Cualidades sabias

Ya sabemos que el diablo sabe más por viejo que por diablo. El destino de toda vida humana es ser sabio, extraer de la experiencia un néctar que nos posibilite vivir con más armonía en este universo que a veces se manifiesta como caos y no como cosmos. Y es precisamente esa cercanía a la muerte la que tantas veces, y a regañadientes, nos hace abrir los ojos. Nos recuerda que todo es impermanencia, que nada perdura (ni siquiera nosotros mismos, nuestro cuerpo), y tal vez descubrimos que la vida es un permanente fluir que no permite agarrarnos a nada. La muerte también nos recuerda nuestra humildad ante la inmensidad que nos rodea (cierto que quisimos cambiar al mundo, pero el mundo nos cambió a nosotros), aunque en esa humildad no debe haber frustración o impotencia sino dignidad.

La vida nos recuerda que no sólo hay una dimensión de vida sino múltiples, el arte de transitar por ellas adquieriendo una visión más global es propiamente la sabiduría. Y en ese subir y bajar por los diferentes niveles o dimensiones nos da una relatividad que se manifiesta como frescura, como flexibilidad, y nos recuerda que todo está interrelacionado, que las fronteras son meras marcas mentales que nos dan seguridad pero ilusas. Y aparece otra condición, sólo podemos percibir la maravilla que es la vida si cultivamos nuestra sensibilidad, en el fono si escuchamos sin imponer nuestros códigos estrechos. Para escuchar hay que ponerse a un lado, guardar silencio, acallar al ego. Y es entonces cuando descubrimos que sabiduría es invisibilidad porque uno ya no tiene ni ganas ni energía para subir al estrado, para conseguir méritos y reconocimientos. Desde esa invisibilidad uno ve la verdadera cara de la humanidad. Para el sabio no sólo es aliada la muerte, también lo es el Misterio, pues no se defiende delante de la duda, ni se pone una coraza ante la inseguridad, ni siquiera quiere darle respuesta a todo, ni tampoco tiene necesidad de leerse todos los grandes libros sagrados, pues sabiduría es una actitud de profundo respeto y aceptación del hecho de vivir. Pero ¿qué cualidades tiene que cultivar la persona sabia?, ¿cuál es el verdadero rostro de la sabiduría? ¿cómo distinguir entre el sabio y el erudito o el charlatán místico? ¿cómo reconocer en nosotros nuestras cualidades sabias?

 

GENEROSIDAD
El acto de ofrecer es tal vez más importante que lo que se ofrece. La intención habla más del corazón. Pero hemos de distinguir lo que es una generosidad de catecismo, voluntarista, de una generosidad que nace por rebosamiento, porque uno lo siente así, porque el alma, en definitiva es generosa. Y claro, no se trata de dar cosas sino de ofrecer disponibilidades. A veces lo que cuesta dar más no es dinero sino tiempo, escucha, atención. En el fondo de la generosidad hay una visión amplia de cómo funciona el mundo. La posesividad, el acumular no es más que un miedo del ego, temor de una sociedad basada en la seguridad. Pero no hay nada que diga que la persona generosa le va mal en la vida, al contrario, aquel que da recibe mucho más. Se dice que lo que nunca podrás perder es lo que has dado en la vida, eso nunca lo podrás perder. Cada gesto generoso es una semilla que desmonta una moral caduca, que dice piensa mal y acertarás, si te da algo es porque quiere algo, si está contigo es porque no tiene otra cosa mejor que hacer. Así que cuando somos generosos no lo hacemos sólo por el otro, también lo hacemos por uno mismo, y lo hacemos por el funcionamiento del mundo. La única posibilidad de salvación en este mundo destrozado es la redistribución, que corran los bienes y los servicios, que el dinero sea energía que genere más energía y más proyectos.

