Para dejar de fumar

Para dejar de fumar no hay que hacer grandes propósitos de ídem ni prohibiciones mastodónticas con severas amonestaciones médicas que no llevan más que a dejar de fumar unos días con mucho sufrimiento teniendo que volver a lo mismo a hurtadillas y con un enésimo fracaso más a las espaldas. No, porque las prohibiciones en el fondo siempre llevan al refuerzo del objeto negado desde el odio o desde la dependencia. Por eso hay que considerar al tabaco como lo que siempre fue, una planta sagrada de poder y fumar con ella la misma pipa de la paz.

Para dejar de fumar hay que empezar, si acaso, fumando más que nunca. Romper el día con un buen tabaco bien negro justo cuando la garganta todavía está tierna y los alveolos henchidos de fragmentos oníricos. Entonces, si después de los dos primeros cigarrillos con el estómago vacío no puede emitir un DO de pecho impecable, no se extrañe, es normal, ponga música y desayune.

Para dejar de fumar es conveniente comprar tabaco a discreción, ahora rubio o negro o mentolado o extra light, con o sin filtro, y evitar la identificación con una marca determinada sobre todo de aquellas que fuman los tipos duros que se internan en la selva o aquellos otros que doman caballos salvajes en el medio oeste como si comieran rosquillas. Entonces viene la parte más delicada. Hay que numerar los cigarrillos de 1 a 20 y tirar la cajetilla vacía. Estos cigarros numerados se colocarán al tuntun en el bolso, entre los calcetines, detrás de la oreja, prendido en el liguero o anudado en la corbata. Estratégicamente colocados.

Y estamos listos para fumar gustosamente, pero hay que ser bien estrictos. Hay que fumar los cigarrillos bien en un orden creciente, bien fumando primero los que tienen números primos o según una secuencia numérica previamente acordada. Los que hacen el tratamiento a rajatabla les conviene obedecer ciegamente al tabaco-que es lo que siempre han hecho- y donde pone 8, dar solamente 8 y sólo 8 caladas, y donde pone 1 sólo encedenderlo para después inmediatamente apagarlo. El que hace el número 20 es mejor colocarlo entre el sujetador o entre la entrepierna puesto que es el más esperado y requiere de más emoción.

En todo esto lo importante es frenar la compulsión del que coge un cigarro por llevarse algo a la mano por pura inercia. Y puesto que la mano adolece de algo para sí porque no le gusta estar de vacío, hay que darle sustitutos y entretenimientos como por ejemplo, unas piedrecitas de playa, unas bolas chinas, un puñado de arroz salvaje o un poco de agua donde los pajaritos puedan beber a sus anchas. Hay que ser útil.

De todas formas, no hay que flaquear, hay que seguir fumando aún en las condiciones más adversas. Dándose una ducha caliente,en medio del metro hora punta, subiendo el Mont Blanc o en pleno acto amoroso. Uno se templa en estas situaciones y percibe claramente su necesidad profunda de nicotina y alquitrán.

Con todo, llegamos a uno de los puntos más delicados porque si la mano que es ciega se entretiene con cualquier cosa, la vista y sobre todo los labios son mucho más exigentes. Cierto es que si nuestro primer objeto de deseo no hubiese sido una enorme teta llena de leche calentita, el tabaco ahora no sería lo que es, el rey del mambo. Y si la sociedad, la nuestra, no fuera lo que es, una maldita represora, no necesitaríamos consumirnos innecesariamente tras un cilindro de siete centímetros.

Pero no hay que preocuparse, los labios tienen muchos recursos pueden silbar, hacer muecas, chasquear y lo mejor, dar besos de todos tipos. Muchos para calmar el reflejo de succión toman pastillas juanolas o chupan ramitas de regalíz, pero la mayoría comen pasteles o largan hablando por los codos para calmar la ansiedad que todo tratamiento produce. Algunos antipsiquiatras hablan de volver descaradamente al objeto de deseo y chupar y chupar hasta saciarse, pero otros rechazan la idea porque la misma voracidaz no tiene límites precisos y se alimenta de su propia voragine. Lo mejor, dicen los más entendidos, es sublimar pero no dicen cómo.

