Salud silenciosa

Cuando aceleramos el paso y la respiración se amplia ante la mayor demanda de oxígeno, cuando nos flexionamos para coger algo del suelo y la musculatura cede silenciosamente, cuando, por poner otro ejemplo, nos tumbamos en la cama y conciliamos el sueño reparador fácilmente sentimos que hay una cierta armonía en nuestra vida. Sentimos que el cuerpo responde adecuadamente. Esto es salud.

Mientras que la enfermedad es aparatosa y quejumbrosa, la salud es bien discreta, es ligera, fresca, silenciosa. Es una pena que a menudo no nos acordemos de nuestro cuerpo hasta que no empieza a somatizar sus tensiones, y así sabemos de nuestra lumbares o cervicales porque empiezan a doler. Nos damos cuenta del valor de la salud cuando la perdemos. La salud está en la base de toda la vida, podemos tener grandes posesiones y poderes pero si nos falta la salud, en realidad, no tenemos nada.

De este tesoro es necesario hablar. Una manzana gorda y brillante no necesariamente es una manzana sana. Habrá que ver en su interior, habrá que morderla y comprobar que es jugosa y fresca. La salud no está necesariamente en la forma como nos intenta hacer creer la publicidad, la salud es algo más interno y, a veces, difícil de definir.

Si evolutivamente como especie hemos llegado hasta aquí es porque hemos superado las diversas adversidades que hemos encontrado por el camino. Nos hemos adaptado al frío y al calor, a la sequía y a la hambruna, a los gérmenes y a todo tipo de enfermedades. Podemos decir que en nuestra caja de recursos tenemos todas las herramientas necesarias para adaptarnos a cada momento. Y esa adaptabilidad es, de alguna manera, una fuerza interior que hay que cuidar y potenciar.

Antes de llegar a la enfermedad crónica, el cuerpo, el cuerpo-mente, para ser más exactos, ha pasado por diferentes etapas, probablemente ha habido una alteración energética, una arritmia respiratoria, un cambio fisiológico y, tal vez, un episodio agudo que llamamos enfermedad. La enfermedad, en esa fase, es una gran aliada porque pone al servicio de la restauración de un nuevo equilibrio todos sus recursos. Perdemos el apetito y la libido, perdemos parte de nuestra vitalidad, perdemos nuestro habitual buen humor y nos sumimos en un proceso interno de reparación extremo. No podría ser de otro modo, lo secundario se pliega a lo realmente importante que es recuperar la salud.

La enfermedad, la enfermedad grave de la que hablamos, no es una cuestión de mala suerte como a veces la conciencia ordinaria quiere creer. La mayoría de las enfermedades son el resultado de un complejo de factores que van desde la genética al medio ambiente, desde los hábitos de higiene o alimentación a las creencias limitadoras que nos influyen en la sociedad. Y está claro que estos factores son, a todas luces, ajenos a nuestra voluntad. Ahora bien, hay elementos claves en nuestra actitud que pueden alimentar, o no, los otros factores desencadenando la somatización que todos conocemos. Y de esa actitud sí tenemos algo que ver. A menudo, la enfermedad es la representación de un conflicto interno, sea territorial, de afectos, de seguridades o, simplemente, una congelación del miedo a vivir.

Mirar de frente la enfermedad, escuchar lo que nos quiere decir, significa muchas veces desmontar la parada y empezar desde cero, significa tristemente que la vida que estamos viviendo no es nuestra vida, es una vida prestada, inventada, falseada y, ya que el cuerpo no miente, ejecuta el drama. El cuerpo es el campo de batalla donde se baten nuestro orgullo contra nuestra vulnerabilidad, nuestras razones poderosas contra nuestra sensibilidad, nuestra vida social llena de prestigio contra nuestra naturaleza y su equilibrio. Hay un grito de guerra y nos jugamos, no cabe ninguna duda, la vida.

Además el estigma que rodea a la enfermedad en nuestra cultura viene de la mano de su significado social. La enfermedad nos retira forzadamente, aunque sólo sea una temporada, de nuestra integración tanto en el trabajo como en nuestras relaciones. No somos aptos para trabajar ni para celebrar ocurrencias. No tenemos la suficiente vitalidad ni somos totalmente autónomos. La enfermedad se convierte en una lacra que hay que extirpar lo más rápidamente posible aunque tengamos que aniquilar químicamente cualquier síntoma desagradable. Y en esta violencia sobre el propio cuerpo nos perdemos algo inestimable, un proceso de escucha necesario para reajustar hábitos y actitudes.

