentar su sensibilidad. A través de la actividad aeróbica, liberamos reservas de energía. Podemos incidir más en el aspecto articular, en el circulatorio, en el respiratorio o en el muscular según nos convenga, aunque sería deseable no olvidarnos de ninguno de estos aspectos.

Si tenemos poco tiempo, podemos hacer un calentamiento mínimo una vez instalados en la postura: una serie de mecimientos, de izquierda a derecha, de atrás hacia delante, o bien un pequeño movimiento circular que integre ambos. En estos mecimientos, toda la musculatura de la espalda y del cuello empieza a soltar tensión.

Si queremos intensificar más, para preparar adecuadamente la postura podemos hacer lo siguiente, una vez estamos en la postura de meditación:

Entrelazar las manos y proyectar los brazos hacia el cielo, estirando la espalda para descomprimir los espacios intervertebrales.

Hacer una inclinación lateral hacia la izquierda, con el brazo derecho en abducción y la mano izquierda apoyándose en el suelo. Repetir hacia el lado derecho. Este movimiento nos ayuda a estirar el costado, flexibilizar la musculatura intercostal y abrir la cintura escapular.

A continuación, podemos hacer una torsión con todo el raquis. Siempre desde la postura erguida de meditación, girar todo el tronco hacia la izquierda apoyándonos, por ejemplo, con la mano derecha en la rodilla izquierda, haciendo un poco de tracción, sin forzar. Lógicamente, también lo haremos hacia el otro lado. Con este movimiento, flexibilizamos en general la columna vertebral, en particular la cintura escapular, y liberamos la respiración de tensiones.

Con las piernas estiradas y abiertas, podemos flexionar la columna como si quisiéramos cogernos los pies. Así, estiramos toda la cadena muscular posterior, flexibilizamos en concreto la cadera en flexión y estiramos la musculatura aductora de las piernas.

Una vez vueltos a la postura erguida, no nos iría mal incidir sobre las cervicales haciendo movimientos pendulares con la cabeza de un hombro al otro.

Podemos también soltar la mandíbula y relajar la lengua.

Por último, soltar la tensión del entrecejo y dar unos golpecitos en forma de diadema sobre el cráneo para despejar la tensión mental.

Estos siete movimientos son muy válidos para colocarnos bien en la postura de meditación. Aun así, siempre podemos hacer un trabajo de calentamiento todavía más concienzudo para soltar mejor las articulaciones y la musculatura. No es éste el lugar para describir con detalle una serie de ejercicios posturales, pero sí para recordar que conviene incidir especialmente sobre tobillos, rodillas y cadera, ya que la postura meditativa exige mucho de dichas articulaciones. También es importante flexibilizar la cintura escapular y toda la espalda, sin olvidarnos de darle tono para mantener la verticalidad sin agotarnos.

En el esquema clásico del Yoga, después del trabajo postural y antes de la meditación viene el trabajo respiratorio. La respiración está tan estrechamente relacionada con la mente que, si conseguimos volverla larga y sutil, influiremos directamente sobre la calma de nuestro estado mental. El tránsito hacia el aspecto introspectivo será, así, mucho más fluido. Por eso, sería conveniente hacer una serie de respiraciones profundas antes de comenzar la meditación. Podríamos hacer, por ejemplo, un ciclo de doce respiraciones, contando con el dedo pulgar de la mano izquierda sobre el regazo, las doce falanges que existen entre los cuatro dedos restantes. Ésta es una manera fácil de seguir el ritmo, sin tener que contar.

Después de la meditación, especialmente si hemos hecho una sesión larga, el cuerpo puede estar dolorido o agotado por la postura inmóvil. Si tiene sentido calentar para preparar la postura, también lo tiene el compensar los efectos indeseables. Algunos movimientos que podemos hacer, entonces, son los siguientes:

Volver a estirar los brazos hacia arriba para descomprimir la columna.

Flexionar hacia delante, dejando caer la cabeza y estirando los brazos en el suelo, para relajar la musculatura posterior del cuerpo.

Entrelazar las manos en la espalda y estirar los brazos hacia atrás para abrir la caja torácica.

Estirar las piernas y sacudirlas o mecerlas suavemente.

Masajear los tobillos con movimientos circulares y las rodillas con fricciones.

Tumbarse en el suelo y abrazar ambas piernas contra el pecho. A continuación, pequeños mecimientos de izquierda a derecha para soltar la tensión de las lumbares y de las caderas.

Completamente tumbados en el suelo, relajarnos poniendo las manos huecas sobre los ojos, para relajar la tensión ocular.

 

Saludos

Antes de entrar a los recintos sagrados de las diferentes tradiciones religiosas se acostumbra realizar algún gesto de respeto o purificación, ya sea inclinarse, arrodillarse, persignarse, descalzarse o quitarse el sombrero. Estos gestos tienen el sentido de marcar un tránsito entre el espacio profano y el sagrado. Hay cosas que se pueden realizar en uno, pero que están prohibidas en el otro.

Como veremos más adelante, el templo para el meditador es su propio cuerpo, allí donde realiza su alquimia, entre la concentración y la oración. A falta de puertas y de altares, el meditador marca el inicio y el final con un gesto, también de respeto y agradecimiento, que puede ser una sencilla inclinación con las manos juntas en el pecho. Gesto que cada uno debe acordar previamente y cargar de significado, a menos que ya esté dentro de una tradición religiosa o meditativa, en cuyo caso seguirá las pautas marcadas.

En cualquier caso, es bueno recordar al inicio de la meditación tres grandes retos con los que la mayoría de nosotros tenemos que batallar día a día, si queremos ir iluminando nuestra vida. El primero de ellos es querer ir más allá del egoísmo, tome éste la forma que tome. El segundo es ir más allá de las creencias limitadoras. Y el tercero, superar la importancia personal. Mientras recordamos esto, señalamos el vientre, la frente y el pecho. Tres enormes enemigos que se corresponden con las vías tradicionales de trascendencia del ego: la vía de la acción desinteresada (que hace añicos nuestro egoísmo), la vía del conocimiento intuitivo (que desmonta la torre de prejuicios y de creencias a través de las cuales vivimos), y la vía del amor y la devoción (que ridiculiza la importancia personal). Estos tres grandes retos se nos aparecerán tanto en la meditación como fuera de ella.

En cuanto a la finalización de la sesión meditativa, podemos recordar tres elementos más, que van a formar parte del coraje adquirido en cierta medida gracias a la misma meditación. Son tres compromisos con uno mismo y especialmente con los demás, tres acuerdos para que nuestra vida no se disipe en elucubraciones banales o metafísicas. El primero de ellos es el compromiso de asimilar cualquier conocimiento que nos ayude a nosotros y a los demás a salir de la espiral de la ignorancia; el segundo es el compromiso de asumir el carácter sagrado de la vida y cuidarla mediante una actitud purificadora en cuerpo y mente, que también podemos facilitar a los demás; y el tercero, el de abrazar sin temor el sufrimiento (propio y ajeno). Enseñanza, práctica sanadora y compasión son entonces los grandes elementos de transformación con los que nos comprometemos, conscientes de nuestras propias limitaciones en todos los ámbitos. Mientras los recordamos, tocamos con suavidad frente, vientre y pecho, respectivamente.