RECTITUD
Estamos tan cerca de la barbarie, hay tan poco espacio a veces entre la civilización y la destrucción que nuestra actitud ante el mundo, ante los otros es extremadamente importante. Es necesaria una cierta rectitud pues no todo está bien, de cualquier modo. La ética es la posibilidad de vivir en un mundo digno por el mismo hecho de considerar a la vida importante. Creer en el proyecto humano sin concesiones a una divinidad lejana es, valga la redundancia, especialmente humano. La rectitud es una cierta disciplina ante nuestras tendencias infantiles, o regresivas, o brutales, o egoistas.

RENUNCIA
El mundo es un gran escaparate con infinidad de cosas que nos tientan. A veces, esta modernidad está basada en crear de la nada necesidades que se vuelven imprescindibles en una gran cadena de dependencias muchas de las cuales son sutiles. La renuncia del sabio no es realmente una renuncia al mundo, no es retirarse a la cueva sino un poner atención para poder distinguir lo esencial de lo superfluo. Precisamente se busca una simplicidad no para empobrecer la vida sino para darle más realce, para apreciarla más, para gozarla con más intensidad y sin tantas interferencias. Por ejemplo, la simplicidad del arte zen consiste precisamente en rescatar la belleza de todo adorno innecesario. El querer hacerlo todo porque todo interesa significa estar en la superficie de todo, y quizá no disfrutar con mayor intensidad de eso que uno quiere hacer. Lo que pasa es que la renuncia tiene otro cariz, y es un cariz solidario cuando el 20% de la población tiene el 80% de los recursos, y cuando el exceso y el consumismo es el pan de cada día, la renuncia además es un símbolo de coger del pastel sólo lo que nos toca.

INTELIGENCIA CREADORA
Todos tenemos una inteligencia salvaje, incondicionada que está libre de todo tipo de información, libre de los condicionamientos educacionales. Cuando estás con tus cinco sentidos en cada cosa que haces, cuando está con la totalidad de tu ser y estás despierto, alerta, presente entonces se despierta esa inteligencia. No es la erudición, no es el conocimiento establecido, no es algo fijo que se posee sino una curiosidad sana por aprender de todo lo que nos rodea, de ir a la unidad a través de la multiplicidad de la manifestación del mundo. Y es que esa sabiduría natural tiene que ver con el acto de conocer que es un acto de amar, porque sólo se conoce de verdad aquello que se ama.

CORAJE
También todos tenemos un impulso sano del vivir que no sabe de cortapisas. Parece que la sociedad y la cultura no sabe convivir bien con este impulso del individuo y prefiere medias personas que viven a medio gas y que hipotecan al 50% su energía de vida. Intercambiamos sumisión por triste seguridad. Pero en el fondo sabemos que no se puede vivir con miedo. Vivir detrás de cerrojos y candados como si nuestra alma pudiera ser robada. El coraje de vivir es afrontar los retos de la vida con plena confianza, es poner pasión, y corazón y agallas. Hace falta una fuerte motivación para transitar los caminos del aprendizaje.

PACIENCIA
Hay quien quiere todo y todo ahora como si fuéramos niños que lloran por la teta que ha desaparecido tras un instante. La sociedad nos ilusiona con el tenerlo todo cuando queramos, eso sí, previo pago. Pero es iluso ir a buscar uva en primavera, sembrar y querer cosechar a la semana siguiente. Hay que tener paciencia, de la buena, de la que entiende los ritmos, las mareas, los ciclos, que sabe que hay un momento para hacer, otro momento para deshacer, para ir y para volver, para aprender y para enseñar. Hay que conectar con lo que uno tiene que hacer en cada momento, y el resultado ya se verá. A veces uno tiene que sembrar toda su vida hasta ver el fruto en su vejez.