Debemos entender la salud como este esfuerzo que hace nuestro cuerpo para restablecer un estado funcional, y entonces vuelves a comer y te sienta bien, vuelves a caminar y notas la coordinación de tus miembros, vuelves a concentrarte en tu trabajo y hay la profundidad adecuada. Estás sano, no hay duda.

Pero esta salud requiere de unos cuidados, no somos máquinas y nuestro cuerpo-mente es fuerte aunque, sin duda, delicado y frágil. En primer lugar necesitamos mantener un ritmo propio, natural. Necesitamos tiempo para comer, para hacer el amor, para dormir. Si ese ritmo se rompe, y se rompe tan a menudo, nos encontramos con un exceso de presión que se traduce en toda la sintomatología que ya conocemos como estrés. El estrés es la gran enfermedad de nuestro tiempo, queremos meter en una caja de zapatos que llamamos tiempo una infinidad de proyectos, queremos estar aquí y allí simultáneamente y trabajamos no por el gusto de la acción precisa y necesaria sino como medio útil para conseguir algo que sólo está en nuestra mente. El sistema se desequilibra y nos pasa factura. Los síntomas son eso, mensajes cifrados que nos da nuestro cuerpo para que aflojemos el ritmo, para que reposemos, dejemos de comer o guardemos cama. No nos cansaremos de decir que nuestro cuerpo es el mejor aliado que tenemos y, cuando se revuelve es porque nos hemos saltado todas las alarmas. El cuerpo tiene sus razones, y bien poderosas.

Somos seres de acción, y cada acción deja un efecto a un lado pero también una consecuencia a este otro lado que es nuestro cuerpo. Cada gesto conlleva un desgaste o una pequeña tensión que, con la repetición, se convierte en una carga, en una tensión excesiva que habrá que resolver de alguna manera. Haces y paras, trabajas y descansas, día a día vas construyendo pero de tanto en tanto te das unos días de asueto. Es la lógica del sentido común, la visión tradicional que luego los sistemas opresivos y explotadores han roto vendiéndonos una vida atractiva envuelta en celofán. La salud también tiene que ver con la regulación, dormir bien y suficiente para estar despierto a la mañana siguiente, descansar bien para que nuestra acción siguiente sea efectiva.

Urgentemente necesitamos volver a recuperar nuestro ritmo natural donde se alternan la acción y el descanso, la construcción de la realidad y el ocio, la expansión hacia la realidad social y la interiorización hacia el mundo interior. Sin este equilibrio la salud cae por la pendiente como una bola de nieve que cada vez es más difícil de parar.

Por otro lado hay otro elemento clave además de recuperar ese otro ritmo más de acorde con el ritmo interior, y es la purificación. Si no purgamos el sistema, si no facilitamos su drenaje no habrá una buen asimilación de los nutrientes necesarios para sostener la vida. No basta con seguir los llamados de la naturaleza, nuestro sistema necesita diariamente un apoyo extra incorporado en nuestros hábitos de higiene.
Limpiar los órganos de los sentidos, desde la cera de los oídos a la seborrea de la lengua, limpiar la mucosa pituitaria del exceso de mucosidades y poder hacer una frotación intensa de la piel para eliminar las pieles gastadas es una buena disciplina para captar las sensaciones de forma intensa. El Yoga y el mismo naturismo nos ayuda a todo ello así como a limpiar nuestro estómago e intestinos, nuestro pulmones y nuestros órganos digestivos.

No sólo nos interesa la cantidad de toxinas que limpiemos, algo tal vez más esencial es la actitud de respeto por la vida secreta que atraviesa nuestro cuerpo. Con estos ejercicios de higiene sacralizamos nuestro cuerpo como espacio que acoge lo más esencial en nosotros, nuestra misma alma de la misma manera que el pintor limpia sus pinceles para que su trazo, único, no se vea alterado por restos de otras pinturas.

Una vez hemos depurado los diferentes alimentos se absorberán mejor. No obstante, no pensemos sólo en los alimentos que entran por la boca, nos alimentamos también de luz y de aire, de agua además de alimentos sólidos. Podemos decir que nos alimentamos de aquello de lo que estamos compuestos, somos materia solida como la tierra y en una gran proporción somos agua, absorbemos el oxígeno del aire y hacemos la combustión en el interior de cada célula. Somos tierra y agua, fuego y aire.

