Entre lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño

Nuestra mirada se detiene habitualmente en lo cercano, lo que nos rodea y sobre todo en lo que podemos distinguir. A veces, la lejanía con sus montañas azules y el horizonte curvo pone límites a lo conocido, pone un cerco a nuestro hábitat. Más allá o más acá sólo bacterias e insignificantes insectos, cometas y estrellas lejanas. Lo humano lo percibimos entre lo extremadamente grande y lo extremadamente pequeño. Sin embargo las fronteras que creemos percibir son invisibles y dependen lógicamente del observador. Si ampliamos las escalas hacia lo grande veremos que nunca encontramos techo, y si reducimos hacia lo pequeño nos encontramos con un mundo invisible pero que también es infinito.

Lo que para nosotros es un vaso de agua para una hormiga es una piscina olímpica por poner un ejemplo tonto. Pero cuando esta cae de una altura cien veces su misma altura sin hacerse ni un rasguño, nosotros desde el rascacielos nos hacemos fosfatina. El mundo es desigual en sus proporciones. Gulliver en verdad no podría entender a los liliputienses porque el sonido de sus gargantas sería tan chillón para aquél como ensordecedora la voz ronca del gigante para éstos. Como Philip Morrison nos introduce en su libro Potencias de diez, «si las estrellas brillan, si los planetas son redondos, si los puentes son geológicamente pequeños, si las células se dividen rápidamente, si los átomos vibran al azar y si los electrones desobedecen a Newton es por razón de escala».

Es cierto, simplificando, que lo humano vive en la escala de lo humano, pero no nos olvidemos que lo infinitamente grande y lo más pequeño están constantemente interactuando en nosotros, desde el sol a la gravedad, desde los virus a los electrones. Nosotros mismos estamos dentro de esta escala si nos tomamos como un peculiar universo.

Pero no queremos hablar de astronomía ni de comparaciones geométricas. Nos interesa basicamente el diálogo que hacemos con esa realidad que nos sobrepasa y con la diminuta realidad que sostenemos. En las imágenes de este libro vemos, por un lado, como algunas imágenes del macrocosmos son idénticas al microcosmos, planetas como átomos, nubes como galaxias. Ahora bien, lo interesante es ver en cada escala qué dimensión de la realidad se destaca, qué conocimiento se despierta, y a quién le interesa esa escala de realidad.

La foto, por seguir la estructura del libro, de una mano le interesa al dermatólogo pero también al quiromántico. La escala superior, la foto de familia le interesa al psicólogo tanto como al sociólogo, al antropólogo, al publicista, y un largo etcétera. Mucho más arriba tenemos al urbanista, al geógrafo, al meteorólogo, al ecologista, al astrónomo y por qué no, al filósofo, al teologo. Y más abajo de la mano, al médico, al químico, al biólogo genético, al físico molecular. Cada uno diría algo desde su ámbito, cada uno tendría una verdad contundente. Pero como apuntábamos, la verdad en un nivel no goza de la misma credibilidad en otro. El sol es indispensable para la vida, pero el dermatólogo sabe del cáncer de piel por excesiva exposición, aunque, nos dirá el sociólogo que el bronceado de la piel goza de un cierto prestigio de clase en climas fríos.

Desde las disciplinas del conocimiento personal y espiritual pasa otro tanto. Unas dicen hay que liberarse mediante la catarsis y otras sólo trabajan con el silencio. Unas que hay que potenciar al ego y otras que hay que matarlo. Unas que favorecen la comunicación y otras el retiro. Sin embargo el conflicto no proviene tanto de dichas técnicas o disciplinas sino de la dificultad de situar el nivel o la escala desde donde se trabaja.

Hay un nivel desde donde todo es ilusión, el mundo tiene un carácter ilusório, pero hay otro nivel más concreto donde las cosas y las situaciones tienen un nivel de realidad indiscutible. En un cierto plano todos somos sociedad, actuamos con impulsos de aceptación rechazo muy generales, pero en otro plano cada uno se manifiesta como un individuo que tiene un grado de libertad evidente.

La pregunta es clara, ¿en qué nivel de la realidad suelo funcionar?, y ¿hasta dónde dialogo con el resto de escalas que me muestra la vida?. ¿Cuándo estamos enzarzados en un diálogo absurdo metiendo verdades de un nivel en otro o forzando a una realidad a comportarse como lo haría en un plano superior?.

