Recetas de amor

¿Será el Amor una afección insufrible del alma, una atracción inherente de los cuerpos o, quizá, la octava superior del deseo?. ¿Será el amor una simple alegría, la nostalgia de un olvido o un doloroso, pero feliz, desprendimiento del ego?. ¿Es el deseo al amor lo que la sal a la comida, o tal vez, son opuestos, o vecinos, fronterizos con el ombligo?. ¿O son solubles e intercambiables?. ¿Amará ella cuando desea él –o viceversa?. ¿Dará ternura uno para conseguir sexo, o sexo el otro para conseguir amor?. Él y ella, ellos y ellas, con el amor galante, el amor platónico, el filántropo y el nutricio. El amor narciso, el canibal, el fogoso, el amor entrega y hasta el amor odio. Todos tienen su cabida en el Amor.

Sobre él está todo dicho, y aunque quieran los filósofos, los poetas, los místicos, el Amor no se puede agotar. Imposible clasificar lo informe, encerrar lo inconmesurable, desterrar lo que vive por doquier. Por eso gentes amorosas, antes de decir nada, oler su esencia, descifrar su misterio, jugar a su juego y probar bocado.
De estas recetas que si bien no son de la abuela, si son de la experiencia, de la imaginación, de la creatividad. Recetas ¿por qué?, porque el amor no es fácil encontrarlo, y porque el deseo se aburre después de una cuarentena, y porque los problemas invaden las almohadas, y porque jugando somos como niños, y porque una receta se parece a un rito que pone señales a la nueva experiencia, y porque, digámoslo claramente, a nadie le amarga un dulce. ¡Que lo disfruten!.

Inventando el Kama Sutra
Compre una hamaca colombiana de muchos colores, cuélguela en la pared y asegure los ganchos. Después prepare una deliciosa cena e invite al más deseado. Procure que la hamaca rebose de cojines. Cuando se acerque intrigado, no dude, pídale el favor de comprobar la resistencia al peso, claro, sin zapatos, él, con falda, usted. Aunque quiera escapar, ya verá como no necesitan imaginación para las posturas.

Permutación de cuatro
Póngase en maceración cuatro pies fríos y cansados. Cuando el agua caliente haya templado los nervios, búscanse los pies unos a otros, con sorpresa, con júvilo, sobre un recipiente blando de lino blanco.

Submarinismo
Coja un trozo de mar antillano con sales y estrellas y métalo en su bañera. Bien llena. No lo desaprovechen. Métanse con la piel erizada, el suspiro prolongado y los dedos desatados de placer. Caliente. Dejen que la piel sonrosada se libere, que los ojos busquen el cielo del techo que las costillas respiren como flotadores. Con el agua al cuello y los ojos chisposos, las miradas cálidas dejen que las cuatro manos hagan olas o maremotos, que busquen tesoros sumergidos, peces de colores. Aunque si no saben bucear siempre pueden quitar el tapón de la bañera.

Revuelto de manos
Ingredientes: 4 manos por persona, 100 ml de aceite de almendras dulces con esencia de jazmín, 30 grados de temperatura y silencio.
Extiendan el aceite libremente por el cuerpo, rehoguen pies y manos con apretones. Los costados sazonados con arrastres y las abundancias que encuentren en nalgas, cintura y vientre amasados con ternura. Presionen los lomos, friccionen los muslos y jalonen la piel como a un gatito. Triturar los puntos duros, machacar las rigideces y cuando esté a punto de romper el hervor déjese reposar 10 minutos, también en silencio.Tango
Una música insistente despacha envites a diestra y siniestra. La estancia a media luz, los zapatos ajustados y livianos. No pierdan el ritmo, lento, lento, rápido-rápido y lento. No pierdan la concentración, no invadan el terreno del otro, no tensen la pelvis, que las piernas no flaqueen, que los pies no tropiecen. No hagan caso al sofoco, no naufraguen todavía, no se suelten de las manos, no se miren fijamente pues perderán el compás lento, lento y lento.

Puzzle anónimo
Hágase una foto desnudo, cuerpo entero, y trocéala en 20 trozos de diferentes tamaños. Busque, si quiere, asimetrías engañosas, perfiles ambíguos y sombras misteriosas de esas que conserva sin querer el cuerpo. Meta, con el tiempo, cada uno en un sobre –guarde para el final aquellos que más le delaten– con una nota anónima. Con la nota una fantasía, un deseo guardado, un secreto obsceno que nunca se atrevió a contar.Mándelas a su propio dirección pero a nombre de ella y espere. ¿Quién se resiste a completar un puzzle?.

Arrebato
En cualquier momento inesperado, detrás de la puerta, subiendo las escalera, fregando platos, aprovechando un inoportuno apagón, o hastiado de la programación televisiva, descórchese una o dos pasiones y déjese llevar por un arrebato loco.
Si la espuma se desborda, no se preocupe, bébaselo sorbito a sorbito lo que aún queda.

El bello durmiente
Ponga unos gorriones domingueros en el balcón. Deje que las sábanas se vayan encendiendo de blanco y que el vaho onírico se esfume como la niebla. No obstante conserve el calor del letargo de los cuerpos, el magnetismo inconsciente y acerquese imperceptiblemente a él, aún enroscado y callado por el sueño. No lo despierte. Péguese a su espalda y deje las manos deslizar por el perfil inclinado, los labios vencidos, por el pecho fuerte, por el vello algodonado, por el vientre de bebé plácido, por las nalgas prietas hasta encontrar el nido. Ahí remueva el fondo, ordene las partes y deje que crezca, aún a costa de despertarlo.

Regueros
Vayan a la frutería y compren la sandía más grande. Cuando el tórrido sol lo permita suban a la azotea con la fruta partida en dos. Ya sin ropa, atrapen su mitad entre las piernas y con las manos desnudas arranquen el rojo corazón frugal. Goteando azúcar ofrézcanselo al otro. Llénense la boca de frescura y déjen deslizar las pieles entre los regueros múltiples que las risas derraman.

Sin carrete
Busque su antigua máquina fotográfica aunque no tenga carrete. Invite a su pareja a una sesión fotográfica. Pregúntele por su fotogenia mientras las primeras prendas se desprendan, clic. Entonces, cuando las expresiones divertidas e inocentes surjan, clic, cuando las posturas atrevidas y maliciosas se desgranen, clic, déje la máquina fotográfica en una esquina y aprete el automático, clic.

Nuevo paisaje
Comience el juego amoroso como siempre, con las mismas estrategias, aún en las desganas de ella —si así lo ha hecho otras veces—. No se preocupe, siga el mismo recorrido trazado, los mismos puntos, los mismos acercamientos… pero en el momento clave, quédese a las puertas, sienta su respiración y no penetre. A lo mejor, ella se aturde por lo inesperado, usted tampoco desespere, vaya arriba y abajo, discurra de delante hacia atrás, considere el derecho y el revés que ella le vaya ofreciendo. Con el tiempo verá que ambos gozan de más espacio y que el paisaje es mucho más amplio.

Tropiezo
Algunas veces, con el traqueteo del tren o el guagua de un autobús, la mirada entretenida tropieza con otra y los reflejos esquivos fallan. Se congela el tiempo, el primer segundo tartamudea, en el segundo después las miradas se paralizan, un resquemor perfora el vientre, una punzada que ahoga, un nudo en la garganta, pero… aparece un otro, su mirada, alguien que abre una ventana.
El tiempo se deshace en presencia, la complicidad hace un guiño a lo humano y, sin querer, una sonrisa se escapa por las hechuras de la moralidad. ¿Acaso tropezar no es humano?