La salud, como decíamos, tiene que ver con el ritmo y con la depuración pero también con la absorción y de la calidad de nuestro alimento, de nuestra agua, del aire que respiramos y de la luz que nos envuelve cada mañana y cada tarde, de todo ello depende nuestra vida. El contacto con la naturaleza se volverá esencial y necesario, será la fuente de esa energía y la gran revitalizadora. Tomaremos el sol y captaremos los iones beneficiosos que hay cerca del mar, respiraremos aire cargado de energía vital y pisaremos la tierra que descarga nuestro exceso de tensión, nos bañaremos en un agua viva y nos alimentaremos de la abundancia que provee la tierra.

En eso está basado el naturismo, en los baños de aire y de sol, en el poder depurativo de los baños de arcilla y el poder de la hidroterapia para movilizar nuestra sangre. Necesitamos energía vital para activar nuestro potencial y necesitamos ejercicios que muevan nuestra energía para ganar vitalidad.

Este es otro de los elementos de nuestra salud, los ejercicios que estiran y tonifican nuestra musculatura, los movimientos que abren en todas direcciones nuestra articulaciones, las posturas que favorecen el retorno sanguíneo y que abren nuestra caja torácica para que la respiración fluya de forma serena y profunda. Conseguir momentos de actividad aeróbica para que después, de forma indirecta, el cuerpo encuentre un descanso profundo. Y todo ello sin forzar el cuerpo, sin posturas complicadas, sin batir récords, sin demostrar nada, sólo siguiendo el mismo impulso del cuerpo.

La salud está hecha de todo esto, es el mismo impulso al equilibrio, a la regeneración pero no siempre basta. Es entonces donde hemos de colaborar con ese mismo impulso, mejorando la purificación y favoreciendo la regulación, respetando el ritmo y activando sus potencialidades. Entonces el cuerpo se vuelve silencioso, abierto a la experiencia, siendo canal de las energías y templo de satisfacciones, un guante que encaja perfectamente en la mano de nuestras dimensiones más sutiles.

Julián Peragón




¿Qué cura?

Todos queremos estar sanos, por supuesto. Todos nos preocupamos muchísimo cuando dejamos de estarlo y acudimos rápidamente a médicos y hospitales, acupuntores o dietistas, balnearios o sanadores. Hasta tal punto que, en torno a la salud o la enfermedad se ha creado un gran complejo de disciplinas, de tecnologías punta, investigaciones farmacológicas, ciencias milenarias de oriente, fisioterapias naturales, medicinas blandas y hasta sanaciones milagrosas. Hemos sofisticado tanto el tema de la sanación que es posible cambiarnos el fallido corazón en el quirófano, hacer una microcirujía de córnea, o ver nuestro cerebro rebanado en cortes multicolores a través de un scanner. Todo es posible. Fotografiar el áurea, localizar electrónicamente los puntos de los meridianos y activar los chakras mediante colores y sonidos. Más aún. Ya no es necesario ir de peregrinación a Lourdes, cualquier sanador filipino te mete en dos minutos las manos en los higadillos o en los ojos y te saca negruzcas masas gelatinosas de energía negativa, todo ellos sin producir herida ni dolor, como el que mete las manos en el agua y no deja ninguna cicatriz acuosa.

Y aquí no acaba la historia. Ahora es posible operar con robots a los que no les tiembla el pulso, y dentro de poco podrás elegir que te opere el cirujano Smith de Nueva York sin moverte de Sabadell. Con la biotecnología los diabéticos producirán insulina felizmente, y podremos anticipar la demencia senil ya en la misma cuna. Es toda una monería aunque de insospechadas consecuencias puesto que, también se podrá elegir el color de ojos -el que esté de moda, e inyectar células inteligentes cuando la memoria empiece a fallar.

Mientras tanto tenemos dodecaedros para armonizar la energía, ionizadores para filtrar el aire, pulseras para imantar la sangre y adhesivos para contrarrestar los nudos energéticos de las corrientes subterráneas. Podemos llevar un cuarzo rosa en el pecho, dormir cara al norte, sentarnos en sillas anatómicas y respirar esencia de romero o de madreselva. Es evidente que recursos no nos faltan.

