Centro simbólico: Nati Carmona




Centro simbólico: Ana Villacampa




Centro simbólico: Merche Baños




Centro simbólico: Dolors Collell




Centro simbólico: Marcos Sánchez




Centro simbólico: Dorota Gorczakowska




En el límite

El águila ve nítidamente desde la altura; el pingüino nada velozmente tras el pez; el leopardo salta ágilmente sobre su presa. Sin embargo, el pingüino no puede volar a pesar de ser un ave, el águila no puede correr y el leopardo nada con mucha dificultad. Cada uno es hábil en su medio y torpe en los otros, tal vez porque, evolutivamente ha debido poner todos sus recursos energéticos en una estrategia de supervivencia, descuidando otros. O tienes patas o aletas, o alas o manos pero no todo a la vez porque la vida es economía y no desperdicia recursos.

Para un delfín un nadador es una escoba con gorro de baño, para una gacela el caminar de un pingüino es una payasada. Está claro, tenemos habilidades pero también debilidades. Desde su propia “tigreidad” un tigre es perfecto aunque no pueda leer a Cervantes. Precisamente si pudiera hacer lo que hace un humano perdería su especificidad.

La franja que sostiene la vida en el planeta es tan fina como una película de barniz sobre una esfera. Subiendo hacia las cumbres o bajando a los abismos marinos la vida se detiene, retrocede o desaparece. Hay unos límites que deben ser respetados para que la vida, al menos ésta que conocemos, pueda expandirse.

Es cierto que el ser humano se obsesionó con ampliar sus límites, tal vez en la comprensión que era un ser vulnerable, sin colmillos o garras, sin fuerza ni velocidad sucumbiría en medio de la selva. Cogió un palo y amplió la fuerza de palanca de su brazo, conquistó el fuego y pudo comer alimentos duros. Juntó troncos y pudo navegar y así poco a poco fue conquistando nuevas fronteras, nuevos horizontes terrestres y extraterrestres, culturales y tecnológicos.

El ser humano cree ser el Prometeo que robó el fuego de los dioses, quiere ser un dios con infinitas posibilidades y olvida, a menudo, su naturaleza terrenal. Se olvidó que es un ser desnudo, un mono con suerte, un aprendiz de brujo, olvidando que los límites son necesarios. En la astrología antigua Saturno tenía un carácter sombrío puesto que entonces era el último planeta conocido ya que sin telescopio no se podía divisar Urano, Neptuno y Plutón. Más allá de Saturno nos esperaba lo desconocido, el abismo insondable que podía hacernos desaparecer. Nos recordaba el símbolo que los límites son necesarios como protección a lo insondable.

Hay algo en el dolor que nos recuerda la naturaleza del límite. La función del dolor es la de avisarnos de una disfunción. Sin dolor la vida no se protege porque en su ausencia el instinto se vuelve temerario. Ahora bien, el exceso de dolor no sólo no protege la vida sino que la niega, la degrada, la destruye. Lo mismo le pasa a una sociedad excesivamente conservadora que pone el acento en la seguridad, en las respuestas ancestrales pero que termina por cortar las alas a los individuos y desprecia las iniciativas y la creatividad. Pero, por contra, una sociedad altamente progresista puede olvidar el necesario tiempo de integración de las innovaciones. Puede descuidar la lentitud de los ajustes ante los nuevos cambios reduciendo la tradición a puro folklore y las religiones a simples bagatelas.

Por el cauce navega el río, en la orilla golpea la ola, sobre la dura tierra se abre el fruto caído. En ese límite, en esa colisión existe la chispa de la vida. Buscamos limites segurizantes de pequeños que después, ya mayores, nos dedicamos con ahínco a destrozar, para crear otros nuevos y así sucesivamente. Parece que en su sueño inmortal al ego no le gusta el límite, se frustra ante su inmovilidad puesto que le quita la visión de todo el horizonte. Un anciano no puede subir las escaleras, alguien vive una soledad no deseada, una niña no consigue la bicicleta que ansía, un joven no supera un examen, una persona no puede comprar una casa que necesita. Es cierto, los innumerables límites se cuelan en los recovecos de lo cotidiano.

En primer lugar hay inmadurez cuando negamos el límite que nos encontramos, lo reducimos con nuestra prepotencia o lo ninguneamos con nuestra inconsciencia. Somos capaces de hacer una dura travesía de montaña sin estar preparados o de conducir un coche estado bebido. Forzamos el límite, lo tuteamos y le decimos que a nosotros nadie nos da explicaciones.