Lo importante es ser conscientes de que la vía meditativa requiere un compromiso, si queremos sortear los innumerables obstáculos que aparecerán en el camino. Entrar y salir de la meditación refuerza ese compromiso e imprime un respeto por una tradición fecunda que se va actualizando con las épocas. El ritual -éste, aquél, el que nosotros queramos desarrollar- nos ayuda a estar más presentes en la meditación.

Pues bien, ya tenemos la mochila hecha, el mapa del recorrido en el bolsillo y la brújula colgando de nuestro pantalón. Ahora, sólo hay que dar el primer paso. ¡Buen viaje!

Julián Peragón

 

 

 




Meditación Síntesis: Introducción

MEDITACIÓN SÍNTESIS: Introducción

De entrada, es posible que la palabra “meditación” genere perplejidad o confusión en nuestras latitudes, puesto que en la deriva que han ido haciendo nuestras lenguas, meditar significa reflexionar sobre un acontecimiento, o repensar algo hasta dar con la solución. La meditación, así, a bote pronto, nos habla de un pensamiento detenido y cuidadoso sobre un asunto… Sin embargo, desde la perspectiva oriental la meditación no tiene que ver con el pensamiento sino con su ausencia; nos acerca más a la intuición que a la razón. El concepto de contemplación, que implica mirar con atención y observar cuidadosamente aquello que produce placer, nos acerca más a los occidentales al sentido oriental de la meditación.

Definir lo que es la meditación no es fácil porque, en el fondo, la meditación no se deja del todo definir, de la misma manera que nuestros dedos no pueden asir el aire por mucho que aprieten. La meditación está diseñada para ser experimentada, sentida, vivida… pero no para ser explicada. Deja atrás el lastre de las etiquetas mentales y busca una libertad sin moldes cognitivos desde donde sea posible contemplar la realidad sin fisuras. Es un todo; clasificarla es constreñirla, manipularla o banalizarla. No obstante, el problema real no está tanto en definirla como lo haría un diccionario sino, más bien, en apartar el saco de prejuicios y expectativas, deseos y temores con los que vamos a ella.

De hecho, cuando sentenciamos nuestra práctica enunciando “yo medito”, ya empezamos con un añadido que estorba a la experiencia misma: un pronombre personal que salpica la nitidez de la conciencia. Aún más, a la meditación parece sobrarle casi todo, si es cierto que promete desnudez ontológica.

No obstante, algo podemos decir sobre ella si pretendemos señalarla, más que definirla; recordar lo que no es, más que decir lo que es. En definitiva, nos acercamos a la meditación como lo hace el acomodador del cine, que nos guía a la butaca para que cada uno experimente la película pero no para decirnos -eso esperamos- quién es el asesino. Podemos bordear el misterio pero nunca revelarlo del todo, puesto que éste sigue ampliándose; podemos marcar señales en el camino para no perdernos… Lo único que podemos hacer con la meditación es dibujar un mapa orientador.

 

Mapa

Todos los libros de meditación que vemos en las bibliotecas o en nuestras estanterías son trozos pequeños de un hipotético gran mapa que los meditadores de todas las épocas han ido dibujando. Gracias a ellos nos orientamos en la práctica meditativa. Sin embargo, es necesario recordar que los mapas dibujan el territorio, pero no son el territorio. El camino de la meditación lo tenemos que recorrer nosotros solos, aunque en un territorio tan ignoto no nos venga mal llevar algún mapa en el bolsillo.

Un buen caminante, además de mapas lleva brújula. Afortunadamente, las brújulas marcan el norte tanto si estamos en la montaña como en el valle. Cualquier tradición meditativa que nos sirva de brújula deberá, por tanto, tener esa misma adaptabilidad, y señalarnos el norte tanto si estamos en oriente como en occidente, tanto en la antigüedad como en la actualidad. Lo importante es caminar en la dirección correcta. La meditación se asemeja al caminar del peregrino: si sólo mirara el horizonte que marca la brújula, probablemente tropezaría con la piedra, pero si se obsesionara con el paso y los accidentes del terreno, podría perder entonces la orientación de su marcha. Por eso es importante que sienta cómo cada paso se adapta al terreno, pero sin perder de vista el horizonte, congregando el instante de cada huella sin por ello olvidar una dirección intuida. Difícil equilibrio. La meditación en sí parece dramatizar aún más esta paradoja: buscamos aterrizar en el presente pero sin olvidar que estamos en un proceso. Cada meditación es, al mismo tiempo, medio y meta, descanso y lucha.

 

Espejo

Ahora bien, de nada nos serviría contar con todos los mapas que reflejan cada milímetro del camino si no supiéramos dónde estamos, cuál es el punto de partida. Sólo así sabremos si hemos de avanzar o retroceder, si nos conviene ir a la izquierda o a la derecha. El paisaje de las tradiciones meditativas es muy amplio: las hay devocionales, las que ponen el acento en la concentración, en la atención plena, en el fluir de la experiencia, las que buscan el desapego o el trance. Y es posible que, en este preciso momento de nuestra vida, no nos vayan bien todas. Habrá que saber elegir, sabiendo lo que nos conviene y lo que no nos conviene. En este sentido, gran parte de los problemas que tenemos son errores de cálculo: tropezamos con la puerta o llegamos tarde a una cita porque hemos calculado mal el tiempo o nuestra posición en el espacio. A menudo creemos que estamos en un lugar cuando, en realidad, estamos en otro. Es posible que, a un nivel más interno, también estemos perdidos.

La meditación es como un espejo: cuando hemos arrinconado ciertas dispersiones, el coraje de mirarnos directamente en el espejo nos coloca, en primer término, nuestro rostro real aquí y ahora, y no tanto el rostro fantaseado o prefijado que mantenemos dentro como autoimagen. La meditación es eso: un gran espejo que nos habla, a su manera, de cómo está en este momento nuestra agitación, sufrimiento, fantasía o desgana, así como nuestra alegría, confianza o aceptación. El espejo no puede reflejar ni más ni menos que lo que hay, la pura realidad de este momento. No podemos hacer puntería en nuestra vida si no sabemos dónde está la mirilla y cómo mirar a través de ella. Saber de nuestra realidad es necesario para conocer la realidad, la de dentro y la de fuera, la única que todo lo abarca.

 

Calmar

No obstante, un espejo sólo reflejará nuestro rostro con nitidez si el cristal está limpio. Así, si no hacemos previamente un trabajo de limpieza de los sedimentos de nuestro inconsciente que están adheridos a la pantalla mental, no podremos conocer dónde estamos para usar adecuadamente el mapa, ni podremos saber cuál es nuestra realidad, para no errar en nuestras decisiones.