Julián Peragón

 

 




El alma del sexo

Nuestra sexualidad en estos tiempos está en crisis, aunque los indicadores externos gozan de buena salud. Libros, manuales, vídeos, debates televisivos dejan la sexualidad tan al descubierto que parece pecado mantenerla en la misma intimidad en la que nació. Una vez hemos reivindicado el cuerpo como nuestro y la sexualidad una libertad inalienable del individuo, nos hemos alejado del fantasma opresor del pasado pero hemos sucumbido, complacientemente, a los estragos del mercado.
Desde las consultas sexológicas a la enumeración de las patologías sexuales. Desde las encuestas picantes y simplonas a los fenómenos sociales de liberación-represión hemos ido comprobando el triste perfil de nuestra sexualidad que va como en un claroscuro de la erotización a la desgana, de la abulia a la compulsión.

El mercado, ávido, ha querido llenar ese vacío y esa desorientación y ha hecho una apología del sexo. Por un lado, ha marcado, como única vía, una línea recta y ascendente, imagen prepotente del orgasmo masculino, como si fuera también la línea ascendente de beneficios de una empresa modelo o la marcha de un tren imparable. Por otro, ha quitado lastre emocional a la sexualidad volviéndola extremadamente ligera como un refresco con burbujas. La supuesta sexualidad masculina se ha trivializado o se ha plegado a la idea de rendimiento, de efectividad de la misma a la que se está acostumbrado en una sociedad industrial. Se debe ser en la cama un superhombre capaz de infligir varios orgasmos a la partenaire; como en las imágenes de las películas comerciales se ha de penetrar raudo y con la mandíbula prieta golpear la pelvis, sin parar, hasta que estalle el orgasmo femenino. Un orgasmo y una sexualidad femenina que no se ha tenido tiempo de descubrir ni menos de saborear.

Detrás de esta imagen de la sexualidad del hombre que en este artículo intencionalmente mantengo estereotipada hay un vacío de ser. Una carencia en el sentir que se camufla en una pose de fuerza, conquista y falsa seguridad. Al otro lado de esta pretensión masculina aparece irremediablemente el fracaso; fracaso de no ser un superhombre, fracaso en la competencia con otros en apéndices, músculos y resultados, y la caída en picado en la precocidad o la insensibilización. También la jactancia es una forma más de escapismo.

La mujer también ha entrado de lleno en el mercantilismo, bien porque ha sido una forma más de seducir al poder, bien porque es otra forma de capear las desigualdades sociales entre los sexos. Más sensible a su interioridad, ésta sufre la misma incomunicación, a veces negando en la frigidez, otras cómplice del mismo juego.

La sexualidad ha perdido perspectiva paradójicamente cuando tanto y tanto se ha dicho sobre ella. Cuanta más normativa, cuantos más mauales de cómo hacer feliz en la cama a un hombre o a una mujer, más lejos de la propia sexualidad, más lejos del propio instinto espontáneo.

Hay tanto miedo a no ser normal, a no dar la talla, a ser tachada de estrecha o de casquivana, a ser considerado machista o marica que nos sentimos encorsetados justo en un acto, el sexual, donde la prerrogativa es la de ser como tú eres.

En estos momentos la sexualidad es una zanahoria que nos hace buscar cada vez más los estímulos más intensos, azuzados, claro está, por el vértigo del aburrimiento. Y es que buscamos la llave que hemos perdido en el lugar menos indicado pues la promesa de la sexualidad no está propiamente en el sexo y menos en las técnicas sexuales. Querer estrujar los órganos sexuales para sacarle el jugo de la felicidad haciendo todas las permutaciones posibles es avivar el sentido de la perversión pues como dice la palabra, algo perverso, es aquello que ha desviado su centro.

Buscar el centro desde la sexualidad es converger, deseo y amor, instinto y fusión, necesariamente cuerpo y alma. La sexualidad está dentro de la cabeza, es impulsada como un barco por las entrañas y toma su curso en el pecho, pero nunca está en el sexo. La sexualidad es la salsa de la vida y no requiere mas normas de las que le dicta su corazón.

Vivir la sexualidad es claramente tocar el núcleo de lo que uno es, y es, en las mejores condiciones, el gran trampolín donde uno salta por encima de su pequeño o gran ego y se encuentra con la inmensidad. Una inmensidad que dura unos segundos pero que simultáneamente es eterna, teñida con el rostro del amado o amada y que sobeviene de la mano del amor.

Tal vez por eso en tantas tribus y en grandes tradiciones el sexo ha sido sagrado. No sólo por el aspecto reproductivo de éste, clave de la supervivencia de un grupo, sino también porque el espíritu se manifestaba mágicamente en la especie de danza imantada que suelen hacer los amantes.

No olvidemos que el deseo en forma de Eros es un dios porque el ser humano siente su fuerza como algo descomunal, de otro mundo, algo que lo atraviesa y que lo enciende. En ese estado se ilumina, se comunica con lo sensible, se fusiona con el otro como jamás podría hacerlo en una conciencia ordinaria. Es como si, en esta sexualidad el individuo se reconoce dueño y se siente invencible, amoroso y a la vez lúcido. Es harto sabido que los totalitarismos y las doctrinas, los imperios y las iglesias reprimen ese sentir para convertir a un pueblo sumiso o fanático, como si cortándole a la hiedra su raíz difícilmente ésta tomará altura.

La insatisfacción en la sexualidad atiende a sucedáneos, compra imágenes bellas y dulces, muestras con desfachafez lo que ya no está vivo y, sobre todo, consume. Pronto se administrará en aerosol el péptido oxytocin, o en pastillas afrodisiacos hormonales para poder sobrellevar el tedio de la vida o conjugar bien la sexualidad con el trabajo o las relaciones sociales y que no interfieran entre sí.

Afortunadamente nos empezamos a dar cuenta de esta falacia, de la gran mentira del sexo. Las tradiciones pueden dar alguna luz en estos momentos si bien hay que ser extremadamente cautos y prudentes para no intercambiar un modelo por otro habiéndose olvidado una vez más de sí mismo. Pero ellas han ritualizado la sexualidad, no solo para quitarle la compulsión o la inmediatez propias sino para insertar la vivencia en un ritmo más lento, es decir, en un tiempo no lineal sino sagrado. El ritmo lento es un compás con el arco muy grande que nos permite respirar y que nos posibilita observar desde una mayor serenidad. Ahí uno es dueño de su energía y tiene la oportunidad, como se hace en el Tantra o en el Taoísmo, de rescatar algo de esa fuente inagotable e instintiva y llevarla a grados de sutilidad y de despertar de áreas dormidas.

Sublimar la energía sexual o natural en energía espiritual es uno de los objetivos del místico, del iniciado. Instinto y espíritu no son tan extraños, el mismo mito de la Kundalini y las bodas divinas de Shiva y Shakti lo desvelan. Si tuviéramos ahora mismo una experiencia mística sabríamos que el orgasmo es una antesala, rompe cadenas para que el espíritu vuele. Por eso es sagrado el sexo porque sin dominar esa fuerza que anida en la base toda buenaintención santificadora es pura elucubración o mero encubrimiento.

La tradición también dice que el río de la vida hay que saberlo contener. La sexualidad tiene que ser encauzada sin que te lleve la corriente. Controlar el orgasmo no es un juego de niños, mantener el cuerpo sano y fuerte requiere disciplina, no perder la concentración durante horas en el acto amoroso merece muchas horas de meditación. Pero esto son altos vuelos.

En principio hay que tirar a la basura todo lo que sabíamos sobre sexo para confiar más en la propia naturaleza. Hay que hacer del cuerpo un templo que sea acogedor para el deseo. Hay que vencer la rutina y el aburrimiento para que la atención no se disipe y hay que crear las condiciones para que el amor vagabundo anide. Las técnicas son lo de menos, los rituales se crean con la imaginación y con la misma imaginación se trascienden, pero sin amor, sin amor la vida se seca y se empobrece.