HONESTIDAD
Si bien la rectitud es una actitud hacia los demás, la honestidad es hacia uno mismo. Hay que vivir desde la propia verdad, sin traicionarte continuamente. Y es que si te autoengañas no podrás ver nunca claro, siempre evitarás un dolor básico que no quieres enfrentar, y ese rodeo significa entrar en la mentira. La honestidad te hace libre pero la mentira te aprisiona porque gastas mucha energía psíquica para sostenerla, para que todo cuadre, para que no se desmonte el montaje que has hecho de tu vida. Tu propia verdad no es la verdad que tu quieres que sea, no es la verdad que te autoimpones, no es la verdad del maestro, es tu propio proceso, tu propia dinámica, tu sesgo mental, cómo vives, cómo sientes. Entonces es cuando es necesario ser coherente con la propia vida para que no haya un escisión patológica. Hablar de cosas bonitas y trascendentes cuando nuestra vida es un desastre.

PERSEVERANCIA
Si uno no acaba el primer dibujo que hace no podrá pasar al siguiente, y ese dibujo inconcluso estará presente en todo lo que hagas, fantaseado, disfrazado, interfiriendo. Hay que acabar las cosas porque sino no se encarnan y es entonces que nos quedamos en el aire, sin suelo, sin raíces. Cierto que el mundo ofrece una resistencia a nuestro deseo pero por eso mismo lo que llevamos a término tiene un valor porque ha requerido de nuestro esfuerzo y de nuestra entrega. Trabajar la perseverancia es cultivar la energía del guerrero. La intención de acabar con lo que uno se ha comprometido te da poder personal porque sabes que cualquier ventisca que encuentres en el camino no te va a mover de tu decisión. Con esa perseverancia uno se vuelve más real porque sabe lo que es encarnar los deseos. Miguel Ángel extrayendo el David de un bloque de mármol. Su imaginación lo hizo en un segundo pero fue necesaria la perseverancia para extraer el mármol que sobraba a esa imaginación.

COMPASIÓN
La compasión por el otro está basada en un reconocimiento profundo de su interior. Todos somos hijos de la vida e hijos de Dios porque hay un fondo sagrado en lo que somos. Todos formamos parte de lo Uno, somos las mil caras de un mismo ser. También hay la comprensión de que estamos todos en la misma barca, que de nada sirve que se salve uno si no nos salvamos todos. En este sentido aparece un amor por el otro no egoísta, un cariño y una tolerancia por el que el otro es, por su potencialidad. Más que poner el dedo en la llaga, más que resaltar el error del otro, la compasión es apostar por lo que todavía está vivo en el otro, por su sensibilidad, por su dolor, su incomprensión. Y no es tanto en el dolor, en la queja, en la victimización, en la crítica, en la propia inseguridad. Pero también está el que hace sin atender a la realidad, el que proyecta alegremente, el que cree que todo es color de rosa, el que siempre está positivo, alegre pero no tanto como emanación sino como defensa ante la cruda realidad.

ECUANIMIDAD
El sabio encuentra el camino del medio, la ecuanimidad. Pero esta ecuanimidad no es indiferencia sino apertura. De hecho las cosas no son buenas o malas, en realidad son neutras. Hay una gama infinita de posibilidades en cada situación, la vida tiene matices, sutilezas. Lo que desde una óptica es malo, desde otra no lo es tanto. A veces aprendemos más de los errores que de los aciertos, y una situación difícil nos conecta más con nuestra realidad. La ecuanimidad nos hace salir de la prisión maniquea, simplista de ver al universo demonizado o divinizado.

PERDÓN
El perdón es de lo más difícil porque el que está herido es nuestro ego, y el ego no perdona porque se siente herido en su omnipotencia. Es difícil. Pero si no perdonamos en nuestra vida, si llevamos a cuestas todos nuestros odios, se envenena nuestra sangre, se contamina nuestro humor, se enrarecen nuestras relaciones. Aprender a perdonar es una limpieza terapéutica, es resolver las cuentas con el pasado que ya no podemos cambiar de ninguna manera. Nuestros padres hicieron lo que pudieron, nuestros amigos llegaron en su amistad hasta donde llegaron. Todos llevamos a cuesta nuestros errores y nuestras dificultades. Lo importante es no quedarse sólo con la propia óptica, con la propia verdad. Habían diferentes ópticas y propuestas, y no importa tanto quien tuviera razón sino lo que significaba eso que se estaba viviendo. Si un árbol no cicatriza sus heridas no podrá seguir creciendo.