También podríamos hacer una lista de nuestros códigos o mensajes que van modulando nuestro comportamiento y colocarlos en jerarquía. «No quiero sufrir, no quiero sufrir; la vida es una selva que gana el más fuerte; ¿para qué luchar tanto si todos vamos a morir?; el amor es lo que mueve el mundo; todos somos egoistas y las parejas no son más que acuerdos de necesidades mutuas; si no triunfas no eres nadie; ya somos hijos de dios sólo hay que alabarle en todo lo que hacemos; el sexo es un incordio que hay que tolerar; los muertos están observándonos; hay que decir siempre la verdad; más vale hacerse el tonto; vivimos cuatro días, hay que hacer algo con lo que ser feliz; etc, etc, etc».

No obstante es posible que si los niveles superiores éticos y espirituales no están claros, los otros niveles medios se muestren como fuerzas ciegas o demasiado plegados a la coacción de la sociedad. De tal manera que lo que a veces se ha dicho de la incoherencia, al menos de la incoherencia consciente, visto en esta estructura aparece como adaptaciones diferentes e integradas en cada nivel. Así pues cada uno debe tener la libertad de ir arriba y abajo por las escalas de la vida encontrando la máxima significación a sus actos, la plena adaptación al hecho de vivir.

Julián Peragón




¿Qué cura?

Todos queremos estar sanos, por supuesto. Todos nos preocupamos muchísimo cuando dejamos de estarlo y acudimos rápidamente a médicos y hospitales, acupuntores o dietistas, balnearios o sanadores. Hasta tal punto que, en torno a la salud o la enfermedad se ha creado un gran complejo de disciplinas, de tecnologías punta, investigaciones farmacológicas, ciencias milenarias de oriente, fisioterapias naturales, medicinas blandas y hasta sanaciones milagrosas. Hemos sofisticado tanto el tema de la sanación que es posible cambiarnos el fallido corazón en el quirófano, hacer una microcirujía de córnea, o ver nuestro cerebro rebanado en cortes multicolores a través de un scanner. Todo es posible. Fotografiar el áurea, localizar electrónicamente los puntos de los meridianos y activar los chakras mediante colores y sonidos. Más aún. Ya no es necesario ir de peregrinación a Lourdes, cualquier sanador filipino te mete en dos minutos las manos en los higadillos o en los ojos y te saca negruzcas masas gelatinosas de energía negativa, todo ellos sin producir herida ni dolor, como el que mete las manos en el agua y no deja ninguna cicatriz acuosa.

Y aquí no acaba la historia. Ahora es posible operar con robots a los que no les tiembla el pulso, y dentro de poco podrás elegir que te opere el cirujano Smith de Nueva York sin moverte de Sabadell. Con la biotecnología los diabéticos producirán insulina felizmente, y podremos anticipar la demencia senil ya en la misma cuna. Es toda una monería aunque de insospechadas consecuencias puesto que, también se podrá elegir el color de ojos -el que esté de moda, e inyectar células inteligentes cuando la memoria empiece a fallar.

Mientras tanto tenemos dodecaedros para armonizar la energía, ionizadores para filtrar el aire, pulseras para imantar la sangre y adhesivos para contrarrestar los nudos energéticos de las corrientes subterráneas. Podemos llevar un cuarzo rosa en el pecho, dormir cara al norte, sentarnos en sillas anatómicas y respirar esencia de romero o de madreselva. Es evidente que recursos no nos faltan.

Con todo, los hospitales están repletos y las listas de espera de los cirujanos se vuelven eternas. Las empresas farmacéuticas hacen su agosto y campan a sus anchas remedios mágicos, terapias holísticas y cursos de milagros. ¿Qué es lo que ocurre? Parece que cuanto más medios, menos sana es nuestra sociedad. ¿Creemos que la salud va a venir de algún producto mágico, alguna droga inmortal, alguna terapia infalible?.

¿Tal vez quiere decir todo esto que hemos perdido ese instinto natural que sabe cuando hemos de reposar o dejar de comer para restablecer el equilibrio?. ¿O es que hemos identificado salud con niños rollizos, deportistas incansables, vegetarianos longevos, y pensamos que la salud se esconde detrás de las vitaminas, de la dieta impecable, o de la disciplina diaria corporal?