El primer sedimento es nuestra agitación. A menudo, las aguas de nuestro mar interno están embravecidas: corrientes emocionales, olas de pensamientos, abisales complejos se mueven, impidiéndonos ver con claridad.

Todos sabemos que para poder ver el fondo del lago hay que esperar a que la superficie esté en calma. Sabemos también que necesitamos a veces horas o días después de un conflicto para ver con una cierta claridad.

Sin duda, la primera estrategia de la meditación es calmar, dejar de remover las aguas internas y esperar que una sedimentación a través del tiempo aclare nuestro estado interno. A veces basta con sentarse en quietud, cerrar los ojos, respirar profundamente y visualizar un estado de paz para que ese viento que crea tormentas se apacigüe. La meditación es una vía hacia la serenidad.

Infinidad de técnicas en las diferentes tradiciones meditativas van dirigidas a conseguir esta calma pero, a todas luces, conseguir calma no es suficiente. No tendría sentido calmar la superficie si no es para ver lo que hay en el fondo.

 

Observación

¿Cómo haríamos para ver la amplitud de un bosque? Seguramente subirnos al árbol más alto. Subiríamos a la cima de una montaña para ver un horizonte bien amplio, o sacaríamos la lupa o los prismáticos para ver mejor lo que tenemos delante de las narices o al otro extremo, en la lejanía. En todos los casos, lo que buscamos es un cambio de perspectiva que nos posibilite una mejor observación.

Eso mismo es lo que buscamos en la meditación: un punto privilegiado de observación sobre nuestra vida. En medio del mercado, en el trajín de la ciudad, en la complejidad de las relaciones sociales o bajo la presión de nuestro trabajo, la capacidad de observar mengua o se ve alterada. Es preciso tomar distancia.

Para observar la vida real que se da día a día hay que salir de lo cotidiano; para comprender el nudo peculiar de nuestra vida hay que retirarse lo suficiente. Por eso, cada día en nuestra habitación o en nuestra terraza, paseando por el parque o el bosque, buscamos un pequeño contrapunto a nuestra realidad, desde el silencio y la soledad, no tanto para juzgar esa vida nuestra sino para comprenderla mejor.

 

Claridad

Y aquí nos topamos con un segundo obstáculo en la meditación. Más allá o más acá de la agitación, nos encontramos con nuestra confusión. Aunque tengamos los medios más refinados de observación, no sacaremos agua clara si nuestra mirada está turbia. De nada le sirvió a Galileo enfocar su telescopio para que los Padres de la Iglesia observaran el cielo, si éstos no sabían qué observar en el firmamento.

No basta calmar, decíamos: hay que aclarar la mirada. Hay que ver de dónde proviene nuestra confusión. Es posible que no hayamos cultivado una mirada atenta para ver que los sucesos que acontecen vienen de algún lugar y se dirigen a otro; que no hayamos visto todavía que la vida no está hecha de fotografías fijas o de instantes desordenados sino que todo, y uno mismo dentro de ese gran todo, forma parte de un proceso que se entrelaza con otros, formando una red de redes. Saltamos de una circunstancia a otra sin percibir el hilo sutil que las comunica. Hay una cierta pereza en bajar a las profundidades de los procesos, a las interioridades de nuestra mente, a los pormenores de nuestro deseo. Hay, en este sentido, una resistencia a la complejidad. Ingenuamente queremos que las cosas sean lo que aparentan y preferimos firmar sin leer la letra pequeña, comprar sin atender a las consideraciones técnicas o viajar sin saber demasiado del entorno social donde aterrizamos.

Sin embargo, nuestra ignorancia no tiene que ver con la mayor o menor cantidad de información de la que disponemos; nuestra ignorancia es de otro orden: trata de confundir nuestra naturaleza esencial con la imagen social que pretendemos dar y sustituye la realidad impermanente que nos rodea por una torre de ideas fijas acerca de cómo es el mundo y los seres que lo habitan.

La meditación nos enseña a mirar, a ver más allá de las formas, a reconocer lo evidente y lo no tan evidente, a contrastar las verdades de los sentidos con las evidencias de la razón… en definitiva, a reunificar lo objetivo y lo subjetivo, lo exterior y lo interior, la forma con el fondo.

A menudo no vemos la belleza de las cosas porque no miramos con detenimiento. Mirar con detenimiento es una manera de recomponer el todo, como cuando de pequeños adivinábamos la figura subyacente que había detrás de una secuencia de puntos aparentemente aleatorios. En verdad, las situaciones contingentes de nuestra vida sólo son aparentes. Aprender a ver requiere tiempo, disciplina, motivación, sensibilidad y ayuda. Cuando la tormenta amaina, la luz se expande.

 

Sentarse

El primer acto en nuestra práctica meditativa es profundamente revolucionario: simplemente sentarse. Desde la visión normativa de la sociedad, meditar implica retirarse, salir de la corriente establecida. En muchos casos, la meditación es vista como una práctica inútil, no productiva, dado que la sociedad pone el acento claramente en el tener. En total contraste a la sociedad, la meditación, que nada tiene que ver con el tener, pone su acento en las distintas modalidades de ser.

La meditación nos conduce radicalmente hacia dentro, a un contexto íntimo, para avivar nuestras luces internas. En este sentido, constituye una experiencia personal e intransferible. Aunque las tradiciones meditativas hayan congregado a sus seguidores en dojos, ashrams o monasterios -espacios comunitarios donde inevitablemente hay un entorno social-, estos espacios estaban claramente pautados para no interferir demasiado en el proceso de introspección.

Meditar es salir del torbellino de ideas, de la catarata de acciones, de la montaña rusa de las relaciones. No sólo al meditar buscamos una cierta protección; incluso evitamos hablar de la propia experiencia meditativa, más allá del necesario seguimiento por parte de nuestros guías, porque hablar sería “romper” esa intimidad reveladora. La meditación es una delicada flor que hay que proteger de las inclemencias del tiempo.

Sentarse es una forma de decir (a los demás y a uno mismo): “¡Basta!”. Basta de empujar el río, basta de engrasar la maquinaria de la neurosis, basta de ser parte del problema, y -aquí lo realmente importante- basta de sufrir innecesariamente.

Para sentarse hay que ser valiente, pues alejarse de lo establecido genera una cierta angustia. Pero aún es más valiente el levantarse tras la meditación para acometer la propia vida, que ha quedado unos minutos o unas horas en suspenso. Cuando encontramos un obstáculo en el camino, sólo aparentemente estamos dando unos pasos hacia atrás… en realidad lo que estamos haciendo es coger carrerilla para poder saltar más lejos.

 

Sentido

Vamos a la meditación desde las situaciones concretas de nuestra vida, pues de nada sirve ir a la quietud y el silencio sin el saco lleno de experiencias. Ese atado que llevamos en la espalda tiene un gran valor. Delicadamente, en la meditación hay que deshacer el nudo y registrar su contenido. Todos sabemos que detrás de lo aparatoso de la experiencia hay un trasfondo a menudo desconocido: el iceberg de las acciones esconde mucho más de lo que enseña. Se trata de bucear en la meditación, en busca de las actitudes profundas que sostienen nuestros actos.