Julián Peragón

 




Para dejar de fumar

Para dejar de fumar no hay que hacer grandes propósitos de ídem ni prohibiciones mastodónticas con severas amonestaciones médicas que no llevan más que a dejar de fumar unos días con mucho sufrimiento teniendo que volver a lo mismo a hurtadillas y con un enésimo fracaso más a las espaldas. No, porque las prohibiciones en el fondo siempre llevan al refuerzo del objeto negado desde el odio o desde la dependencia. Por eso hay que considerar al tabaco como lo que siempre fue, una planta sagrada de poder y fumar con ella la misma pipa de la paz.

Para dejar de fumar hay que empezar, si acaso, fumando más que nunca. Romper el día con un buen tabaco bien negro justo cuando la garganta todavía está tierna y los alveolos henchidos de fragmentos oníricos. Entonces, si después de los dos primeros cigarrillos con el estómago vacío no puede emitir un DO de pecho impecable, no se extrañe, es normal, ponga música y desayune.

Para dejar de fumar es conveniente comprar tabaco a discreción, ahora rubio o negro o mentolado o extra light, con o sin filtro, y evitar la identificación con una marca determinada sobre todo de aquellas que fuman los tipos duros que se internan en la selva o aquellos otros que doman caballos salvajes en el medio oeste como si comieran rosquillas. Entonces viene la parte más delicada. Hay que numerar los cigarrillos de 1 a 20 y tirar la cajetilla vacía. Estos cigarros numerados se colocarán al tuntun en el bolso, entre los calcetines, detrás de la oreja, prendido en el liguero o anudado en la corbata. Estratégicamente colocados.

Y estamos listos para fumar gustosamente, pero hay que ser bien estrictos. Hay que fumar los cigarrillos bien en un orden creciente, bien fumando primero los que tienen números primos o según una secuencia numérica previamente acordada. Los que hacen el tratamiento a rajatabla les conviene obedecer ciegamente al tabaco-que es lo que siempre han hecho- y donde pone 8, dar solamente 8 y sólo 8 caladas, y donde pone 1 sólo encedenderlo para después inmediatamente apagarlo. El que hace el número 20 es mejor colocarlo entre el sujetador o entre la entrepierna puesto que es el más esperado y requiere de más emoción.

En todo esto lo importante es frenar la compulsión del que coge un cigarro por llevarse algo a la mano por pura inercia. Y puesto que la mano adolece de algo para sí porque no le gusta estar de vacío, hay que darle sustitutos y entretenimientos como por ejemplo, unas piedrecitas de playa, unas bolas chinas, un puñado de arroz salvaje o un poco de agua donde los pajaritos puedan beber a sus anchas. Hay que ser útil.

De todas formas, no hay que flaquear, hay que seguir fumando aún en las condiciones más adversas. Dándose una ducha caliente,en medio del metro hora punta, subiendo el Mont Blanc o en pleno acto amoroso. Uno se templa en estas situaciones y percibe claramente su necesidad profunda de nicotina y alquitrán.

Con todo, llegamos a uno de los puntos más delicados porque si la mano que es ciega se entretiene con cualquier cosa, la vista y sobre todo los labios son mucho más exigentes. Cierto es que si nuestro primer objeto de deseo no hubiese sido una enorme teta llena de leche calentita, el tabaco ahora no sería lo que es, el rey del mambo. Y si la sociedad, la nuestra, no fuera lo que es, una maldita represora, no necesitaríamos consumirnos innecesariamente tras un cilindro de siete centímetros.

Pero no hay que preocuparse, los labios tienen muchos recursos pueden silbar, hacer muecas, chasquear y lo mejor, dar besos de todos tipos. Muchos para calmar el reflejo de succión toman pastillas juanolas o chupan ramitas de regalíz, pero la mayoría comen pasteles o largan hablando por los codos para calmar la ansiedad que todo tratamiento produce. Algunos antipsiquiatras hablan de volver descaradamente al objeto de deseo y chupar y chupar hasta saciarse, pero otros rechazan la idea porque la misma voracidaz no tiene límites precisos y se alimenta de su propia voragine. Lo mejor, dicen los más entendidos, es sublimar pero no dicen cómo.

Ahora bien, el meollo no está en los labios ni en las carteleras publicitarias, no está en la incitación social ni en la facilidad del cigarrillo de utilizarse como facilitación de comunicación. La culpa no la tiene el prestigio añadido al acto de fumar ni las fijaciones que todos tuvimos al querer imitar a los adultos. La cuestión radica en ese chupetón ansioso que uno da al cigarro en un esfuerzo por conectar no sólo con su respiración sino con su diafragma, con sus entrañas, en definitiva con su sentir. Cada cigarro es la pretensión de tocar ese fondo que nos calma aunque sea por pocos minutos. La culpa la tiene ese vacío instalado a medio camino entre el corazón y el intestino que ruge como un animal y que consume como una caldera.

Yo recomiendo todo lo anterior, en especial el DO de pecho pero sobre todo recomiento alimentar bien al animal, sacarlo de paseo y llenarlo de impresiones intensas y de efluvios positivos. Hay que cepillarlo cada mañana y entre rugido y rugido hay que darle algún abrazo bien fuerte de esos que te hacen subir el cosquilleo desde los pies, y hay que besarlo con más fruición que un puro habano y que una pipa humeante, y aprender a religarlo con lo más alto allí donde reside la posibilidad de toda cura hasta descubrir un aroma mucho más sutil que el más sabroso, puro y genuíno sabor americano.

Julián Peragón




Maldito insomnio

No tenía nada de especial, edad mediana y mediano de estatura; ojerizo y cansino se arrastraba por el día como alma en pena hasta llegar la noche. Durante el día amontonaba sus horas pasillo arriba, pasillo abajo por el ministerio y acumulaba dioptrías al revisar papel tras papel en su maniática obsesión por no perderse ni la letra menuda. Con el tiempo había adquirido un tic en la mano izquierda de tanto mirar el reloj al darle ánimos para que fuera más deprisa, y otro en la mano derecha de tanto estampar sellos burocráticos pues todos los certificados venían, no se sabe por qué, por triplicado.

No era de extrañar que el estómago estuviera duro como un puño pues el desayuno de diez minutos y el almuerzo de veinte no le daba tiempo de masticar y aún menos de saborear una deliciosa comida de fritos y recalentados en el bar de la esquina. Por eso llevaba consigo un bote de bicarbonato para frenar esa maldita acidez que agujereaba las mejores intenciones todas las mañanas. Se acostumbró a fruncir el ceño, a morder la rabia, a apretar los labios para autocontenerse y a tragar saliva, gestos que fueron carcomiendo su moral y que fueron destilando en su cuerpo año tras año una depresión de caballo, y es que no levanto cabeza, chico, que no tengo ganas de nada –decía al menor contacto con cualquiera. Su mirada perdida formaba parte del oscuro y rancio mobiliario de su trabajo y sus hombros iban permanentemente subidos como una percha perfecta para su anodino uniforme. No se había percatado que su espalda de tantas horas sentado se iba arqueando como madera vieja y le sobresalía una jiba que ensombrecía aún más su perfíl.

