REGULACIÓN EN LA VIDA COTIDIANA
Ya hemos visto, por activa y por pasiva, que el Yoga se tiene que adaptar porque el punto de partida de cada uno es diferente. Cada uno tiene que hacer el Yoga que le corresponde.
Para ello tenemos en Yoga un concepto que busca el equilibrio, en âsana es (sthira-sukha) y en prânâyâma es (dirgha-sukshma). Es evidente que el Yoga no es algo fijo porque se enfoca a la vida que está en permanente cambio. Basta con flexionar (o estirar) un poco más las piernas o los brazos, extender o flexionar la columna, para lograrlo. Tenemos a nuestro alcance posturas de regulación y otras de intensificaciónpero siempre para no perder ese equilibrio entre firmeza y abandono.
Y, claramente, esto requiere escucha y sensibilidad. Conciencia de dónde están nuestros límites. Sólo que los límites reales, la mayoría de las veces, no los reconocemos porque la escucha no tiene profundidad o porque están mezclados con nuestras emociones o visiones distorsionadas.
A la hora de percibir nuestros límites nos encontramos con diferentes disfunciones. Una de ellas es cuando el límite está sobredimensionado. Anticipamos la molestia o el dolor. Creemos que nos vamos a hacer daño o bien, no queremos hacer el ridículo porque perdemos el control sobre algo que desconocemos. Con lo cual, nos quedamos por debajo del límite real y no avanzamos. Perdemos, de esta manera motivación en la práctica.
También nos encontramos con otra disfunción cuando el límite está infravalorado. Tal vez en un mal aprendizaje creemos que hemos de hacer lo que se nos propone como un mandato, evitando, de esta manera, la escucha profunda. A menudo no queremos ser menos que los otros y hacemos un sobre esfuerzo, y tal vez, interpretamos la sensibilidad como debilidad que no se ajusta a nuestra autoimagen. Esto nos lleva a vencer nuestro límite real para acabar lesionados o extenuados.
Lo importante a comprender es que el aprendizaje está en el límite (el límite real, claro) porque el límite nos sitúa en el presente y en la realidad, y no tanto en mi propia fantasía de qué es lo que puedo, o no puedo, hacer.
Es precisamente en la aceptación profunda de mi propio límite, y desde el respeto, que puedo avanzar amorosamente, diluyendo la contundencia del límite.
Hay que aclarar que el límite no es malo, muy al contrario, es protección, aunque muchas veces sea un enquistamiento del miedo. Hay límites que están en nuestra propia estructura natural. Por ejemplo la limitación en el inclinación lateral del cuello es una protección de la arteria vertebral que irriga el cerebro y por tanto, en la práctica del Yoga no debemos insistir intensamente en ese movimiento.
El límite es, en realidad, la oportunidad de hacer un diálogo entre la realidad y mi deseo, entre mi anhelo y la resistencia que ofrece la vida.
En la práctica, como hemos señalado, podemos modificar la misma postura para mantener el equilibrio que nos propone el Yoga, pero también podemos utilizar medios auxiliares como bloques y cintas, mantas y sillas, bastones y paredes, etc para regular o intensificar una práctica. Y hay que remarcar que utilizar diferentes elementos no empobrece la práctica desde un purismo mal entendido, todo lo contrario, la enriquece. Otra cosa será querer hacer un circo acrobático con todos los elementos a nuestro alcance. La técnica en función de nuestros objetivos deseables.
Ahora bien, el Yoga es para la vida. Es un aprendizaje para una vida más plena, y no al revés. No vivimos para el Yoga pues éste es un medio y no un fin, un laboratorio de experiencias (controladas) para adquirir cualidades necesarias ante algo más grande que nosotros que le llamamos realidad. En otras palabras, el Yoga puede ser un medio hábil o convertirse en un refugio ante la realidad.
La vida requiere regulación porque pasamos del día a la noche, del verano al invierno, del trabajo al descanso o de una actividad a otra. Si, en ese tránsito, no hay una preparación o una adaptación, corremos el riesgo de fracasar en nuestro intento. Si nos vamos a dormir sin sueño es posible que nos desesperemos dando vueltas en la cama. Si nos levantamos de un salto cuando suena el despertador y corremos al baño puede que tropecemos o caigamos, o si, nos comemos todo el plato de comida ya sin hambre, tendremos una digestión pesada.
En realidad, lo sabemos todos, lo básico de la vida se ha de regular pero después la presión social, la rigidez interna termina por aguar nuestra capacidad de regulación.
Parece ser que hay una lucha entre la mente y el cuerpo, y a otro nivel, entre lo cultural y lo natural. A todas luces parece que el segundo, lo que está en la base de nuestra naturaleza va a salir perdiendo en este litigio. Tomamos café con leche y cruasán por las mañanas no porque nos sienta bien sino porque es cultura, es decir, porque refuerza un estatus, un estilo de vida. ¿El fumador escucha las “quejas” de sus pulmones ante el tabaco? Por supuesto que no porque el glamour de darle una calada al pitillo lo hemos visto en innumerables películas. Porque el placer oral no tiene fondo y, todo hay que decirlo, la adicción a la nicotina es muy fuerte. Hacemos el amor muchas veces no porque nos sustente el deseo sino porque “ya toca”, porque hay que mantener una imagen de persona liberada, o simplemente por aburrimiento.
Estamos programados para dominar, para subyugar o forzar el curso natural del río para conseguir nuestros objetivos. Pero esa falta de escucha (y respeto) se vuelve en contra nuestra desconectándonos de nuestro cuerpo, de su vigor y de lo más instintivo. Cuando tenemos síntomas (una fiebre, una diarrea, una jaqueca) no nos preguntamos qué nos quiere decir el cuerpo (descanso, ayuno o soledad, por ejemplo), muchas veces lo resolvemos con una pastilla.
No nos damos cuenta que la vida es sagrada, y que esta vida sostiene nuestro cuerpo. No queremos escuchar a la ciencia que nos alumbra acerca de la complejidad de nuestros sistemas orgánicos y de la regeneración continua en la que, momento a momento, está sumido nuestro cuerpo. Nos es fácil cosificar el cuerpo y tratarlo como “objeto”, imponerle hábitos en vez de aprender de su sabiduría.
La vida es alternancia y polarizarnos en el hacer (o en el no hacer) genera un desequilibrio. Cuando perdemos el apetito es posible que sea por algo, que necesitemos llevar la energía a procesos de regulación y no tanto en la digestión. Por supuesto que siempre hemos de consultar con nuestro equipo médido pero no de espaldas a nuestra naturaleza. El arte de regularse en la vida no es fácil porque primero hay que darse cuenta de la propia necesidad, pero después tenemos que tener la maestría del torero para capear los imponderables de nuestra vida social que, en definitiva, también es importante porque somos seres sociales. El equilibrio de la balanza a veces depende de unos gramos en un platillo o en otro pero hete aquí que vivir es un arte.
Por Julián Peragón