ALEGRÍA
En parte somos víctima de la cultura, de la separatividad que marca el ego, de la competitividad que hay en el fondo de las reglas sociales. Acostumbramos a ver al otro como un competidor más, como un límite a mi deseo, un obstáculo en mi trayectoria. Aparecen los celos, las envidias, el boicot, la crítica. Entonces se vuelve difícil sentir simpatía por los demás, alegrarse por la felicidad de los otros cuando nosotros no somos felices. Pero es que la sabiduría nos dice que todos nos vamos a morir y más que ponerse dramáticos uno conecta con la simplicidad de la vida, y ver el rostro en el rostro del otro, cuando habitualmente veía gente, cosas, máquinas humanas. Esta alegría surge cuando uno se empeña en habitar un mundo humanizado, el que está en la ventanilla es un ser humano, en el coche que hay delante hay un ser humano. También hemos de decir que esta alegría que no es superficial ni se manifiesta en carcajadas es contagiosa, algo se transforma en este no juicio por el otro, en este alegrarse por los aciertos y los descubrimientos que hace el otro. Y está claro que hay infinitas cualidades más que el sabio contempla como es la humildad, la invisibilidad en el sentido de volverse anónimo, de pasar desapercibido, de no buscar recompensas por las buenas acciones. También el sabio mantiene su capacidad de relatividad de las cosas pues todo es impermanencia y todo cambia, así tiene una visión global y no estrecha de las cosas. El sabio además es sabio en el dejarse ser, no aspirando ya a la perfección, es espontáneo, y desde esa espontáneidad su hacer es profundamente creativo.

Julián Peragón

 

 




En el mar de la meditación

La vida es, al igual que nosotros mismos, una paradoja, vivimos siempre al borde de la incertidumbre con la muerte pisándonos los talones, y hasta en el mismo yo que pronunciamos luminosamente cada día hay agazadapa una duda existencial que nos llena de desasosiego. Somos, por así decir, arrojados al mundo y nos pasamos buena parte de la vida buscando las claves a este por qué. ¿Quién soy yo realmente?, y ¿para qué todo esto que vivo?
La visión que tenemos de las cosas, del mundo que nos rodea apenas es un caduco traje hilvanado por cuyas costuras la vida real se escapa. La vida, a nuestro pesar, es laberíntica, frondosa e incontrolable. Se expande infinitamente hacia arriba de las estrellas y hacia abajo de los átomos, se pierde más allá de los mares, de las montañas y grutas. A la luz de una lupa, un caracol se vuelve extremadamente complejo, de otra manera con el enfoque de un telescopio, una galaxia se vuelve inabarcable desde nuestra tímida y limitada razón. Pero sin necesidad de irnos tan lejos, ¿qué percibimos cuando enfocamos hacia nosotros mismos?