Tras una fria cena televisiva, una enorme y pesada losa se le venía encima justo a las once p.m. pues tenía insomnio. Tenía insomnio como los doce millones en este país a causa de la depresión o de la ansiedad, de la falta de cansancio físico o de los cientos de problemas que sobrevuelan nuestras cabezas mermando nuestra merecida tranquilidad. Lo cierto es que irse a dormir era toda una aventura. Después de los enguajes pertinentes se deslizaba en la cama como el que se dirige al patíbulo, sin ninguna esperanza de conciliar el sueño. Como un reflejo condicionado, las cuerdas traseras del cuerpo y el mismo centro del diafragma se tensaban; los ojos por reacción se abrían como platos y las pupilas centelleaban en todo su esplendor. La boca seca como el desierto y el oído afinado como quien ve una película de terror.

Cada sonido de la calle y cada trasteo del vecino se condensaba en un rumor que parecía decir no puedes dormiiiirLe venían a la imaginación gotas que caían del vacío en un interminable glub, glub, glub. O bien oía rechinar puertas, ventanas y cerraduras imaginarias. Miraba el reloj digital 11.45, apagaba la luz y cambiaba de postura una docena de veces. La respiración profunda de su compañera cuando no el ronquido, le ponía aún más nervioso. Al cabo de eternos minutos sentía que estaba haciendo el tonto y encendía de nuevo la luz. Más de medianoche. Vuelta a empezar.

Repasaba los sucesos del día, se entretenía en algunos asuntillos traviesos que no marchaban de la mente. No podía dejar de pensar en la hipocresía del ambiente de trabajo, en los desaires que sufría o en la corrupción que le rodeaba. Sentaba en el banquillo de los acusados al jefe, los compañeros, al cuñado y al él mismo, y les lanzaba unas diatribas y unos sermones de padre y muy señor nuestro hasta quedar extenuado.

Había probado de todo, tapones en los oídos, beber un vaso de leche caliente, leer dos o tres páginas del Quijote y hasta contar corderitos. Un amigo suyo le había aconsejado practicar veinticinco respiraciones profundas con el vientre intentando sacar todo el aire –esto duerme hasta los elefantes, le aseguraba– pero el mismo esfuerzo respiratorio lo llenaba de angustia y lo sumía en un equilibrio nocturno aún más precario. A la 1.30 a.m. se levantó a beber agua, volvió al nido inquieto totalmente a oscuras. Peleó tres o cuatro rounds con la almohada y se quedó quieto. La oscuridad se hizo densa y el silencio insalvable. Observó su cuerpo tenso, se descubrió agarrado a las sábanas como para no caer en un hipotético abismo y notó su respiración entrecortada, perfecta para no sentir.

Siempre le había tenido respeto a la noche, la oscuridad no era controlable en su universo y el dormir un mal hábito de la naturaleza. Sin duda sabía que el dormir tiene algo de regresivo donde el alma rememora viejos tiempos como si las células del cerebro destilasen un néctar de leche y un rumor de acurrucos que vacía la memoria de tonterias inservibles y ablanda los músculos de las corazas gastadas. Aunque lo terrible para muchas personas es que cada noche es una batalla con la nada, notorio en el amasijo de sábanas que encontramos cada mañana.

A nuestras anchas, cada noche sacamos a relucir todos los personajes que somos –o que hemos querido ser– perfectamente dramatizados en los sueños y blandimos nuevas armas para matar el dragón que nos tiraniza cada día y armamos nuevas estrategias para llegar al ser amado que nos espera. Entre sueño y sueño el alma respira inmortalidad y le saca brillo a la lámpara mágica y le da de comer al genio que la habita. Tal vez por eso, el despertar cada mañana sea demasiado duro. Sabía todo eso y sabía que la noche es ese espejo que no perdona las concesiones y los olvidos que uno comete aunque sea sin querer.

Por fin la oscuridad se hizo blanda, el silencio un murmullo. La cama se fue haciendo de arena. Trastabilleó con imágenes inefables de nubes y campos verdes. Con la cara de bobo el cuerpo se fue haciendo de agua y las articulaciones de gelatina. No se dio cuenta del tránsito ni de como el vientre se dilataba rítmicamente. No se dio cuenta de las sacudidas que tuvo el cuerpo ni de las patadas en el vacío. Tampoco notó los dedos de los pies desatarse del placer ni cómo los ojos centrifugaban en una danza suave y circular. Nadie pudo ver en la oscuridad como el color de la piel le cambiaba, ni de la postura de bebé que adoptaba pero lo cierto es que, por arte de magia, se quedó dormido.

Julián Peragón




Camino de sanación

Cuando estamos enfermos se nos abre un abismo bajo los pies, se nos encoge el alma y hasta se nos vela la mirada. Un frío o calor extraño se mete dentro, en la misma médula. Cuando es una enfermedad de aquellas que alerta buscamos rápidamente al especialista de uno u otro signo para que nos calme. A menudo, más que las medicinas, lo que necesitamos es un diagnóstico tranquilizador, unas palabras científicas inmutables, alguien que nos diga que no pasa nada, que todo está en orden, que hay algunos desarreglos pero que ya podemos irnos a casa.

Sin embargo, la visión objetiva de nuestra enfermedad choca contra nuestra vivencia, enteramente subjetiva. La enfermedad la vivimos como el eslabón de una gran cadena que tira a su vez de Ia incertidumbre, del miedo, que se muestra a través del dolor, en la impaciencia, que nos margina de lo social, de nuestra dinámica, aislándonos de los otros, que nos diluye en una nada y que nos recuerda, por último, la muerte.

Tal vez por eso hubiéramos preferido que nuestros médicos fueran menos científicos y con más comprensión de nuestros mecanismos psicológicos y sociales, menos encumbrados en su tecnología y en su saber y más cercanos como personas. Nos hubiera gustado sentirlos sabios en el arte de vivir, y también en el de morir, que al fin y al cabo forma parte de la misma vida.

En esos aprietos, una voz interna invoca a todas las fuerzas benéficas para que vengan a nuestro socorro. No obstante, el desánimo a veces rastrea en la culpa o exclama un por qué, ¿por qué a mí precisamente?. A menudos nos enzarzamos en la profusión de síntomas y en la retahíla de remedios farmacéuticos y mágicos. Obsesionados con la enfermedad y con la lucha a muerte contra ella nos olvidamos que la lucha es contra nosotros mismos.

Quizá el primer paso en el camino de la sanación sea el de reconocer tranquilamente lo que nos pasa. Los males del cuerpo son en gran medida males del alma, que a su vez acusa los males del mundo. Si el mundo sufre de contaminación, el cuerpo que se nutre de sus alimentos también se envenena. Se envenena también la sangre cuando sentimos odio e intolerancia. Descargamos en el mundo nuestros residuos junto a nuestra inconsciencia. Por eso, si hay alguna culpa, es la de haber puesto fronteras. Escisiones entre nuestro cuerpo y nuestro espíritu. Barreras entre el mundo y lo que somos.

Pero tampoco podemos irnos al otro extremo y sentirnos responsables absolutos de nuestros males porque nuestros genes actúan silenciosamente, porque gran parte del aire que respiramos, del agua que bebemos y del pan que comemos están contaminados y no los hemos elegidos. No somos responsables directos de muchos males pero tampoco somos ajenos como lo quiere la visión simplista que dice cuerpo como dice cosa que se tiene, se posee o se habita. Cuerpo que se explota, que se descuida, que se reprime. Cuerpo que se sufre, que nos ha tocado en gracia, o en desgracia.

Nuestra cultura encorseta al cuerpo porque no es tan imperecedero como las ideas, porque cambia con los días, porque se enferma, porque envejece y porque tarde o temprano se muere. Se teme al cuerpo porque es el sitio del inconsciente donde se somatizan sus olvidos y registran los traumas, se esquiva al cuerpo porque en él residen las bajas pasiones que el instinto aviva y el placer derrocha. Se oculta al cuerpo porque es un fiel reflejo de lo que somos.