La meditación no es un confesionario, no es una revisión dogmática de lo que ha acontecido. Muy al contrario, acoge la experiencia desde la celebración y después, laboriosamente, inserta la experiencia en un horizonte más amplio; la hace hablar para volverla más consciente. Hay que vivir, y vivir intensamente, pero claro, vivir por vivir es como dar vueltas en una noria: sentimos la subida y la bajada, pero no vamos a ningún sitio. Le hacemos hablar a la experiencia para ver adónde apunta, seguimos la línea delicada de nuestras acciones para ver, con el tiempo, qué dibujo se está construyendo.

La meditación es una invitación a recogerse de lo vivido, a deshacer lo andado para recoger los frutos y, si es posible, convertirlos en un arte de vivir. Vivir es sembrar, cada acción es una semilla, cada decisión una poda. Vamos a la meditación como va el campesino a recoger la cosecha: con expectación. La recolección nos habla de la naturaleza de nuestros actos, de todos aquellos que dejan un rastro, pequeño o grande, egoísta o altruista.

Pero, ¿cómo sabemos cuál es el sentido de nuestra vida? ¿Cómo discernir lo que hay que apagar de lo que hay que avivar? Seguramente, en algún hueco de la meditación aparecen las preguntas y se intuyen las respuestas. Meditar no es llevar un diario meticuloso de nuestros actos. No se trata de invocar a la memoria, pero inevitablemente las pulsiones internas, los deseos insatisfechos, las heridas narcisistas salen a la superficie, al igual que el mar, de tanto en tanto arroja a la playa lo que tiempo atrás se tragó silenciosamente.

Estamos trazados internamente por innumerables impresiones, por tendencias a menudo desconocidas, por condicionamientos primarios. Observarlos forma parte del proceso meditativo. Desde ahí, podemos reconocerlos y dejarlos marchar, si somos capaces de una profunda aceptación. Es como si fuéramos soltando lastre. Atreverse a soltar viejas batallas, despedidas inconclusas, quejas recalcitrantes, experiencias traumáticas, todo, todo lo que ha quedado sedimentado en ese espejo del ahora donde nos miramos para recuperar de nuevo la realidad, la libertad.

Pero no nos olvidemos de que la meditación nos ayuda a discernir el sentido profundo de nuestra vida cuando hemos terminado de barrer el patio de nuestra casa, cuando hemos separado el grano de la paja. Todos hemos realizado trabajos que no iban con nosotros, y es totalmente lícito trabajar para ganarse la vida, pero a veces nos toca el premio gordo de la lotería cuando nuestro trabajo y nuestra vocación se solapan. Hacer aquello para lo cual nos sentimos preparados y deseamos hacer desde el fondo de nuestra alma no tiene precio. Sin duda, nuestra vocación está vinculada secretamente con los dones que nos ha dado la vida y que, convenientemente, hemos después cultivado.

Cuando en la meditación se aclara no sólo el recorrido hecho hasta el presente sino también el anhelo profundo de una dirección, nuestra vida adquiere fuerza, nuestra inteligencia colabora y nuestro corazón salta de alegría.

 

Conflicto

A menudo, hablar con los amigos nos sienta bien, especialmente cuando estamos en crisis. Una mirada, una palmada, unas palabras y un abrazo pueden hacer milagros, a pesar de que los amigos no son nuestros terapeutas. Tampoco la meditación es una terapia aunque, en sí, es profundamente terapéutica. No pretendemos resolver los problemas en la meditación, ni mucho menos. Pero es cierto, también, que cuando miramos los problemas desde otro lugar, cuando cambiamos de perspectiva, el problema desaparece o se vuelve diminuto. Y no es tanto por quitarle gravedad al asunto sino por enmarcar el problema en una dimensión más amplia. Todos sabemos que preocuparnos forma parte del problema y que, en cuanto empezamos a ocuparnos de él, su naturaleza cambia.

En la meditación no invitamos a los problemas a la fiesta; ellos vienen solos, sin previa invitación. Y es una buena oportunidad para verlos del derecho y del revés. Un mancha en la camisa es incómoda cuando la miramos a veinte centímetros de distancia; a diez metros, apenas es un punto infinitesimal. Que se vaya la luz en casa puede ser un engorro cuando nos disponemos a ver la televisión… pero también, no lo olvidemos, es una oportunidad para meditar.

Seguramente la meditación nos proporciona algunas herramientas interesantes para la resolución de conflictos. Nos da perspectiva, nos brinda una comprensión más clara de la naturaleza del problema, nos recuerda que todo problema está dentro del tiempo y que el asunto puede ser problemático en una fase, pero no en la siguiente.

 

Laberinto

Cuando los antiguos construían laberintos, recorrían de alguna manera una representación de la tierra, a través del cuadrado engarzado en un círculo, símbolo del cielo. Tierra y cielo, cuerpo y alma, materia y espíritu conforman la totalidad. Así, el iniciado intentaba remembrar en su deambular la totalidad perdida. El laberinto clásico de un solo trazo marca claramente un camino de entrada y otro de salida, alrededor de un centro.

Al entrar al laberinto, el camino parece fácil. De hecho, uno de sus primeros brazos parece acercarnos al centro esperado, y ¡zas! de golpe nos expulsa a la periferia. Cuando en la meditación nos encontramos con las primeras experiencias extraordinarias o de una calma profunda, sentimos que esa iluminación deseada está ahí mismo, a la vuelta de la esquina. Sin embargo, el laberinto es tan complejo como el mundo, y nuestra mente tan enrevesada como cualquier dédalo. Al recorrer el laberinto estamos deshaciendo nuestro propio embrollo interno, estamos formulando una pregunta esencial, que sabemos que tendrá su significado en el mismo centro.

Creíamos, de entrada, que todo giraba alrededor de nosotros, desde esa realidad inmadura que nos hacía creernos muy importantes. El laberinto (en forma simbólica) y la meditación (en forma de experiencia) nos demuestran más tarde que estábamos equivocados. El laberinto nos zarandea de un lado a otro, y la meditación nos cuestiona: ¿cómo es posible que tenga tan poco control sobre mis emociones y sobre mis pensamientos?

Es posible que la palabra “laberinto” venga de labrys, una especie de hacha de dos labios, como la espada de dos filos de Teseo, presta para la batalla. La entrada al centro está custodiada por el monstruo. Siguiendo con el mito helénico, si queremos deshacer lo laberíntico de los pasadizos que nos remiten a la mentira, a nuestro propio autoengaño, tendremos que matar al Minotauro. Es nuestra boca (que también tiene dos labios), la que seguirá alimentando con nuestra palabra la avidez de la bestia a través de la mentira, o bien la aniquilará con la verdad. No olvidemos que es el amor de Ariadna lo que permite a nuestro héroe atravesar la mentira sin perderse.