Cuando meditamos lo hacemos para esto, para enfocar nuestro interior. Nos sentamos cómodamente sobre un cojín, hacemos los ajustes necesarios para que las piernas encuentren una base sólida desde donde la columna se yergue en vertical y cerramos los ojos. Es entonces cuando el chicle del tiempo se alarga y nos hace sufrir cada segundo cuando la mente encajonada se resiste queriéndose evadir del presente. ¡Qué difícil es estar, simplemente estar en uno mismo!.
Si pudiéramos calmar ese oleaje de la mente podríamos ver un poco más claro. Si el lago de nuestra mente estuviera calmo podríamos ver el fondo. Por eso decimos que la meditación es la vía de la serenidad porque sin calma ni relajación difícilmente podríamos abordar el conocimiento interno. Y es que la dinámica de la vida se parece al movimiento de una manivela que cuanto más le das más inercia toma. Meditamos para salir de esa espiral estresante y un poco absurda de las acciones.
Nos paramos, no sólo para que los residuos de la mente se sedimenten sino, también para que el cuerpo encuentre un espacio de reequilibrio donde cada parte corporal contagie a su vecina casi por ósmosis. Es entonces cuando la quietud de la postura nos permite darnos cuenta precisamente de todo lo que nos está ocurriendo. Hay cosas que ocurren en la superficie de nuestra vida de las cuales somos más conscientes, pero muchas otras transcurren en las aguas subterráneas de esa vida y pasan desapercibidas. Y sabemos que el mar (de nuestro inconsciente) tarde o temprano lanza a la orilla lo que se ha tragado, lo que ha reprimido. La meditación nos sirve también para eso, para darnos cuenta del pasado irresuelto o del desplazamiento de nuestra vida hacia el futuro alejándonos del presente que tenemos delante. Como un doble espejo, la meditación nos muestra no sólo la cara sino también el trasfondo, y nos muestra si estamos atrapados en el pasado o especulando con el futuro.

Hasta aquí tenemos dos partes fundamentales de la meditación, serenidad y consciencia que van de la mano y se imbrican mutuamente. Dos pilares sólidos para sostener nuestro propio crecimiento personal.

Como la vida es tan ancha y tan alta, como insinuábamos al principio, su ley universal se nos escapa, su sentido rezuma amoralidad, su inteligencia se vuelve desconcertante. Sin embargo la ley humana necesita casar de alguna manera con ese todo, necesita hacerse hueco y reencontrar siquiera con las delgadas huellas que nos deja el espíritu un sentido de vida que dignifique nuestros actos y que inagure la participación que todos hacemos en esta humanidad y en esta época. La meditación es un buen espacio para avivar esa búsqueda que sólo nosotros podemos hacer. Las verdades que otros tienen para nosotros, por muy maestros que sean, deslucen esas piedras esperanzadoras que cada uno encuentra en su camino por sí solo.

Saber templar la mente y poner atención pero para qué Tal vez para hilar los diferentes actos contingentes que vivimos a la desesperada con un fino hilo de luz, ahí donde las cuentas se encuentran unidas en un collar.

Si pudiéramos reunir a todos los sabios y místicos de todas las épocas y tradiciones y les preguntáramos qué hay de bueno en la meditación, seguramente nos dirían, como afirma la filosofía perenne, que la meditación es una ventana para sentir que todo está profundamente interconectado y además es interdependiente. Nos dirían que hay que cerrar los ojos enmarañados del mundo de los hombres para abrir el corazón al mundo del espíritu y así dejar de estar aislados. Gran parte de esa neurosis del individuo medio en nuestras sociedades es debida a esa desconexión con su interior que imposibilita además la relación con lo sutil que nos rodea.

Meditamos para constatar que lo Profundo con mayúsculas habita dentro nuestro. Es nuestra chispa de divinidad la que dialoga con el gran Todo. Un tú pequeño como una gota de agua que habla en intimidad con el Tú inmenso como un océano. Y para ello no necesita iglesias ni doctrinas, parafernalias religiosas y rituales complicados. El ser se basta a sí mismo cuando el coraje y la fe lo sostienen.

Cada vez que nos sentamos a meditar morimos un poquito, conscientes de que morimos un poco cada día, conscientes de que la muerte es la única certeza de la que disponemos. Aprender a morir es en el fondo un aprender a vivir plenamente. Sólo aquel que vive intensamente encuentra pleno reposo en la muerte. La muerte es la gran cuestionadora de los grandes artificios que hemos creado, de las vanas dependencias que mantenemos.