Es ahí donde tendríamos que empezar a leer, en el cuerpo. Ver sus acortamientos y sus asimetrías, sus compensaciones y sus hábitos, sus corazas y sus anillos de tensiones. Leer como hace el topógrafo con la orografía del terreno para saber por dónde fluye el arroyo, nosotros para saber en propia carne por dónde circula la energía y dónde no llega la respiración, dónde se cortó la sensibilidad y dónde arremete el malestar. En definitiva, poder leer directamente en el cuerpo como el que lee entre líneas.

Si el cuerpo tiene su lenguaje, la enfermedad tiene sus razones, y éstas son el lenguaje que tiene el cuerpo para decirnos sus secretos. Donde nosotros ponemos una frase y un punto, el cuerpo en su comunicación pone una sensación, una erupción de la piel o un territorio mudo. Digamos que el cuerpo no miente, y cuando estamos llenos de ira estancada, cuando no nos dejan espacio en nuestras vidas para expresarnos, cuando nos invade la miopía o el sistema inmunitario se desarma, veremos que alguna relación guardan con nuestra vida y nuestra forma de relacionarnos. Si miramos atentamente veremos todas esas cosas que el cuerpo sabe y todas esas señales que nuestras entrañas de forma única e irrepetible elaboran.

En segundo lugar tendríamos que ampliar nuestro concepto de salud pues alguien sano no es aquel que nunca se pone enfermo. En su primer movimiento, cuando la enfermedad es aguda y es puntual, la enfermedad forma partre del núcleo de la salud ya que el cuerpo tiene sus mecanismos para limpiarse. Son crisis depurativas que intentan reestablecer un nuevo equilibrio y un mejor estado de salud. En cambio, la enfermedad crónica o degenerativa ha perdido, después de múltiples intentos, esa fuerza vital y nos hace claudicar.

Los pequeños transtornos del cuerpo son esfuerzos adaptativos a la nueva estación que entra o a los innumerables desequilibrios que nuestra vida comporta. Ese esfuerzo adaptativo no hay que cortarlo nunca, no hay que reprimir el síntoma o la manifestación de esa enfermedad pues la sintomatología son consejos del cuerpo que nos impelen a no comer, a reposar, a inmovilizarnos cuando hay dolor o a permanecer solos para desconectar. Suprimiendo el síntoma con los poderosos medicamentos que tenemos el cuerpo pierde su rumbo y se desorienta, a fuerza de negarle su reacción natural, nuestros organismo a la postre se insensibiliza. Ahora bien, no se trata de no intervenir pase lo que pase, sino, más bien, ayudar a esa natura medicatrix, a esa crisis depurativa para que sea más efectiva y no bloquee. Todos sabemos que la fiebre es sana si no pasa de una cierta temperatura.

Con todo, la enfermedad en los casos citados, no establece sólo un equilibrio físico-energético, con ella y con el dolor, la inmovilidad, la soledad o la incertidumbre damos verdadero espacio a la escucha y tenemos la comprensión que no podemos empujar el río de la vida. Podemos sentir que las leyes naturales hay que respetarlas para que haya crecimiento y vigor, salud desde nuestros cimientos.

El niño rollizo de mejillas sonrosadas que nos muestran en los productos publicitarios no tiene por qué ser un paradigma de salud. Ésta no es algo tan ostentoso, tan rebosante, tan artificial. Podemos percibirla en un aliento fresco, un cuerpo ágil con amplitud de movimientos. Podemos sentir la salud en un rostro sereno, unas digestiones ligeras, una calidad de descanso en el sueño; en el mantenimiento de la sensibilidad, en la mente calma, en la respiración tranquila o en tantos elementos que no residen en los músculos hipertrofiados o en la elegancia de formas.

En este camino de sanación no sólo la escucha, el reconocimiento, el respeto del ritmo, de la vida y sus leyes son necesarios. Sentir que somos también cuerpo es el primer paso para sacralizar la vida y para confiar en la sabiduría del cuerpo. Pero si uno no conecta con el espíritu no habrá una completa curación. El espíritu, lo sabemos, está por doquier, está dentro y está fuera. Está cuando vemos la puesta de sol y cuando las estrellas nos comunican la inmensidad del cosmos, y por contra, nuestra humilde pequeñez. Hay curación a través del espíritu cuando aprendemos de nuestro destino, cuando nos movemos no sólo por nuestra razón sino también por nuestros sentimientos y por nuestras intuiciones. Nos curamos cuando la fe y la aceptación de lo que existe desbancan a nuestro ego prepotente que es impermeable a los cambios.

Es posible que la enfermedad grave esté relacionada con el sistema de corazas que impiden al individuo expresarse en su ser, y puede ser también que esa enfermedad represente el amor no colmado que arrastramos desde bien pequeños y esa enorme dificultad de querernos a nosotros mismos.

Cuando la enfermedad deja caer las caretas de la ilusión, lo espiritual puede redimirnos en un sacrificio de lo viejo por lo nuevo para volver a conectar con esas aguas subterráneas de la vida y para ello se requiere tener sed, sed de ser y sed de amor.

Julián Peragón




Entre lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño

Nuestra mirada se detiene habitualmente en lo cercano, lo que nos rodea y sobre todo en lo que podemos distinguir. A veces, la lejanía con sus montañas azules y el horizonte curvo pone límites a lo conocido, pone un cerco a nuestro hábitat. Más allá o más acá sólo bacterias e insignificantes insectos, cometas y estrellas lejanas. Lo humano lo percibimos entre lo extremadamente grande y lo extremadamente pequeño. Sin embargo las fronteras que creemos percibir son invisibles y dependen lógicamente del observador. Si ampliamos las escalas hacia lo grande veremos que nunca encontramos techo, y si reducimos hacia lo pequeño nos encontramos con un mundo invisible pero que también es infinito.

Lo que para nosotros es un vaso de agua para una hormiga es una piscina olímpica por poner un ejemplo tonto. Pero cuando esta cae de una altura cien veces su misma altura sin hacerse ni un rasguño, nosotros desde el rascacielos nos hacemos fosfatina. El mundo es desigual en sus proporciones. Gulliver en verdad no podría entender a los liliputienses porque el sonido de sus gargantas sería tan chillón para aquél como ensordecedora la voz ronca del gigante para éstos. Como Philip Morrison nos introduce en su libro Potencias de diez, «si las estrellas brillan, si los planetas son redondos, si los puentes son geológicamente pequeños, si las células se dividen rápidamente, si los átomos vibran al azar y si los electrones desobedecen a Newton es por razón de escala».

Es cierto, simplificando, que lo humano vive en la escala de lo humano, pero no nos olvidemos que lo infinitamente grande y lo más pequeño están constantemente interactuando en nosotros, desde el sol a la gravedad, desde los virus a los electrones. Nosotros mismos estamos dentro de esta escala si nos tomamos como un peculiar universo.

Pero no queremos hablar de astronomía ni de comparaciones geométricas. Nos interesa basicamente el diálogo que hacemos con esa realidad que nos sobrepasa y con la diminuta realidad que sostenemos. En las imágenes de este libro vemos, por un lado, como algunas imágenes del macrocosmos son idénticas al microcosmos, planetas como átomos, nubes como galaxias. Ahora bien, lo interesante es ver en cada escala qué dimensión de la realidad se destaca, qué conocimiento se despierta, y a quién le interesa esa escala de realidad.