En la meditación también atravesamos el laberinto de nuestro engaño. Podemos seguir alimentando el monstruo con excusas, medias verdades o justificaciones, o bien sacar la espada de la discriminación y, aunque duela, cortar con una vida inventada.

 

Yo

Y es aquí donde aparece el verdadero acertijo de la meditación. El laberinto es nuestra mente, pero el monstruo, ese engendro contranatura mitad bestia mitad humano, somos nosotros. Es nuestro yo el que tiene que darse cuenta de que es puro enredo y de que, en sí mismo, no tiene capacidad de elevación.

Tenemos una vida psíquica y vivimos dentro de ella. El interior no es para nada uniforme: hay muchas voces que conviven -o malviven- a los pies del yo. Sin embargo, muchas áreas de esa vida psíquica quedaron detenidas en su momento, por lo que hoy están subdesarrolladas, y de alguna manera quieren seguir creciendo.

Estos complejos psíquicos permanecen dormidos hasta que una situación los detona, y entonces se manifiestan a través de lapsus, errores o sueños. La voluntad del yo no puede fácilmente con ellos porque aparecen cuando el control decae o cuando llegamos a una situación límite. Nuestra neurosis intenta pactar con ellos, pero a la postre se esclaviza. Los complejos avanzan, nos paralizan, nos dividen, nos hacen perder objetividad, nos arrinconan en conductas inadecuadas. Intentamos reprimir los contenidos psíquicos que nos parecen inadecuados y cosechamos un pensamiento obsesivo. Vamos de la inferioridad a la superioridad, de lo maniaco a lo depresivo, del exceso al defecto, manteniendo un estado de contradicción con nosotros mismos.

Creemos que no podemos aceptar todo lo que hay en nosotros porque si lo hiciéramos seríamos estigmatizados, apartados de nuestras relaciones, marginados en el trastero de la vida social. Sentimos cosas que no podemos confesar, deseamos situaciones innobles, fantaseamos una vida ajena que no podemos vivir. En definitiva, rechazamos fuera lo que deseamos dentro y, así, nuestra existencia se divide.

En la meditación tenemos la gran oportunidad de reconocer lo reprimido, de incorporar la sombra que proyectamos, de ampliar nuestro horizonte vital. Es cierto que tal vez no seamos tan perfectos, tan definidos, tan atractivos o tan “buenas” personas como quisiéramos, pero sin duda seremos más íntegros, más honestos, más conectados con lo que somos, y puede que más felices.

Cuando en nuestra meditación aparece un complejo, nos sentimos turbados, nos inflamamos de orgullo o nos encendemos de ira, y esa turbación es un indicador de dónde están nuestros demonios. ¿Acaso nuestras fobias no hablan del cerco al que somos sometidos por esas áreas de vida no reconocidas que nos habitan? ¿No serán los síntomas una forma de lenguaje del alma, voces angustiosas de lo que quiere expresarse y no puede? Es posible que la sombra en nosotros quiera convertirse en luz y que el malestar psíquico sea una invitación a ampliarnos.

Está el yo y está también lo otro en nosotros. Pero lo otro invade las fronteras que el yo normativo establece. Al yo le horroriza la incertidumbre, la ambigüedad, la impermanencia. Se siente amenazado por las diferencias, atosigado por las crisis, crispado por el caos. En la normalidad encuentra un respiro, pero pequeño, porque lo que uno es no cabe en una caja de zapatos. Siempre habrá algún elemento que desentone en nosotros; siempre se escapará alguna palabra fuera de tono, algún acto incívico, alguna confesión sospechosa. El yo vive en la ilusión del control de la que, tarde o temprano, tiene que despertar.

No podemos vivir impunemente traicionándonos a nosotros mismos, y eso mismo es la normalidad: un intento de ser como los demás pero sin serlo en el fondo, porque lo que somos no es del todo definible, nuestro proceso personal es tan peculiar que somos realmente únicos.

Aunque sería necesario aclarar que el yo no es a ciencia cierta un enemigo. Evolutivamente cumple una función de ajuste entre realidades: es resolutivo en las decisiones y establece un orden en los procesos de vida. El problema lo encontramos cuando el ego dirige nuestra vida, cuando usurpa el lugar del Ser, cuando confunde lo importante con lo urgente, cuando se polariza en la defensa y en el ataque. No lo olvidemos: el ego es miedo enquistado, y por lo tanto teme su disolución.

Uno de sus síntomas es la sorda culpabilidad, al sentirse separado de lo otro que nos habita, de los demás y de todo lo que nos sostiene. Nuestra vida psíquica está disociada, y en consecuencia eso es lo que vamos a encontrarnos en la meditación.

 

Ser

Bien, pero si no somos el yo, ese complejo estable de nuestra mente; si no somos el gestor de nuestros contenidos mentales, ¿quiénes somos? Si indagamos, podemos darnos cuenta de que aquello que llamamos carácter es un collage de impresiones que hemos ido acumulando a lo largo de nuestra vida y con las cuales nos hemos identificado. Por tanto, si sacamos de la personalidad lo que se construye en torno a una imagen social, ¿qué nos queda?

Me viene a la mente una imagen astrológica: en la primera casa del zodiaco, allí donde tenemos el ascendente, el cielo aparece. Nace el sol, la luna y las estrellas, pero curiosamente en el horizonte se ven mucho más grandes que cuando están en el cenit, a pesar de que la distancia no varía sustancialmente. Si bien se trata de un fenómeno óptico, cabe preguntarse qué nos está indicando esto a nivel simbólico. Parecería que pretenden llamar nuestra la atención. De la misma manera, también el carácter parece comportarse como una llamada de atención, como un amplificador de lo que somos. Las máscaras en el teatro antiguo realzaban el rictus del actor y, a la vez, amplificaban su voz.

Máscara y rostro están unidos, pero no cometamos el pecado de confundirlos. Lo que verdaderamente somos es un impulso de vida que adopta una forma para poder expresarse. Encarnamos en este cuerpo y en esta vida para manifestar algo que viene de otro lugar, de las profundidades del Ser. Dramatizamos, de alguna manera, el baile cósmico. El espíritu es un espectador que se extasía ante el baile asombroso de la naturaleza, de las más exquisitas bailarinas, que son nuestro cuerpo y nuestra mente. El fondo infinito de lo que somos se encandila, por un tiempo, en el juego de las formas que cambian constantemente, en la corriente de la existencia que se vierte instante a instante para luego ser transformada. Somos un flujo que se vierte en un jarro, el cual envejecerá o se romperá, y aquel flujo, siempre fluido, tomará otra forma, y después otra.

La forma no es más que el sueño del espíritu, y nosotros, tarde o temprano, tenemos que despertar de ese sueño, de esa ilusión. Cada momento tiene una forma definible; cada situación presenta una cara que poco a poco se transforma. La ley de la forma es la impermanencia, la fugacidad, la transitoriedad, pero el Ser, el ser que somos, está más allá de la forma, es puro sujeto.