Curiosamente, parte de la respuesta, la habremos de buscar a nivel social y de cómo vivimos la enfermedad. En una sociedad maniqueista como la nuestra en la que oponemos enfermedad a salud y nos sentimos incómodos ante cualquier estado alterado de nuestro cuerpo, es fácil entender toda la parafernalia en torno a esta dicotomía salud-enfermedad. Ante el «no sé qué me está sucediendo», nos sentimos profundamente inseguros. Y recurrimos por lo tanto, al médico o al curandero si falla aquél. Buscamos una respuesta, un diagnóstico, una explicación válida que nos calme, que disuelva el misterio que nos corroe por dentro. Pedimos, eso sí, que se ponga la bata blanca, que utilice aparatos complicados, que nos hagan análisis invisibles o que nos den pastillitas de colores. Todo ello para exorcizar los males. Es decir, buscamos un gesto tranquilizador y un sistema que ponga orden a nuestro interior. De tal manera que podemos dormir peor o mejor con un cáncer de segundo o tercer grado, tipificado y tratado, que con una reacción misteriosa corporal que nadie sabe lo que es.

Lo divertido es comprobar según estrictos estudios sociológicos que la población vacunada no se salva de la epidemia más que la que no estaba vacunada, o que las épocas en que hacen huelga los hospitales, la población mejora saludablemente. O que los recursos tradicionales, no lógicos, mágicos son tan efectivoso más que los más vanguardistas y científicos. Parece que nadie quiere verlo. Seguimos yendo al curandero de turno con estetoscopio o amuletos para que nos pongan sus manos y nos arropen con sus jergas médicas ininteligibles o sus cánticos mágicos también ininteligibles.

Esta demanda de orden la podemos ver claramente en sociedades simples-mal denominadas primitivas-cuyo chamán o curandera se esfuerza por asociar la enfermedad con tal embrujo, la epidemia con un castigo divino, y el dolor de muelas con una raíz que tenga forma de diente, y así sucesivamente. Todo esto para que el mundo sea humano, comprensible, vivible.

Nosotros no estamos tan lejos. Pedimos ver nuestros males en una radiografía o en la fórmula de un análisis. Pedimos que el médico o el sanador tenga un discurso de seguridad y pedimos ser tratados como enfermos donde ser escuchados, reubicados en otro orden al cotidiano, y poder recibir regalos y mimos. Todo ello necesario en un mundo tan ajetreado como el nuestro que se olvida de permitir un ritmo más propio. Por eso la sociedad está pidiendo a gritos un cambio, al querer ser hospitalizados, atendidos, visitados porque no aguantamos más, porque este ritmo es deshumano.

Ahora bien, si nos paramos a reflexionar y ampliamos nuestro concepto de salud, no a una entidad fija e idílica sino a una tensión de vida donde la enfermedad se nos muestra como una crisis depurativa necesaria para volver a equilibrarnos, entonces habremos disuelto la mitad de nuestros miedos. Vida-muerte, actividad-reposo, salud-enfermedad son pares indisociables. Forman una unidad en movimiento y cada extremo de esta unidad se reclama mutuamente. Todos sabemos que los niños son los que tienen el máximo potencial de vida y por eso sus fiebres son más altas, sus erupciones más virulentas, sus tumores con más velocidad de crecimiento. Con ello deducimos que a mayor sensibilidad, mayor capacidad de reequilibrio, naturalmente a través de crisis.

Por eso, estar sano no es ponerse nunca enfermo. Estar sano es tener una flexibilidad interna grande que nos permita adptarnos a cada situación y hacer los reequilibrios necesarios para ello. Estar sano es ampliar la capacidad de tensión y distensión, considerar al cuerpo tan sabio que él

mismo pueda buscar sus recursos cuando tenga la suficiente sensibilidad de reacción aunque a veces, hayamos de ayudarlo un poquito. La salud es todo una educación del no hacer, de la escucha y el respeto.

Por eso, cuidar al cuerpo y mantener la salud, no es precisamente envolver el cuerpo en algodones, darle de comer pienso ultradigerible, rodearlo de máquinas que mantengan sus constantes de vida, o insuflarle energía por un tubo. Cuidar al cuerpo y mantener la salud es lograr cada vez una mayor autonomía, dejar que el cuerpo reaccione y se adapte con lo que interactúa con él, a veces, descuidarlo para que encuentre un hacer más espontáneo, y sobre todo, quitarle el miedo de la muerte, del dolor y de la incertidumbre que muchos son los que viven a costa de ellos. Salud.

Julián Peragón