La foto, por seguir la estructura del libro, de una mano le interesa al dermatólogo pero también al quiromántico. La escala superior, la foto de familia le interesa al psicólogo tanto como al sociólogo, al antropólogo, al publicista, y un largo etcétera. Mucho más arriba tenemos al urbanista, al geógrafo, al meteorólogo, al ecologista, al astrónomo y por qué no, al filósofo, al teologo. Y más abajo de la mano, al médico, al químico, al biólogo genético, al físico molecular. Cada uno diría algo desde su ámbito, cada uno tendría una verdad contundente. Pero como apuntábamos, la verdad en un nivel no goza de la misma credibilidad en otro. El sol es indispensable para la vida, pero el dermatólogo sabe del cáncer de piel por excesiva exposición, aunque, nos dirá el sociólogo que el bronceado de la piel goza de un cierto prestigio de clase en climas fríos.

Desde las disciplinas del conocimiento personal y espiritual pasa otro tanto. Unas dicen hay que liberarse mediante la catarsis y otras sólo trabajan con el silencio. Unas que hay que potenciar al ego y otras que hay que matarlo. Unas que favorecen la comunicación y otras el retiro. Sin embargo el conflicto no proviene tanto de dichas técnicas o disciplinas sino de la dificultad de situar el nivel o la escala desde donde se trabaja.

Hay un nivel desde donde todo es ilusión, el mundo tiene un carácter ilusório, pero hay otro nivel más concreto donde las cosas y las situaciones tienen un nivel de realidad indiscutible. En un cierto plano todos somos sociedad, actuamos con impulsos de aceptación rechazo muy generales, pero en otro plano cada uno se manifiesta como un individuo que tiene un grado de libertad evidente.

La pregunta es clara, ¿en qué nivel de la realidad suelo funcionar?, y ¿hasta dónde dialogo con el resto de escalas que me muestra la vida?. ¿Cuándo estamos enzarzados en un diálogo absurdo metiendo verdades de un nivel en otro o forzando a una realidad a comportarse como lo haría en un plano superior?.

También podríamos hacer una lista de nuestros códigos o mensajes que van modulando nuestro comportamiento y colocarlos en jerarquía. «No quiero sufrir, no quiero sufrir; la vida es una selva que gana el más fuerte; ¿para qué luchar tanto si todos vamos a morir?; el amor es lo que mueve el mundo; todos somos egoistas y las parejas no son más que acuerdos de necesidades mutuas; si no triunfas no eres nadie; ya somos hijos de dios sólo hay que alabarle en todo lo que hacemos; el sexo es un incordio que hay que tolerar; los muertos están observándonos; hay que decir siempre la verdad; más vale hacerse el tonto; vivimos cuatro días, hay que hacer algo con lo que ser feliz; etc, etc, etc».

No obstante es posible que si los niveles superiores éticos y espirituales no están claros, los otros niveles medios se muestren como fuerzas ciegas o demasiado plegados a la coacción de la sociedad. De tal manera que lo que a veces se ha dicho de la incoherencia, al menos de la incoherencia consciente, visto en esta estructura aparece como adaptaciones diferentes e integradas en cada nivel. Así pues cada uno debe tener la libertad de ir arriba y abajo por las escalas de la vida encontrando la máxima significación a sus actos, la plena adaptación al hecho de vivir.

Julián Peragón




¿Qué cura?

Todos queremos estar sanos, por supuesto. Todos nos preocupamos muchísimo cuando dejamos de estarlo y acudimos rápidamente a médicos y hospitales, acupuntores o dietistas, balnearios o sanadores. Hasta tal punto que, en torno a la salud o la enfermedad se ha creado un gran complejo de disciplinas, de tecnologías punta, investigaciones farmacológicas, ciencias milenarias de oriente, fisioterapias naturales, medicinas blandas y hasta sanaciones milagrosas. Hemos sofisticado tanto el tema de la sanación que es posible cambiarnos el fallido corazón en el quirófano, hacer una microcirujía de córnea, o ver nuestro cerebro rebanado en cortes multicolores a través de un scanner. Todo es posible. Fotografiar el áurea, localizar electrónicamente los puntos de los meridianos y activar los chakras mediante colores y sonidos. Más aún. Ya no es necesario ir de peregrinación a Lourdes, cualquier sanador filipino te mete en dos minutos las manos en los higadillos o en los ojos y te saca negruzcas masas gelatinosas de energía negativa, todo ellos sin producir herida ni dolor, como el que mete las manos en el agua y no deja ninguna cicatriz acuosa.

Y aquí no acaba la historia. Ahora es posible operar con robots a los que no les tiembla el pulso, y dentro de poco podrás elegir que te opere el cirujano Smith de Nueva York sin moverte de Sabadell. Con la biotecnología los diabéticos producirán insulina felizmente, y podremos anticipar la demencia senil ya en la misma cuna. Es toda una monería aunque de insospechadas consecuencias puesto que, también se podrá elegir el color de ojos -el que esté de moda, e inyectar células inteligentes cuando la memoria empiece a fallar.

Mientras tanto tenemos dodecaedros para armonizar la energía, ionizadores para filtrar el aire, pulseras para imantar la sangre y adhesivos para contrarrestar los nudos energéticos de las corrientes subterráneas. Podemos llevar un cuarzo rosa en el pecho, dormir cara al norte, sentarnos en sillas anatómicas y respirar esencia de romero o de madreselva. Es evidente que recursos no nos faltan.

Con todo, los hospitales están repletos y las listas de espera de los cirujanos se vuelven eternas. Las empresas farmacéuticas hacen su agosto y campan a sus anchas remedios mágicos, terapias holísticas y cursos de milagros. ¿Qué es lo que ocurre? Parece que cuanto más medios, menos sana es nuestra sociedad. ¿Creemos que la salud va a venir de algún producto mágico, alguna droga inmortal, alguna terapia infalible?.

¿Tal vez quiere decir todo esto que hemos perdido ese instinto natural que sabe cuando hemos de reposar o dejar de comer para restablecer el equilibrio?. ¿O es que hemos identificado salud con niños rollizos, deportistas incansables, vegetarianos longevos, y pensamos que la salud se esconde detrás de las vitaminas, de la dieta impecable, o de la disciplina diaria corporal?

Curiosamente, parte de la respuesta, la habremos de buscar a nivel social y de cómo vivimos la enfermedad. En una sociedad maniqueista como la nuestra en la que oponemos enfermedad a salud y nos sentimos incómodos ante cualquier estado alterado de nuestro cuerpo, es fácil entender toda la parafernalia en torno a esta dicotomía salud-enfermedad. Ante el «no sé qué me está sucediendo», nos sentimos profundamente inseguros. Y recurrimos por lo tanto, al médico o al curandero si falla aquél. Buscamos una respuesta, un diagnóstico, una explicación válida que nos calme, que disuelva el misterio que nos corroe por dentro. Pedimos, eso sí, que se ponga la bata blanca, que utilice aparatos complicados, que nos hagan análisis invisibles o que nos den pastillitas de colores. Todo ello para exorcizar los males. Es decir, buscamos un gesto tranquilizador y un sistema que ponga orden a nuestro interior. De tal manera que podemos dormir peor o mejor con un cáncer de segundo o tercer grado, tipificado y tratado, que con una reacción misteriosa corporal que nadie sabe lo que es.

Lo divertido es comprobar según estrictos estudios sociológicos que la población vacunada no se salva de la epidemia más que la que no estaba vacunada, o que las épocas en que hacen huelga los hospitales, la población mejora saludablemente. O que los recursos tradicionales, no lógicos, mágicos son tan efectivoso más que los más vanguardistas y científicos. Parece que nadie quiere verlo. Seguimos yendo al curandero de turno con estetoscopio o amuletos para que nos pongan sus manos y nos arropen con sus jergas médicas ininteligibles o sus cánticos mágicos también ininteligibles.