Ahora bien, el meollo no está en los labios ni en las carteleras publicitarias, no está en la incitación social ni en la facilidad del cigarrillo de utilizarse como facilitación de comunicación. La culpa no la tiene el prestigio añadido al acto de fumar ni las fijaciones que todos tuvimos al querer imitar a los adultos. La cuestión radica en ese chupetón ansioso que uno da al cigarro en un esfuerzo por conectar no sólo con su respiración sino con su diafragma, con sus entrañas, en definitiva con su sentir. Cada cigarro es la pretensión de tocar ese fondo que nos calma aunque sea por pocos minutos. La culpa la tiene ese vacío instalado a medio camino entre el corazón y el intestino que ruge como un animal y que consume como una caldera.

Yo recomiendo todo lo anterior, en especial el DO de pecho pero sobre todo recomiento alimentar bien al animal, sacarlo de paseo y llenarlo de impresiones intensas y de efluvios positivos. Hay que cepillarlo cada mañana y entre rugido y rugido hay que darle algún abrazo bien fuerte de esos que te hacen subir el cosquilleo desde los pies, y hay que besarlo con más fruición que un puro habano y que una pipa humeante, y aprender a religarlo con lo más alto allí donde reside la posibilidad de toda cura hasta descubrir un aroma mucho más sutil que el más sabroso, puro y genuíno sabor americano.

Julián Peragón




Maldito insomnio

No tenía nada de especial, edad mediana y mediano de estatura; ojerizo y cansino se arrastraba por el día como alma en pena hasta llegar la noche. Durante el día amontonaba sus horas pasillo arriba, pasillo abajo por el ministerio y acumulaba dioptrías al revisar papel tras papel en su maniática obsesión por no perderse ni la letra menuda. Con el tiempo había adquirido un tic en la mano izquierda de tanto mirar el reloj al darle ánimos para que fuera más deprisa, y otro en la mano derecha de tanto estampar sellos burocráticos pues todos los certificados venían, no se sabe por qué, por triplicado.

No era de extrañar que el estómago estuviera duro como un puño pues el desayuno de diez minutos y el almuerzo de veinte no le daba tiempo de masticar y aún menos de saborear una deliciosa comida de fritos y recalentados en el bar de la esquina. Por eso llevaba consigo un bote de bicarbonato para frenar esa maldita acidez que agujereaba las mejores intenciones todas las mañanas. Se acostumbró a fruncir el ceño, a morder la rabia, a apretar los labios para autocontenerse y a tragar saliva, gestos que fueron carcomiendo su moral y que fueron destilando en su cuerpo año tras año una depresión de caballo, y es que no levanto cabeza, chico, que no tengo ganas de nada –decía al menor contacto con cualquiera. Su mirada perdida formaba parte del oscuro y rancio mobiliario de su trabajo y sus hombros iban permanentemente subidos como una percha perfecta para su anodino uniforme. No se había percatado que su espalda de tantas horas sentado se iba arqueando como madera vieja y le sobresalía una jiba que ensombrecía aún más su perfíl.

Tras una fria cena televisiva, una enorme y pesada losa se le venía encima justo a las once p.m. pues tenía insomnio. Tenía insomnio como los doce millones en este país a causa de la depresión o de la ansiedad, de la falta de cansancio físico o de los cientos de problemas que sobrevuelan nuestras cabezas mermando nuestra merecida tranquilidad. Lo cierto es que irse a dormir era toda una aventura. Después de los enguajes pertinentes se deslizaba en la cama como el que se dirige al patíbulo, sin ninguna esperanza de conciliar el sueño. Como un reflejo condicionado, las cuerdas traseras del cuerpo y el mismo centro del diafragma se tensaban; los ojos por reacción se abrían como platos y las pupilas centelleaban en todo su esplendor. La boca seca como el desierto y el oído afinado como quien ve una película de terror.