Nos pasa a nosotros, pobres mortales, y les pasa a las grandes potencias que provocan una guerra en medio del desierto sin conocer bien el laberinto que pisan, las consecuencias a medio y largo plazo que esa acción conlleva. Le pasa al fumador empedernido que argumenta que su tío Pepe fumó hasta los 90 sin ponerse nunca enfermo. En realidad somos atrevidos cuando iniciamos una relación todavía con los hilos sueltos de la anterior, sin conocer al otro al que fantaseamos y sin haber aprendido de la experiencia. Se muestra inocente delante del límite aquel que no lee la letra pequeña de lo que firma o el que se siente grande con una tarjeta de crédito aunque en realidad no domine las pequeñas matemáticas de su cuenta corriente.

Al otro lado también hay inmadurez cuando vemos al límite sobredimensionado y nos escondemos bajo su sombra. Asustarse al ver los hocicos de una hipotética resistencia, claudicar ante el primer envite, no soltar las amarras ante la sospecha de una temible tormenta. Igual de preocupante es darle una patada al límite sin miramientos como no poderle mirar cara a cara al sentirse impotentizado ante su presencia. Uno se hace minúsculo cuando el dejar de fumar o el hacer dieta se hace tan cuesta arriba que toma tintes dramáticos. La blandura se cuela hasta los huesos, la inseguridad se lleva hasta la suela de los zapatos, la indecisión se antepone al carácter.

Toda la vida queriendo dejar un trabajo mediocre o una relación conflictiva. Toda la vida siendo un soñador ante la almohada pero ejerciendo de bombero para apagar los rescoldos de esos sueños por la mañana. Somos temerosos ante la contundencia de los límites pero también como colectivo, aquí o al otro lado de los mares, mantenemos dictadores y democracias descafeinadas por no levantarnos de una vez todos a una.

Pero, no obstante, cabe una tercera posibilidad, una mayor comprensión de la realidad para no estrellarnos contra ella, para no sucumbir ante sus garras. Es necesario comprender la naturaleza del límite de la misma manera que el cazador observará los hábitos de su presa para poder acecharla con posibilidades de éxito. Acercarnos al límite con prudencia pero también con inteligencia.

Una vez tenemos clara la naturaleza del límite hay que escucharse para saber cuál es nuestro punto de partida, saber, al menos, qué recursos tenemos, con cuánta fuerza disponemos, si vamos solos o acompañados. Por poner un ejemplo, hay que saber cuánto mide el foso que queremos saltar y cuánta carrera tenemos que coger para saltarlo sin caer por el precipicio.

Pero, a mi entender, lo más difícil, es saber qué pasos, qué etapas debo recorrer para llegar al límite, llegar a mi objetivo, y traspasarlo. Miles de millones de años hasta que apareció la vida, cientos hasta que aparecieron los vertebrados, y unos cuantos más hasta nuestra aparición como homo sapiens. La evolución es lenta, la consecución de fines necesita tiempo, desarrollar un ala efectiva hasta que vuele el primer animal necesitó paciencia y seguramente muchos intentos.

En nuestra dimensión es posible que muchos fracasos ante nuestros objetivos sean falta de paciencia, dificultad de escucha y pobre estrategia.

Hay quien come con la vista y se sirve en el plato lo que después el estómago es incapaz de asumir. Teniendo en cuenta esta anticipación de los sentidos, o la generosidad de nuestra fantasía, o quizá la desmesura de nuestros deseos es conveniente, y hasta imprescindible, servirse de a poco e ir viendo la realidad que se presenta, la digestión de nuestro intestino, por seguir con el ejemplo que proponíamos.

Mover pieza y ver qué reacción se produce, comprometerse a lo que de verdad uno puede atender, ser como la ola que sólo aspira a lamer la piedra pero que el tiempo después certifica su creativa erosión. Uno de nuestros males es la prisa, la precipitación, no sabemos lo que sabe el campesino que las cosechas sólo se cosechan cuando es su tiempo, y también que hay buenas y malas cosechas porque la vida se mueve en una impermanencia eterna.

Llegar frente al límite, ver su dimensión y todo lo que le ata con la totalidad, donde nosotros mismos estamos. Reconocer el límite en nuestro interior y respetarlo porque guarda secretamente tesoros escondidos porque, como decíamos, nos protege de una inmensidad excesiva. Ahora bien, la protección también limita así como los cinturones sujetan pero también aprietan. Cuando se produce una necesidad de crecimiento el límite se vuelve asfixiante y merece todo nuestro empeño y tesón en diluirlo. Ampliar el límite para que se vuelva silencioso sin necesidad de destruirlo, dialogar con él para que nos hable de nuestra parte escondida, recostarnos sobre sus espaldas para que se ablande.