Cuando miramos el cielo nocturno lo encontramos profundo y oscuro, casi tenebroso; sin embargo, está repleto de luz. El universo se desborda por sus hechuras de tanta luz que alberga. La luz, al igual que el Ser, es invisible. Sólo vemos la luz cuando ésta choca contra algo, contra la forma. Vemos el vestido rojo porque la luz choca en el tejido y desprende aquella frecuencia de colores que descarta. Sólo refulge el vestido y su rojez, pero la luz primaria permanece oculta.

De la misma manera, el Ser no puede ser visto: no tiene altura ni tamaño, no tiene cualidades ni sabor, es pura luz, luz de la conciencia. Percibimos al Ser en su choque con el alma, con la mente, con el cuerpo. La amapola que brilla al amanecer es amapola pero también es el Ser que la hace brillar. Si pudieras apagar el Ser, desaparecería la amapola; pero si retiras la amapola, el Ser vuelve a su invisibilidad. La vida es un baile entre la forma y la esencia, la bailarina y el espectador.

 

Viaje

Cuando empezamos con la disciplina de la meditación, estamos comprando un billete de viaje. Ya hemos intuido que la meditación nos acerca al Ser, a la fuente de la que provenimos, y que nos permite morar en nuestra propia naturaleza. Pero para ello hemos de hacer un largo viaje. Es un viaje iniciático porque supone una prueba de valor, una confianza inquebrantable para superar resistencias y obstáculos que nos encontraremos en el camino.

Al igual que se hace al entrar en un laberinto, hemos de dejar nuestros miedos en el primer recodo del camino y cultivar nuestro coraje, dejar caer nuestras dudas y afianzarnos en nuestra confianza. En la tradición esotérica del Tarot, el arcano sin número tiene que hacer un viaje. Tiene que transformar su locura en sabiduría, y para ello tendrá que superar innumerables pruebas que le deparará el destino. El arcano del Loco representa a un vagabundo, un bufón o un don nadie, desde la perspectiva exterior, pero también es un caminante, un buscador o un iniciado, desde una visión esotérica.

Desde la perspectiva de la normalidad, aquel que se aleja del centro del cauce donde habita lo convencional es un excéntrico, un marginado. El que camina en el margen de lo aceptado lleva un estigma, provoca rechazo o admiración, pero también ira o miedo. Aquel que busca más allá de lo consensuado, cuestiona, y puede ser considerado un visionario, un genio o un chiflado. Sin embargo, está claro que, dado el exceso de cordura al que nos somete la normalidad, un cierto grado de locura es signo de salud mental. Meditar desbarata la visión chata del mundo, pone en jaque el pensamiento único y nos aleja de lo excesivamente literal. Todos soñamos con la libertad del Loco porque, aunque precipitado y soñador, tiene el coraje de recorrer nuevos caminos en busca de su plenitud.

Este viaje iniciático que recorre el Loco pasa por tres etapas. Las comentamos porque son pertinentes para entender un poco más el proceso meditativo en el que nos hallamos.

La primera pasa por resolver el mundo, es decir, por saber manejarlo con soltura. No podemos ir a lo transpersonal si en lo personal, en el ámbito más inmediato de nuestra vida, tenemos problemas de autonomía o independencia. Si no nos sostenemos sobre nuestros propios pies, si no sabemos subir cumbres para luego bajarlas, es decir, empujar proyectos y darles cuerpo, difícilmente podamos traspasar el umbral de la espiritualidad. Cuando el mundo nos acorrala contra las cuerdas, es tentador buscar refugio en cualquier templo.

La segunda etapa consiste en reconocer que el mundo se vive desde el interior, que todo es una proyección de nuestros deseos y esperanzas, de nuestros miedos y confusiones. Aquí, no se trata tanto de ajustarse al mundo como de dar un sentido a la propia experiencia. Aprender a despojarse de todo lo superfluo hasta quedarse con lo esencial es el camino de la sabiduría. Vivir desde uno, y no desde los mandatos externos, culturales o sociales.

La tercera etapa es un camino de trascendencia. Hemos viajado del mundo al interior de nosotros mismos, ahora se trata de comprender que más allá de lo que somos está la infinitud que nos espera. Es el momento de revisar nuestra sombra, de dejar caer la torre de seguridades de nuestras filosofías, de depurar nuestras vanas esperanzas y de, por fin, plenamente transformados, danzar con la vida, en la plenitud del presente, en la libertad del Ser.

Como decía San Agustín, hemos de ir de fuera hacia dentro, y de dentro hacia arriba. En cierta manera, la meditación pasa por etapas parecidas. Peleamos con la postura y con el cuerpo -que es una representación del mundo-, nos encontramos con la mente y sus laberintos, para después abrirnos a la experiencia sin límite que llamamos libertad.

 

Muerte

Ya habíamos dicho que la meditación es una especie de trampa: entramos pensando en idealidades y nos encontramos justo lo contrario: con las realidades, con la sombra que no queríamos ver. Buscamos experiencias extraordinarias y cosechamos frustraciones. Queremos encontrar un oasis de paz y no dejamos de rememorar los problemas que habíamos querido dejar en la puerta de la sala. No es de extrañar que muchos salgan corriendo después de una breve experiencia meditativa.

Las plantas carnívoras son muy atractivas, de bellos colores y dulces aromas, pero en su interior esconden jugos corrosivos. Hay, es cierto, una aureola de santidad alrededor de la meditación, pero es una artimaña para cazar vanidades. Cuando estamos dentro, suena la caracola de la guerra. Podemos decir que la meditación es la guerra santa contra el ego; la conciencia es prisionera casi todo el tiempo del ego y tenemos que liberarla.

Cuando el ego está en su salsa, es todo movimiento, gesticulación, palabrería, extraversión y manipulación de la realidad que tiene más a mano. Como si fuera un titiritero, el ego mueve ojos, lengua, cabeza y manos, todo lo que le ayude a tener un mejor control de la situación. Esta percepción nos lleva a comprender mejor la estrategia de la postura meditativa, que simula la muerte.

La postura meditativa nos obliga casi siempre a estar inmóviles, con la manos plegadas en algún gesto simbólico, con los ojos cerrados o semicerrados y con la lengua vuelta hacia el paladar. Casi parece que no respiráramos, que estuviéramos al otro lado de la vida.

Tras unos minutos de curioseo, el ego se encuentra sin agarres en la meditación, se encuentra maniatado y boca abajo. Es entonces cuando empieza a aullar, esto es, a querer moverse, a quejarse internamente y a inventarse historias para pasar el rato hasta que suena la campanilla final de la sesión de meditación.

La postura meditativa es una ratonera para el ego, un anzuelo para pescar el ilimitado amor y la importancia personal que se profesa a sí mismo, un cepo para atrapar la permanente huida del presente que le amenaza y, sobre todo, una red para cazar el terrible miedo que le tiene a la muerte.