Esta demanda de orden la podemos ver claramente en sociedades simples-mal denominadas primitivas-cuyo chamán o curandera se esfuerza por asociar la enfermedad con tal embrujo, la epidemia con un castigo divino, y el dolor de muelas con una raíz que tenga forma de diente, y así sucesivamente. Todo esto para que el mundo sea humano, comprensible, vivible.

Nosotros no estamos tan lejos. Pedimos ver nuestros males en una radiografía o en la fórmula de un análisis. Pedimos que el médico o el sanador tenga un discurso de seguridad y pedimos ser tratados como enfermos donde ser escuchados, reubicados en otro orden al cotidiano, y poder recibir regalos y mimos. Todo ello necesario en un mundo tan ajetreado como el nuestro que se olvida de permitir un ritmo más propio. Por eso la sociedad está pidiendo a gritos un cambio, al querer ser hospitalizados, atendidos, visitados porque no aguantamos más, porque este ritmo es deshumano.

Ahora bien, si nos paramos a reflexionar y ampliamos nuestro concepto de salud, no a una entidad fija e idílica sino a una tensión de vida donde la enfermedad se nos muestra como una crisis depurativa necesaria para volver a equilibrarnos, entonces habremos disuelto la mitad de nuestros miedos. Vida-muerte, actividad-reposo, salud-enfermedad son pares indisociables. Forman una unidad en movimiento y cada extremo de esta unidad se reclama mutuamente. Todos sabemos que los niños son los que tienen el máximo potencial de vida y por eso sus fiebres son más altas, sus erupciones más virulentas, sus tumores con más velocidad de crecimiento. Con ello deducimos que a mayor sensibilidad, mayor capacidad de reequilibrio, naturalmente a través de crisis.

Por eso, estar sano no es ponerse nunca enfermo. Estar sano es tener una flexibilidad interna grande que nos permita adptarnos a cada situación y hacer los reequilibrios necesarios para ello. Estar sano es ampliar la capacidad de tensión y distensión, considerar al cuerpo tan sabio que él

mismo pueda buscar sus recursos cuando tenga la suficiente sensibilidad de reacción aunque a veces, hayamos de ayudarlo un poquito. La salud es todo una educación del no hacer, de la escucha y el respeto.

Por eso, cuidar al cuerpo y mantener la salud, no es precisamente envolver el cuerpo en algodones, darle de comer pienso ultradigerible, rodearlo de máquinas que mantengan sus constantes de vida, o insuflarle energía por un tubo. Cuidar al cuerpo y mantener la salud es lograr cada vez una mayor autonomía, dejar que el cuerpo reaccione y se adapte con lo que interactúa con él, a veces, descuidarlo para que encuentre un hacer más espontáneo, y sobre todo, quitarle el miedo de la muerte, del dolor y de la incertidumbre que muchos son los que viven a costa de ellos. Salud.

Julián Peragón




Meditación y silencio

El soporte de la naturaleza
Sentirse conformado por el sol, la lluvia y el viento; ser como aquel roble asentado en su centro y meditar desde las propias raíces contemplando el cielo. Pasear por el bosque alejado de las voces de la ciudad que nada dicen, lejos de los muros de cemento que frenan la mirada, lejos también de los escaparates que siempre mienten. Y meditar.
Tomar aire fresco, descalzarse para sentir las cosquillas de la tierra, perderse en el horizonte, jugar con el silencio. Están vivas la roca y la nube, siempre presentes desde la eternidad. También mi cuerpo.

Sentarse fue una posibilidad, entre otras, de conjugar dentro y fuera, de no dejar que nos engañe el límite de la piel, la separatividad del ego, el caos galopante del inconsciente. Recorrer la columna arriba y abajo como un sendero sagrado que ocultamos todos los días, o permanecer en el flujo del aliento como el único mar que nos habita. Es lógico el vértigo.

Somos niños que caminan torpemente por un camino desconocido. Hace falta una brújula y un mapa, paciencia y un corazón enorme que destile la alquimia de los nuevos descubrimientos. Sin escucha no se percibe la voz interior que todo lo guarda y sin confianza uno queda paralizado. ¿Hay algo que encontrar?.

Ilusión, risa, desesperanza, dolor, placer, absurdidad, yo, tú, lo divino. Todo está, es cierto, ahí. Pero ¿qué fuerza nos hace identificarnos?. Volver a sentarnos, para descubrirlo, simplemente».

Julián Peragón

 




Contagio

El contagio está en el aire. Se extiende como una mancha de aceite invisible y amenazante. No es el contagio de la viruela erradicada definitivamente del cólera o la sarna. No es el contagio del temible sida o de los bondadosos hongos que necesitan de humedades y fluidos. No es la lepra descarnada o la tos de1 tuberculoso. No atañe sólo a los virus y a las bacterias, esos microorganismos silenciosos que rascan y perforan nuestra concepción más estricta de la salud, y que borran la frontera cultural entre lo limpio y lo sucio. No son estos monstruos infernales del inframundo los responsables sino la sospecha que nos corta el aliento ante los infectados, portadores del mal que se vuelven intocables.

No obstante, el contagio del que hablo afecta a todos sin distinción y, aunque evidente, se mantiene inconfesable. Algo intuyen los científicos cuando comprueban como dos amebas separadas armonizan sus latidos en la cercania; o los biólogos ante la precisión mimética del camuflaje de los animales, o ante e1 espectáculo de las bandadas de pájaros en perfecta sincronicidad. Lo perciben también los músicos con sus acordes y arpegios que resuenan de una escala musical a otra sinérgicamente. Lo demuestra hasta la luna que empuja con su presencia las mareas.

Sin embargo es una cosa oculta y bien oculta. Nosotros, sin ir más lejos, estamos todo el día rascándonos, riéndonos o bostezando por contagio. Por contagio nos vestimos o bailamos de una forma determinada. Por contagio también, expresamos nuestras ideas y nuestras más temibles euforias.

Está en el aire y no son las ondas de los massmedia. No es un contagio de causaefecto como el retruque de una bola de billar cuando completa la carambola. Más bien, es una empatía que se da entre los seres naturalmente y que empieza con la primera sonrisa. Es la intersección común de infinitos conjuntos heterogéneos, el rumor de cien mil caracolas bramando a la vez o la fragancia de todo un bosque que se percibe en un sólo aliento.

De hecho este contagio dormía en el inconsciente colectivo mágico donde el correo es instantáneo y sin hilos, y donde los mejores descubrimientos y hasta los chismes más falaces corren como la pólvora. No en vano vivimos en la era de las telecomunicaciones.

En parte este contagio es favorecido por el caos, un ruido humano que se extiende como un vendaval, y por la locura, un sentimiento irregular que no atiende a razones. Entre el caos y la locura del ser humano, tras conductas irreflexivas y errores garrafales, a veces, se ensayan nuevas fórmulas para enderezar un anterior caos invivible, de la misma manera que una nueva cepa vírica se vuelve mas adaptativa a sus enemigos ambientales.

Imaginen un espacio virtual que acumule toda la experiencia humana sedimentada por los siglos. Pero imaginen también disidentes, marginados, excéntricos, soñadores, utópicos, rebeldes, locos de atar e insatisfechos del sistema. Imaginen una balanza sutil en la cual una minoría se vuelve significativa y decanta los platillos hacia otro lado con más posibilidades. Es la ventaja del contagio, no hay que esperar a que todo el mundo crea en un nuevo sistema para que irrumpa las revoluciones.