A menudo la impermeabilidad de un límite es debido a un abordaje erróneo como todos sabemos no podemos romper un huevo desde su polo, en cambio sí es posible desde su ecuador. Un límite deja de serlo cuando hemos encontrado una respuesta creativa. Alguien inventó la luz eléctrica entonces la oscuridad se hizo más pequeña.

Julián Peragón




Mundo chato

Sabemos que la tierra gira sobre su propio eje a más de mil seiscientos kilómetros por hora pero la tierra que pisamos, tradicionalmente, es el símbolo de lo fijo y estable. La física cuántica nos ha dicho que la materia no tiene nada de material, que todo es vacío, que dos piedras cuando chocan en realidad no hay nada que golpee sólo fuerzas magnéticas que se repelen. Los científicos sociales nos recuerdan que las razas no existen, que sólo hay diferencias en el fenotipo pues formamos parte de un único tronco genético. Sin embargo, la raza está presente en el sentimiento patriótico, en los conflictos internacionales y en la autoimagen que cada uno tiene de sí.

Miramos la ola e interpretamos “columna de agua que avanza” y nos olvidamos que la ola no es nada sin el ancho mar y sin el viento. Pensamos que la ola es “agua que viene o que va” y sin embargo sólo es información que atraviesa el agua, onda que se transmite gota a gota. Nos sentamos debajo del árbol sin percatarnos que árbol en realidad es raíz, tierra fértil, lluvia fecunda, fotosíntesis, nicho ecológico y guarida de depredadores, entre otras muchas. Por seguir con los ejemplos naturales, la nube es condensación y disolución de la humedad ambiente, qué duda cabe. Pero es también, si me lo permitís, redistribución del agua, sombrilla bienhechora del castigo solar, presagio tormentoso en el horizonte o plastilina aérea de fantasías infantiles.

Nuestra mente profundamente económica nos hace trampas al constatar la realidad. Ve elementos donde hay conjuntos y ve estados donde en realidad hay procesos. Confunde la imagen de la superficie con su profundidad y olvida que el instante no explica la globalidad.

Cierto que es costoso (e incómodo) preguntarse qué hay detrás de una hamburguesa, detrás de un tomate transgénico, detrás de una prótesis mamaria, detrás de una vacuna, detrás de un mitin, detrás de una guerra, una noticia, un manicomio, un crucifijo, un escaparate, etc. Ahora bien, vivir sin preguntarse qué son las cosas, de dónde vienen y adónde van, es, cuanto menos, peligroso. Creer en las apariencias es el camino más fácil para perder libertad.

A estas alturas, el problema no está en las grandes mentiras que nos ofrece un sistema porque esas mentiras toscas rechinan con el paso del tiempo, se descubren ellas mismas como un elefante en una cacharrería. El problema está en las medias verdades que certificamos en nuestro inconsciente, en las verdades que sólo ofrecen una cara, en las pseudoverdades que encubren luego nuestras motivaciones inconfesables. ¿Quién no suscribiría que el mundo es peligroso, que la juventud es un tesoro divino, que el trabajo dignifica? ¿Pero nos hemos preguntado cómo nos han manipulado gracias a esas “verdades”?

Con qué facilidad decimos yo, yo deseo, yo tengo, yo soy ésto o aquéllo. Hay pocas cosas aparentemente tan sólidas como el yo. Si atinamos a preguntarnos por la naturaleza del yo y por sus reveses encontraríamos, por poner una analogía, las mismas verdades de la física cuántica que al indagar sobre la materia descubre que no hay “casi” nada acerca de ella.

Cuando decimos tan descaradamente yo, no recordamos que el yo se empezó a construir ante un dolor primario. Es posible que la inmensidad que nos rodeaba amenazara con la desintegración, y más aún cuando el suelo afectivo era carente. Nos comprimimos en un yo para no desaparecer (y esto, en principio, no tiene nada de patológico), lo hicimos como sobrevivencia emocional, para saber cuál era la diferencia entre el mordisco en la mano de la muñeca (que no duele) del mordisco en nuestra mano (que sí duele).