Lo cierto es que no podemos vivir sin ego, sin una conciencia individual integrada en el mundo social. Ahora bien, no se trata de matar al ego literalmente, pero sí de reeducarlo, de que aprenda a permitir y no a controlar neuróticamente, a escuchar en vez criticar, a ser en vez de obsesionarse con tener, a confiar en vez de defenderse sistemáticamente, y lo más difícil, a amar en vez guerrear continuamente con todo y contra todos.

 

Meta

¿Dónde acaba el viaje iniciático? ¿Hasta dónde hemos de perseguir nuestro anhelo? ¿Cómo sabremos cuándo estamos iluminados? En realidad, el camino no existe (“se hace camino al andar”, diría el poeta), pero es una ficción útil. El camino no es más que el símbolo de nuestra búsqueda, de nuestros avatares, del reconocimiento de nuestra inconsciencia, y la certeza de una salida de la propia ignorancia.

El final del camino es el inicio de un nuevo camino, de la misma manera que al final de la gallina hay un huevo, y al final del huevo otra gallina. Caminamos porque creemos que lo que buscamos está lejos, pero mientras buscamos mantenemos unas anteojeras que nos impiden percibir la amplitud de la realidad, sufrimos una tensión vital que nos comprime por dentro, mantenemos unas esperanzas que son del todo infundadas. Cuando, frustrados, dejamos la búsqueda por infructuosa, entonces se hace la luz: nos damos cuenta de que lo que buscábamos ya estaba presente, que siempre había estado presente y de que, de tan cerca que lo teníamos, no podíamos verlo.

La meta la crea el ego, pues a su heroísmo le encanta tener metas que superar, batallas que ganar y misterios que desvelar. La paradoja sobreviene cuando comprendemos que es el mismo ego el que quiere desprenderse del ego, como si uno pudiera escapar de su propia sombra o atraparla al perseguirla. De esta manera, la meta forma parte del camino, y el camino forma parte de nuestra desesperación. La desesperación está soportada por el ego, que en sí mismo es pura ilusión.

Sin embargo, la respuesta no es intelectual. No basta con entender la paradoja: hay que vivirla; mejor dicho, hay que sufrirla.

La muerte del ego es un símbolo y también una experiencia. Lo que realmente muere no es el ego sino su orgullo, no es su capacidad planificadora sino su ambición. Muere su apego, control, manipulación, victimismo. Muere la sensación de identidad separada para renacer como mediación en la unidad con el Ser que somos. No nos olvidemos: la mitad del ego es ataque y la otra mitad defensa. Muchas batallas, dentro de una guerra que no es un camino de rosas…

 

Iluminación

Decíamos que más que matar al ego se trata de suspenderlo, acallarlo, de cortar las patitas de su orgullo… para ganar iluminación. Que nadie se llame a engaño: probablemente quien diga que está iluminado sea un impostor. Cuando alguien dice que está iluminado está cosificando algo que en realidad es un proceso, una vivencia pero no una cosa. No existe tal cosa como la iluminación; lo único que hay son grados de luz interior, matices en la libertad, oleadas de amor compasivo, pero nada a lo que agarrarse. No podemos colgar en nuestra pared un título que diga: “Me iluminé tal día a tal hora. Desde entonces, mi vida ha cambiado. Soy otro”.

Tal vez por eso, aquel que establece metas, certifica iluminaciones, y por eso tenemos infinidad de gurúes a medio cocer, fruto de un arrebato místico o de un estado alterado de conciencia. Maestros y maestrillos que, tarde o temprano, caen del pedestal cuando su “humanidad” no tiene dónde esconderse. Sin embargo, es probable que no haya una meta, o que la única meta sea el paso que estás dando, el bocado que estás comiendo o el abrazo que estás sintiendo en tu presente.

De la misma manera que el sol va iluminando más y más la tierra desde el momento en que sale por la mañana hasta alcanzar el mediodía, así también nosotros nos vamos iluminando progresivamente (aunque esto, insisto, no tenga ningún final) cuando somos capaces de ir deshaciendo los nudos que nos mantienen apegados a nuestros hábitos, cuando olvidamos las respuestas aprendidas y, desde la escucha sincera, dejamos que brote una respuesta espontánea, cuando aprovechamos las innumerables crisis como oportunidad de crecimiento, cuando dejamos de otorgar poder a las circunstancias y visitamos a nuestras intuiciones, y no sólo a la razón. Nos vamos llenando de luz cuando podemos ir un poco más allá de nuestras necesidades, de nuestra soberbia, de nuestras certezas; cuando somos capaces de cambiar de perspectiva, cuando dialogamos con nuestros límites, con nuestras incoherencias; cuando aceptamos nuestras derrotas, nuestras inseguridades y nuestros miedos.

Nuestra alma se libera cuando podemos soltar el lastre de la perfección, cuando podemos decir nuestras verdades sin herir, cuando acogemos el sufrimiento ajeno sin asustarnos. Nos volvemos más sabios cuando anónimamente nuestros actos se vuelven semillas de prosperidad, cuando toreamos las adulaciones sociales, cuando nos sentimos confortados en el silencio y la soledad.

Jesús decía que por sus frutos los conoceréis, una invitación preciosa a soltar nuestro collar místico, donde colgamos nuestros trofeos filosóficos. Iluminarse es aprender a vivir sin tantas respuestas y, lo más difícil, aprender a convertir lo complejo en simple, sin por ello perder profundidad.

La iluminación no es hablar con Dios ni viajar a capricho con nuestro cuerpo astral. No tiene que ver con demostrar que se puede vivir sin comer o sin dormir, leer el pensamiento, ser muy longevo o anestesiar el dolor. La iluminación no requiere ninguna demostración y, más bien, los poderes extraordinarios son un obstáculo en el camino.

Al ego le gusta que la iluminación sea un logro sobrehumano, sólo apto para los mejores, pero la iluminación simplemente es dejar que surja nuestro estado natural. Un estado de unión con la vida que hay dentro y que hay fuera. Y en ese estado natural, que podríamos llamar iluminado, hay atención y frescura, alegría y vitalidad, ligereza y fluidez. En ese estado, nos parecemos a un niño, o a un animal salvaje.

En la conciencia ordinaria, en cambio, nuestra mente se siente pesada, demasiado ruidosa, demasiado complicada. Nuestros cuerpos se vuelven desgarbados y torpes, sin su vitalidad: pagan el precio del predominio mental propio de ese nivel de conciencia.

En los diferentes estados de iluminación hemos dejado de luchar. La resistencia era lo que creaba nuestra negatividad. Ya no hay nada que demostrar. No necesitamos alimentar al ego, no seguimos identificándonos con el sufrimiento; simplemente nos podemos permitir ser, y que los demás también sean.

 

Presencia

Sin un “yo” que pueda recorrer el camino, sin meta donde regocijarnos, sin iluminación que nos salve de los altibajos de la vida, ¿qué nos queda? Pues nada y todo. Nos queda lo único real, el momento presente.