Y en este cara a cara con la muerte es el ego el que libra la batalla. El ego expresa ínfulas de eternidad, lleva ropajes reales pero su cuerpo es simiesco. En verdad el ego no es humano pues la mitad de su esencia son corazas defensivas y la otra, armas para atacar al prójimo. Pero en esa batalla no puede morir el ego pues cumple una función precisa, la de llevar el timón del barco, en medio de la inmensidad que nos rodea, el ego es un buen mediador entre los diferentes planos de realidades. Mas bien se trataría de trascenderlo, de tal manera que el ego se pliegue ante el Ser y no lo usurpe como suele hacerlo.
Como diría Nisargadatta, «mi corazón me dice que soy todo, mi mente que no soy nada, entre ambos discurre mi vida». Meditamos para darnos cuenta de que el amor es la mayor fuerza de transformación que existe, un pegamento universal que anida galaxias y que mantiene en su seno a todos los seres. Pero al mismo tiempo que el amor nos permite abrazarlo todo, la comprensión lúcida de las cosas nos dice que somos menos que un grano de arena, una brizna minúscula en la gran cadena de la vida, nada de lo que merezca la pena enorgullecernos. En el viaje meditativo pasamos del calor del corazón al frío de la mente, pasamos de una Madre inconmensurable que nos lo ofrece todo, a un Padre descarnado que nos lo niega. No nos extrañe que la meditación sea por momentos una cuerda floja donde hemos de mantener el equilibrio y a la vez sea un buen acicate de nuestra consciencia.

En la meditación sobretodo nos damos tiempo, tiempo de sobras, y en ese tiempo dilatado, si apuramos nuestra observación, si profundizamos con nuestra inteligencia y absorvemos con nuestra intuición nos damos cuenta que todo, aún lo más tangible, está rodeado por una neblina ilusoria. Las realidades que percibimos fuera se mantienen por un sistemático sistema de valores internos. Cuestionando este sistema de valores inculcado nos damos cuenta que las cosas no son como hemos creído siempre que eran. El mundo aparece más fugitivo que nunca, todo cambia de un momento a otro, hasta nosotros mismos ya no somos el de ayer, la vida se torna efímera, mutable, transitoria, polimorfa dejando, si cabe, un rastro de belleza. En eso radica la meditación, transitar de la realidad a la Realidad, perder la ingenuidad ante el mundo para recobrar otra Ingenuidad, la de una mirada nueva.

Tal vez por eso, el viaje meditativo sea un tránsito de lo profano, donde cada cosa se aferra a su representación independientemente de todo lo demás, a lo sagrado, donde nada es lo que aparenta y todo se reclama mutuamente.

En esta inmersión en lo sagrado, la meditación consiste en prestar oído a un llamado. Cuanto más sutil es la voz del espíritu, más tenemos que limpiar los oídos de la percepción y pulir los canales de la intuición para poder alcanzarla. En parte el camino espiritual es un camino de purificación y en parte es un camino de servicio desinteresado donde hasta las propias esperanzas de realización necesitan desaparecer para que aparezca la gracia.
En todo esta progresión, comprendemos que la meditación es un viaje y que las técnicas son meramente medios de transporte. El deseo profundo de todo viajero es el de aterrizar, nunca de permanecer en el avión. El destino siempre es el aquí y el ahora, tan eternos que no desaparecen nunca.
Cuando buceamos en este presente eterno encontramos tesoros como la libertad y dejamos lastres como la perfección, nos encontramos con el buen humor del sabio que sabe como desdramatizar la vida para rescatar lo esencial y dejamos de manipular para conseguir cosas y amores porque la Providencia provee más de lo que nuestra inseguridad teme y menos de lo que nuestros deseos quisieran.

Con todo, de poco nos sirve querer tener todas las respuestas. Del Misterio que nos envuelve podemos hacer magia, de la debilidad innata como seres que somos podemos edificar fortalezas, de los males del mundo que nos acosan revisar nuestra alma.

Son éstas las viejas paradojas, tantos caminos recorridos para volver donde ya estábamos; tantos esfuerzos para dejarnos ser simplemente; tener que cerrar los ojos en quietud para descubrir los confines del universo.

Julián Peragón