Tuvimos que fortalecer el yo al descubrir nuevas estrategias de reconocimiento, de captura de atención y de mejores privilegios. Aprendimos que los recursos son finitos y que había que seducir o someterse, hacerse el simpático o ser perfectos para ser “alguien” y no ninguneados, para que “nos hicieran caso” y no ser olvidados, para “ser queridos” y no despreciados.

Sabemos que no hay dos gotas de agua iguales en el universo. La cristalización hexagonal del agua es infinita. Lo impresionante es que esa cristalización coge las cualidades del entorno, absorbe la vibración que le llega. Es como si el agua nos quisiera decir que la vida es un texto que hay que leer y comprender. Todo es información codificada. Un experimento realizado sobre unas semillas a las que se midió su campo electromagnético concluyó que las semillas tenían un campo energético similar al de la planta adulta. Mensaje profundo que insinúa que la vida abre un cauce preciso al crecimiento, tal vez a la evolución.

¿Quién no ha pensado alguna vez que detrás de un bostezo o de las ganas de estirarse se oculta un deseo fisiológico de ampliar la respiración? ¿Cómo no otorgarle al cuerpo la suficiente sabiduría para restablecer su equilibrio perdido a través de la enfermedad aguda? ¿Quién dice que detrás de un síntoma el cuerpo sentido no se coloca en una posición inmejorable para purificarse?

Hay un mundo chato que nos viene a decir que la realidad es lo que vemos de ella pero la realidad es una construcción mental que está, lógicamente, consensuada, en parte, por muchos otros formando una realidad social. Más que ver en la realidad buscamos en la “realidad” lo que encaja en nuestros presupuestos previos. Decimos que la “gente es mala” y encontramos (porque buscamos) personas desgraciadas que certifican nuestro prejuicio.

El mundo aparece lineal porque nos defendemos de la complejidad de la vida. La misma negación de nuestra interioridad hace de espejo a una realidad pretendidamente “exterior” cuando, en realidad, sólo vemos de lo exterior lo que nuestros conceptos acerca de lo que es la vida permiten.

Cuando observamos la luna queremos, artificialmente, separar lo que es objetivo de lo que es subjetivo, sin darnos cuenta que objetivo y subjetivo son eminentemente categorías culturales. Es cierto que la luna es un satélite para un científico, pero no es menos cierto que ha sido un reloj para muchas tribus. La luna puede ser fuente de inspiración, metáfora del alma, duende infantil o símbolo astrológico. Y lo importante aquí no es tanto si nuestra visión de la luna (o de la realidad) sea más o menos científica, sino si nos acerca o aleja de la “verdad”, de esa verdad que es nuestro proceso vital.

A través del mundo chato vemos la realidad como a nuestra imagen y semejanza. Falta la relatividad suficiente para ponernos en la piel del otro, para comprender otra lógica que no sea la nuestra, para intuir que lo que no vemos y lo que no sabemos es infinitamente mayor de lo que creemos. En el mundo plano todo es según aparece a los sentidos, las circunstancias son aleatorias, los procesos son simples, las personas son buenas o malas, feas o guapas, ricas o pobres, amigas o enemigas. No hay claroscuros.

En el mundo lineal olvidamos a menudo que nuestros actos tienen consecuencias, que estamos en medio de la evolución y que las creencias son un filtro ante la realidad. Olvidamos con demasiada frecuencia que nos engañamos, que somos ilusos, que nos puede el miedo. Olvidamos hasta tal punto que no recordamos que somos mortales y que nuestras victorias y ganancias serán como el polvo del camino, nada de lo que vanagloriarse.

Para salir del mundo chato hay que abrir el horizonte vital, percibir la profundidad de la vida y poner matices, esos matices que curan el maniqueísmo y rompen la literalidad a la que nos hemos conformado. Cierto que un suceso tiene una lectura literal pero, rastreando, podemos encontrar otra alegórica, y otra más arquetípica o esencial. Las cosas son lo que son, de entrada, teniendo en cuenta el punto de vista del observador. Cuantos más elementos contenga ese punto de vista y más amplias sean las categorías de interpretación, mayor realidad podremos inferir.

Cuando comas algo ten en cuenta si es sabroso o te gusta. Pero también si le sienta bien a tu cuerpo, es decir, si es nutritivo. Si es un alimento fácil de conseguir y si tu bolsillo se resiente. Si lo comes porque quieres o porque la presión mediática ha sido demasiado fuerte. Ten en cuenta si la comercialización produce un comercio injusto, si los envoltorios son reciclables. Ten en cuenta si se talan árboles para cultivar ese producto. En definitiva, decide desde el estómago pero también desde el planeta. Sin obsesionarte, sin culpabilizarte, decide teniendo en cuenta el máximo de dimensiones posibles de la “realidad”.