Meditar es despertar del sueño ilusorio de nuestra vida, aterrizar en la realidad desnuda sin salir corriendo. Darnos cuenta de que vivimos casi siempre en el tiempo psicológico. Echamos la vista atrás, rememorando una y otra vez lo sucedido, para recordar quiénes somos, no vayamos a olvidarlo. Recomponemos el pasado a nuestro antojo, como si fuera un puzzle del que quitamos aquellas piezas que no encajan muy bien con nuestra autoimagen. Seleccionamos de la memoria lo que nos interesa, y de esta manera inventamos nuestra vida, la que nos gustaría que fuera, pero casi nunca la real.

No hace falta aludir a investigaciones psicológicas para darnos cuenta de que la memoria es selectiva. De la infinidad de estímulos que se dan simultáneamente en una situación, percibimos sólo aquellos que son significativos para nosotros. Y son significativos porque de alguna manera los deseamos. De su estancia en la plaza, el niño recuerda la juguetería y la heladería, pero no recala en la discoteca ni en la carnicería. Memoria y deseo son sinónimos. Si queremos saber dónde está el deseo, basta con observar dónde se posa la mirada. Si queremos saber lo que alguien anheló en su pasado, esperemos a que nos cuente su historia.

Así que parte de nuestro tiempo lo dedicamos a recontar las historias viejas y a acomodarlas mejor para que hagan menos daño y para exorcizar las culpas y las pérdidas, o bien para contar las ganancias y realzar las victorias. La otra parte del tiempo lo dedicamos a escudriñar el futuro, ese tiempo por venir que desasosiega porque apenas puede ser controlado.

El futuro es la otra cara de la moneda del pasado, algo así como un pasado con la cara lavada, con el vestido nuevo o un banquete sin estrenar. El futuro sólo existe en nuestra cabecita en este momento; no es más que una anticipación de nuestro deseo, la culminación de aquello que quedó en el tintero del pasado, allí donde nos gustaría colgar el cartel de final feliz. Pero el futuro no existe, y nunca existirá. Todo acontece en un presente dado. Especular con el futuro es un síntoma de insatisfacción. El deseo, la avaricia, la gula y la codicia galopan estruendosamente hacia el futuro, perdiendo de vista la realidad del presente.

Pensamos que cuando acabemos la carrera, la tesis doctoral, cuando finalmente nos casemos, cuando tengamos un trabajo mejor, cuando contemos con suficientes ahorros, cuando tengamos niños, cuando éstos sean mayores, cuando nos jubilemos… entonces y sólo entonces culminará nuestro proyecto de vida y podremos descansar plenos y felices.

Lamentablemente, el futuro no existe salvo como idea, como proyección o anticipación. De nada sirve el futuro si no vivimos la vida plenamente, porque esa plenitud siempre se nos regateará en ese anhelado futuro. La vida que vivimos existe ahora, y esa vida no puede especularse en una especie de bolsa financiera mental. Ahora vivimos, mañana no lo sabemos. Ahora es real, mañana es pura elucubración.

Para aterrizar en el Ahora (permítanme subrayarlo con una mayúscula) hay que salir del tiempo psicológico, de las ruinas del pasado y de los planos de edificación del futuro. Y por tanto, el Ahora deja en suspensión nuestra mente. La meditación nos ayuda a comprender que se puede vivir el momento sin tener que pensarlo, ordenarlo o juzgarlo, que hay una vida secreta por debajo del discurso mental. En el Ahora no tenemos una vida: somos vida, y ya no hay nada que alcanzar. No hay nada que le falte a este momento que tengamos que buscar después, en un futuro cercano o lejano. Cada momento es lo único real.

El momento presente ya no tiene límites porque deja de estar cosificado por la mente, cuya función es diseccionar la realidad. Miremos donde miremos, sólo vemos horizontes que se abren a nuevos horizontes, una infinitud hacia arriba y otra hacia abajo aunque, lógicamente nuestros sentidos queden agotados. Podemos decir que hay infinitos árboles dentro de cada árbol, innumerables maneras de sentirlo y de amarlo. Somos conscientes del árbol sin tener que pensarlo, y en la presencia el árbol se transforma: deja de ser el árbol que estaba anclado en la memoria. De esta manera, podemos conocer al árbol directamente, porque así somos árbol junto al árbol, lo conocemos íntimamente.

Sólo cuando hay quietud profunda en nuestro interior podemos estar presentes. En la presencia podemos percibir la majestuosidad de todo lo que nos rodea, la amplia interconexión entre todos los seres vivientes, la sabiduría profunda que hay en la evolución. Es como ponerse unas gafas de tres dimensiones, donde cada uno de nosotros se siente dentro de ese caleidoscopio de vida.

 

Si tuviéramos que dar una respuesta, la respuesta sería Sí. Sí a lo que es, sí al momento presente. Porque el momento presente es el momento que ha viajado a través del tiempo y ha tomado la forma que tiene ahora, y no otra, sino ésta. Todo lo que surge en este momento es el resultado de millones y millones de factores a lo largo de la evolución. Todo surge en este preciso momento para desaparecer luego. Si queremos, podemos negar la realidad que acontece, pero es tiempo perdido. Ir en contra de la realidad es como querer invertir la corriente del río.

Soy hombre o mujer, tengo tal estatura, he nacido en tal sitio, el color de mis ojos es tal… son las cartas que nos han tocado en el reparto del juego. No podemos enorgullecernos o deprimirnos por lo que nos ha tocado. Las cartas son neutras, depende cómo las juguemos. Ya lo sabemos: la sociedad no es neutra y valora más unas que otras, pero no hay nada personal en ello. La historia abunda en ejemplos de gran superación en circunstancias desfavorables.

El contentamiento tiene que ver con esto, con la aceptación de lo que tengo y de lo que no tengo. La gran libertad consiste en sentir un calor enorme y contentarse sólo con mojarse el rostro. En la superficie, es verdad que no sabemos tocar el piano, que cantamos fatal o que no nos manejamos bien con la informática, pero en el fondo estamos completos, no nos falta nada, no arrecia el deseo y no hay insatisfacción.

Si decimos Sí al momento presente, sea como sea, ya lo estamos transformando, y a nosotros con él. Eso no significa resignación, no significa quedarse con las manos cruzadas. Nuestro impulso evolutivo y nuestro nivel de conciencia nos empujan para mejorar lo que encontramos, para articular soluciones más efectivas, para restaurar un equilibrio perdido. Pero esto lo podemos hacer sin negar la realidad, sin darle la espalda. Aceptar cada momento sin regateos, saber estar a las duras y a las maduras, con lo que hay y con lo que no hay. Desde este poder interno, cada momento tiene una gran belleza. ¡No lo dejemos escapar!

Julián Peragón

 

 

 




Anatomía: Recto anterior del abdomen. Diapositivas

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Àlex Costa




Chi Kung y los 5 elementos: Metal y Agua

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Chi Kung y los 5 elementos: Metal y Agua

Albert Talarn




Serie Yoga Global 24

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Por Julián Peragón