Cada sonido de la calle y cada trasteo del vecino se condensaba en un rumor que parecía decir no puedes dormiiiirLe venían a la imaginación gotas que caían del vacío en un interminable glub, glub, glub. O bien oía rechinar puertas, ventanas y cerraduras imaginarias. Miraba el reloj digital 11.45, apagaba la luz y cambiaba de postura una docena de veces. La respiración profunda de su compañera cuando no el ronquido, le ponía aún más nervioso. Al cabo de eternos minutos sentía que estaba haciendo el tonto y encendía de nuevo la luz. Más de medianoche. Vuelta a empezar.

Repasaba los sucesos del día, se entretenía en algunos asuntillos traviesos que no marchaban de la mente. No podía dejar de pensar en la hipocresía del ambiente de trabajo, en los desaires que sufría o en la corrupción que le rodeaba. Sentaba en el banquillo de los acusados al jefe, los compañeros, al cuñado y al él mismo, y les lanzaba unas diatribas y unos sermones de padre y muy señor nuestro hasta quedar extenuado.

Había probado de todo, tapones en los oídos, beber un vaso de leche caliente, leer dos o tres páginas del Quijote y hasta contar corderitos. Un amigo suyo le había aconsejado practicar veinticinco respiraciones profundas con el vientre intentando sacar todo el aire –esto duerme hasta los elefantes, le aseguraba– pero el mismo esfuerzo respiratorio lo llenaba de angustia y lo sumía en un equilibrio nocturno aún más precario. A la 1.30 a.m. se levantó a beber agua, volvió al nido inquieto totalmente a oscuras. Peleó tres o cuatro rounds con la almohada y se quedó quieto. La oscuridad se hizo densa y el silencio insalvable. Observó su cuerpo tenso, se descubrió agarrado a las sábanas como para no caer en un hipotético abismo y notó su respiración entrecortada, perfecta para no sentir.

Siempre le había tenido respeto a la noche, la oscuridad no era controlable en su universo y el dormir un mal hábito de la naturaleza. Sin duda sabía que el dormir tiene algo de regresivo donde el alma rememora viejos tiempos como si las células del cerebro destilasen un néctar de leche y un rumor de acurrucos que vacía la memoria de tonterias inservibles y ablanda los músculos de las corazas gastadas. Aunque lo terrible para muchas personas es que cada noche es una batalla con la nada, notorio en el amasijo de sábanas que encontramos cada mañana.

A nuestras anchas, cada noche sacamos a relucir todos los personajes que somos –o que hemos querido ser– perfectamente dramatizados en los sueños y blandimos nuevas armas para matar el dragón que nos tiraniza cada día y armamos nuevas estrategias para llegar al ser amado que nos espera. Entre sueño y sueño el alma respira inmortalidad y le saca brillo a la lámpara mágica y le da de comer al genio que la habita. Tal vez por eso, el despertar cada mañana sea demasiado duro. Sabía todo eso y sabía que la noche es ese espejo que no perdona las concesiones y los olvidos que uno comete aunque sea sin querer.

Por fin la oscuridad se hizo blanda, el silencio un murmullo. La cama se fue haciendo de arena. Trastabilleó con imágenes inefables de nubes y campos verdes. Con la cara de bobo el cuerpo se fue haciendo de agua y las articulaciones de gelatina. No se dio cuenta del tránsito ni de como el vientre se dilataba rítmicamente. No se dio cuenta de las sacudidas que tuvo el cuerpo ni de las patadas en el vacío. Tampoco notó los dedos de los pies desatarse del placer ni cómo los ojos centrifugaban en una danza suave y circular. Nadie pudo ver en la oscuridad como el color de la piel le cambiaba, ni de la postura de bebé que adoptaba pero lo cierto es que, por arte de magia, se quedó dormido.

Julián Peragón