No se trata de resignarse a ser víctima de nuestros condicionamientos, más bien, ser conscientes de ellos para utilizarlos como punto de palanca para un mayor crecimiento interno. Si pudiéramos hacer siquiera el esfuerzo de tener en cuenta simultáneamente nuestro punto de vista y el del otro quedaríamos liberados. Si contempláramos a la vez que somos un bebé recién nacido y un anciano a punto de morir, que somos todo y que paradójicamente no somos nada, que somos mujer y también hombre, que somos mortales e inmortales, que todo es real y a la vez, que todo es sueño, entonces, digo yo que entenderíamos mejor la no dualidad, o al menos, un poco más a nosotros mismos.

Julián Peragón




El Enamorado

Cuando uno crece y se hace adulto debe tomar decisiones. La vida implica una toma de posición. Conseguir una dirección determinada que le dé fuerza a nuestro impulso es el resultado de una criba vital. A menudo inconscientemente nos subimos a un tren con un destino determinado, y esto implica que otros trenes con otros destinos queden fuera de nuestro alcance.

Pero ahora, teniendo en cuenta el arcano número seis del Tarot de Marsella, nos encontramos en una encrucijada nada fácil de sortear. El muchacho joven, símbolo de la incipiente conciencia, que representa tanto a hombres como a mujeres, está en un conflicto, duda por dónde debe caminar.

El camino de la derecha donde se encuentra una mujer mayor, supuestamente la madre, representa lo conocido, tan conocido como lo es el entorno familiar. A “eso” que es conocido se le llama a menudo creencia, tradición, sentido común o la acción conveniente, pero en realidad es el viejo impulso a la seguridad.

Por contra, el camino de la izquierda, representado por la joven, aparentemente la amada, representa lo desconocido, lo nuevo, lo ignoto que está más allá de nuestro horizonte vital. Es el amor que inflama nuestras pasiones, es, sin lugar a dudas, lo potencial.

Y qué curiosos que esa contradicción, esa indecisión se plasme tan claramente en el enamorado. La cabeza mira hacia la derecha mientras el cuerpo se inclina hacia la izquierda. La mano de la madre es muy clara, se apoya en el hombro, allí donde las responsabilidades hacen mella. “No seas alocado, hijo” pareciera decir, piensa, razona, medita antes de actuar. Sin embargo, la mano de la amada le toca el corazón y parece decirle “haz lo que tu corazón dicte”, sigue tu impulso, tu corazonada.

Está claro que el dilema está entre cabeza y corazón, o lo que es lo mismo, entre razón y sentimiento, entre seguridad y descubrimiento. No obstante, aparece un elemento nuevo, otra mano, no sabemos bien si de él o de la amada señala su vientre. Y en el vientre, claro está, el deseo empuja, se abre camino. En la discordia también está el animal interno que reclama su dosis de placer.

Pero no nos olvidemos que desde las alturas, Cupido, siempre tan informal, dispara flechas de amor que atraviesan corazones. Si bien el muchacho en la oposición cabeza-corazón estaba paralizado, cuando se siente atravesado por esa fuerza divina que se llama enamoramiento se atreve, por fin, a dar un paso adelante hacia lo desconocido. Bajo el señuelo del amor, con el motor del deseo, en la embriaguez del enamoramiento intuye su chispa divina.

Probablemente el muchacho en esa borrachera del amor no ve la realidad que tiene delante. La amada real será sólo el soporte de esa idealidad que busca realizarse, la proyección de sus propias carencias, el objeto de un deseo profundo o la sensación de incompletitud camuflada en el ideal romántico de la media naranja.

Quién sabe si es la misma vida la que trampea nuestra visión, un mecanismo inteligente de la mente profunda que nos hace percibir fuera lo que es puro espejismo de la misma manera que el sediento ve un oasis en pleno desierto cuando en realidad no hay más que pura arena. En todo caso Eros nos recuerda que a veces somos tocados por la gracia divina. El enamoramiento nos dice que también somos hijos de los dioses; que más allá del tú a tú hay un dios y una diosa que dialogan en otro lenguaje.