Por eso el contagio campa a sus anchas y no lo puede frenar el orden establecido, leyes o inquisiciones, puertas blindadas, antibióticos o preservativos. Y es que el contagio somos nosotros mismos, un secreto profundo de nuestra naturaleza, algo inseparable que está en el corazón del átomo y que se filtra por las fisuras más microscópicas de nuestras voluntades y santas intenciones. Es esa música que no puedes dejar de tararear aunque quieras o la inquietud que te deja una mirada sincera. Es el placer al que no puedes renunciar y es ese virus cuestionador que se cuela entre líneas y que se activa secretamente, algún día, después de pasar esta última página, por ejemplo.

Julián Peragón

 

 




Yoga cotidiano: una cena con amigos

Aprender Yoga es, o debería ser, un aprendizaje vital. Hacemos Yoga no meramente para flexibilizarnos o calmar la mente sino para vivir mejor y con más armonía. Si el Yoga contiene una sabiduría, que se ha destilado a lo largo de la historia por muchos sabios, será que es adecuada para aplicarla a nuestra vida en innumerables situaciones. Encontraremos en el Yoga, con mucha probabilidad, perlas preciosas de comprensión para entender nuestras acciones, nuestras relaciones o nuestro trabajo.
Deberíamos, por tanto, ir del Yoga a la vida para enriquecerla y, por qué no, de la vida al Yoga para cotejar su profundidad. De momento hagamos lo primero, apliquemos la estructura de una serie de Yoga a nuestra vida.

Si hacemos Yoga de forma inteligente lo haremos teniendo en cuenta nuestra realidad, nuestro momento, nuestras tensiones, es decir, haremos Yoga con un OBJETIVO, mejorar en algún grado nuestra salud, o ampliar nuestra consciencia.

Pero resulta que este objetivo requiere de un cierto acercamiento, de una progresión para poder alcanzarlo de la manera más adecuada. Coger una caja en lo alto del armario requiere una escalera (un medio) pues nos evita tener que dar saltos infructuosamente. A menudo alcanzar estos objetivos propuestos conlleva mayoritariamente beneficios pero también, ineludiblemente, efectos indeseables que hay que corregir, de forma igualmente inteligente. Esperemos que nadie se caiga de la escalera.

Recordemos pues, en una sesión de Yoga tenemos Vinyasa Krama o progresión, el Núcleo u objetivo propuesto y Pratikriyasana o compensación (la contrapostura podríamos entenderla como un elemento dentro de esta compensación que a veces requiere de una serie de posturas). Es cierto que estas tres partes principales se podrían matizar o ampliar. No estaría mal contar con un calentamiento previo a la progresión, o con una preparación tras la compensación para acceder a la postura meditativa como colofón de la serie.

Pero vayamos a lo cotidiano. Propongamos una “serie” que se llame: cena con los amigos. El acto principal de esta serie es claramente la cena pero también está claro que el objetivo último no es la comida sino la amistad. Lo que pretendemos con esta “serie-cena” es crear unos momentos de grata compañía, ganas de compartir, de saber unos de otros, etc. Todo el entorno, la cena, la música de fondo, las velas hacen de acompañantes, son el protocolo que favorece que esa amistad brille en esos momentos con más esplendor. Pero claro, para llegar a ese punto dulce de la sobremesa, cuando los sentidos están satisfechos y reina la calma, se ha de haber recorrido un largo camino. Veámoslo.

La “serie” no empieza cogiendo el carro de la compra y yendo al mercado más o menos a la aventura. Probablemente el inicio de todo está en un pensamiento, en una nostalgia, en un comentario y en una llamada para acordar la cita. Hay un momento de parada, de reflexión antes de hacer la lista de la compra pues la cena se tendrá que adaptar a la realidad, a nuestro momento, es decir, a un aquí y ahora. Será una cena y no un almuerzo, será otoñal y no veraniega, tendremos mayoritariamente productos mediterráneos y no nórdicos. Sabremos someramente los gustos de nuestros amigos, también los nuestros. Tendremos incluso en cuenta nuestro bolsillo, compraremos un buen vino pero no un reserva de marca, por poner un ejemplo. Tendremos en cuenta nuestras habilidades culinarias, y tal vez, no nos atreveremos con un plato exótico que nunca hemos cocinado. Pero no nos compliquemos, en realidad todo esto lo hacemos de forma bastante intuitiva cotejando muchos datos y muchas posibilidades involuntariamente.

Una vez hemos hecho la compra y tenemos los productos ya en la cocina, nos damos cuenta que hace falta un “calentamiento en la serie-cena” y es la limpieza y orden de la casa. Será la primera impresión que se llevarán nuestros comensales, el ambiente agradable que nos acoge. En una serie de yoga ese calentamiento que puede ser articular, muscular o respiratorio nos prepara o nos pone en disponibilidad de dirigirnos hacia nuestro objetivo con la mayor potencialidad.

Pues ya estamos en la cocina preparando la cena con nuestras sartenes pero también con nuestros relojes pues cada plato se debe preparar a su tiempo para que no se pase de cocción pero para que tampoco llegue frío a la mesa. Esa preparación de los platos (ese arte) es, por rizar el rizo, una serie dentro de otra serie mayor de la misma manera que una serie de yoga con su núcleo principal puede acoger otros objetivos menores que coadyuvan al global de la serie.

Nos vamos acercando al objetivo, plato tras plato, pasamos de lo intrascendente y anecdótico en el encuentro a una mayor profundidad e intimidad. Nada en una serie debería ser superfluo, pequeñas posturas, ejercicios dinámicos encaminan la serie hacia cotas más altas.

Todos nos imaginamos esa sobremesa y esos momentos donde no cuenta el tiempo. El postre y el licorcito (por poner imágenes convencionales) ponen dulzor a ese momento. Diríamos que el objetivo se ha cumplido satisfactoriamente pero nuestros amigos no desaparecen de un plumazo. Es entonces cuando sobreviene la tercera parte de esta serie culinaria. Hay que cerrar bien, y esto, como todos sabemos no es nada fácil.

Esto lo comprendemos bien en el Yoga, se propone una serie de Yoga para relajarse y calmar la mente, por ejemplo, y llega un momento de su práctica que en realidad se ha relajado y ha conseguido aquietar su mente crispada por los sucesos de todo el día. Ahora bien, uno no se puede quedar permanentemente en la postura del muerto ni mucho menos en la postura sobre la cabeza. Hay que deshacer, hay que compensar, y sobre todo hay que volver a la realidad de nuestra realidad, valga la redundancia.

En la cena hay un momento (sutil) que pasamos del no-tiempo a la urgencia del tiempo. Uno mira de reojo el reloj y al comprobar que son la una y media de la madrugada y que a la mañana siguiente el despertador sonará cruelmente, traga saliva. Pero uno no debe desesperar. Hay muchos hilos sueltos en la conversación que hay que ir atando. Hay dimensiones trascendentes que hay que bajarlas a tierra, hay que volver a contar con los imponderables. Habría que preguntarle a los novelistas sobre lo difícil que es acabar una novela o a los amantes lo dramático que es concluir una relación.

Y la cena acaba, y los amigos se van, pero la serie-cena todavía no ha acabado. Hay que recoger la mesa, habrá que fregar los platos (aunque sea al día siguiente), tendremos que volver al orden habitual de la casa. Seguramente habrá necesidad de comentar la cena, el encuentro, de sacar alguna reflexión sobre nuestros amigos, sobre nuestra relación con ellos. En realidad algo que nació de un impulso vuelve a recogerse en un sentimiento fraguado por el encuentro.

El círculo se cierra entonces. De lo esencial volvemos a lo esencial aunque pasando por un despliegue de actos, algunos de ellos ritualizados. En el Yoga debemos tener claro que una serie de posturas es un método que debe apuntar a lo esencial, la consecución progresiva de ese sentimiento de Unión.

Julián Peragón