Tan desastroso resulta olvidar nuestra naturaleza divina como olvidar la terrenal. La decepción sobreviene cuando disipado el brebaje del enamoramiento, descubierto el juego de sombras del embeleso nos encontramos delante de un hombre o mujer con su desnudo real, en su hacer errático y en su crisis existencial.

Nos habíamos olvidado que nadie se enamora desde la fuerza de su razón sino desde el anhelo de infinitud del alma. Es cierto que no podemos encerrar en jaulas de oro a los amorcillos que disparan flechas porque lo divino no puede ser cosificado. Cuando se desvanece la pasión, cuando somos incapaces de sublimar nuestras necesidad quedamos delante del otro y se abre sorprendentemente la posibilidad de amarlo. El enamoramiento nos había acercado al otro más allá de lo establecido por costumbre y ahora, una vez despiertos, tenemos al alcance una intimidad y un lenguaje, tenemos caricias y ritos, tenemos, es cierto, un desconocido delante nuestro pero con la huella indeleble de nuestro mundo afectuoso.

En el enamoramiento nos enamoramos de nuestros sueños, en el amor propiamente del otro. En el enamoramiento sólo hay un eco donde se resalta nuestra propia voz interna, en el amor aparece el reconocimiento de lo otro, de lo diferente y extraño. Acoger eso extraño es hacer un hueco en el propio corazón. Reconocer lo ajeno es la grandeza de lo humano porque en esa acogida nos hacemos más grandes ahí donde nuestro horizonte vital se amplia. En el enamoramiento uno sólo se ve a sí mismo, idealmente completo, en cambio, en el amor aprendemos a amar lo estrictamente humano. Aparece la comprensión, el diálogo, la escucha y la compasión, la solidaridad y el reconocimiento.

Sabiamente la vida nos había empujado unos pasos más allá enseñándonos la zanahoria del amor erótico o tal vez platónico. Aprovechar ese movimiento del alma para salir de las propias estrecheces del carácter es propio de la madurez. Convertir al otro en enemigo porque ya no es soporte de ninguna idealidad o porque no resiste nuestras proyecciones nos habla de inmadurez.

Cierto que Don Juan buscaba a la mujer con mayúsculas aunque confundiera a menudo amor por placer, pero esa mujer ideal que buscaba a través de las innumerables mujeres le cegó precisamente para descubrir las infinitas formas que adopta la mujer en su terrenalidad. Buscando al arquetipo no vio que lo invisible se encarna en la mujer visible, y tal vez no quiso aceptar (no el Don Juan Tenorio, personaje literario, sino los muchos donjuanes que lo encarnan) que el buscador también era de carne y hueso, en la aceptación relajada que los hombres y mujeres morimos pero no los arquetipos.

Tomar el camino de la derecha en el símbolo del Tarot puede resultar mortífero pues lo seguro sólo es una imagen temerosa ante lo real, y lo real habla en lenguaje de impermanencia. Apostar por lo conocido es otra forma de muerte al no reconocer que todo lo que nos rodea por dentro y por fuera es misterio.

Ahora bien, tomar el camino de la izquierda puede llevarnos a perder nuestro eje vital y abocarnos a un mundo de pasiones que nos vampiricen. Y es que el laberinto del enamoramiento puede ser fascinante pero no es tan seguro que sepamos recomponer más adelante el puzzle deshecho. Porque no se trata de elegir por elegir sino de entender desde dónde elegimos, qué criterio utilizamos, cuál es nuestro impulso de crecimiento.

Si no nos escuchamos profundamente, la decisión puede ser errada independientemente que giremos a la derecha o a la izquierda. La pregunta reside en considerar qué camino a elegir en el que no me sienta traicionado. Claro que ese camino tiene que tener corazón pero tal vez no es el corazón que nosotros habíamos fantaseado. Cierto que la vida siempre que encuentre algún rescoldo de ilusión y de anhelo nos empujará hacia lo nuevo pero si ese paso lo damos sin consciencia saldremos de la cárcel de lo seguro para meternos en el barrizal de la improvisación.

Ni el camino fácil donde obviemos un esfuerzo necesario pero tampoco el difícil que nos llevaría a un vivir al filo de la existencia, en la embestida de la temeridad o en el sobreesfuerzo rígido. No obstante tenemos la posibilidad de elegir en la confluencia entre la razón y el sentimiento sin olvidar nuestras sensaciones e intuiciones. ¿Cómo se hace? haciendo alquimia, la ascesis de hacerse a sí mismo aprovechando las encrucijadas en las que nos pone la vida.

Julián Peragón




Centro simbólico: Pedja Blagojevic