Con todo, los hospitales están repletos y las listas de espera de los cirujanos se vuelven eternas. Las empresas farmacéuticas hacen su agosto y campan a sus anchas remedios mágicos, terapias holísticas y cursos de milagros. ¿Qué es lo que ocurre? Parece que cuanto más medios, menos sana es nuestra sociedad. ¿Creemos que la salud va a venir de algún producto mágico, alguna droga inmortal, alguna terapia infalible?.

¿Tal vez quiere decir todo esto que hemos perdido ese instinto natural que sabe cuando hemos de reposar o dejar de comer para restablecer el equilibrio?. ¿O es que hemos identificado salud con niños rollizos, deportistas incansables, vegetarianos longevos, y pensamos que la salud se esconde detrás de las vitaminas, de la dieta impecable, o de la disciplina diaria corporal?
Curiosamente, parte de la respuesta, la habremos de buscar a nivel social y de cómo vivimos la enfermedad. En una sociedad maniqueista como la nuestra en la que oponemos enfermedad a salud y nos sentimos incómodos ante cualquier estado alterado de nuestro cuerpo, es fácil entender toda la parafernalia en torno a esta dicotomía salud-enfermedad. Ante el «no sé qué me está sucediendo», nos sentimos profundamente inseguros. Y recurrimos por lo tanto, al médico o al curandero si falla aquél. Buscamos una respuesta, un diagnóstico, una explicación válida que nos calme, que disuelva el misterio que nos corroe por dentro. Pedimos, eso sí, que se ponga la bata blanca, que utilice aparatos complicados, que nos hagan análisis invisibles o que nos den pastillitas de colores. Todo ello para exorcizar los males. Es decir, buscamos un gesto tranquilizador y un sistema que ponga orden a nuestro interior. De tal manera que podemos dormir peor o mejor con un cáncer de segundo o tercer grado, tipificado y tratado, que con una reacción misteriosa corporal que nadie sabe lo que es.

Lo divertido es comprobar según estrictos estudios sociológicos que la población vacunada no se salva de la epidemia más que la que no estaba vacunada, o que las épocas en que hacen huelga los hospitales, la población mejora saludablemente. O que los recursos tradicionales, no lógicos, mágicos son tan efectivoso más que los más vanguardistas y científicos. Parece que nadie quiere verlo. Seguimos yendo al curandero de turno con estetoscopio o amuletos para que nos pongan sus manos y nos arropen con sus jergas médicas ininteligibles o sus cánticos mágicos también ininteligibles.

Esta demanda de orden la podemos ver claramente en sociedades simples-mal denominadas primitivas-cuyo chamán o curandera se esfuerza por asociar la enfermedad con tal embrujo, la epidemia con un castigo divino, y el dolor de muelas con una raíz que tenga forma de diente, y así sucesivamente. Todo esto para que el mundo sea humano, comprensible, vivible.
Nosotros no estamos tan lejos. Pedimos ver nuestros males en una radiografía o en la fórmula de un análisis. Pedimos que el médico o el sanador tenga un discurso de seguridad y pedimos ser tratados como enfermos donde ser escuchados, reubicados en otro orden al cotidiano, y poder recibir regalos y mimos. Todo ello necesario en un mundo tan ajetreado como el nuestro que se olvida de permitir un ritmo más propio. Por eso la sociedad está pidiendo a gritos un cambio, al querer ser hospitalizados, atendidos, visitados porque no aguantamos más, porque este ritmo es deshumano.

Ahora bien, si nos paramos a reflexionar y ampliamos nuestro concepto de salud, no a una entidad fija e idílica sino a una tensión de vida donde la enfermedad se nos muestra como una crisis depurativa necesaria para volver a equilibrarnos, entonces habremos disuelto la mitad de nuestros miedos. Vida-muerte, actividad-reposo, salud-enfermedad son pares indisociables. Forman una unidad en movimiento y cada extremo de esta unidad se reclama mutuamente. Todos sabemos que los niños son los que tienen el máximo potencial de vida y por eso sus fiebres son más altas, sus erupciones más virulentas, sus tumores con más velocidad de crecimiento. Con ello deducimos que a mayor sensibilidad, mayor capacidad de reequilibrio, naturalmente a través de crisis.

Por eso, estar sano no es ponerse nunca enfermo. Estar sano es tener una flexibilidad interna grande que nos permita adptarnos a cada situación y hacer los reequilibrios necesarios para ello. Estar sano es ampliar la capacidad de tensión y distensión, considerar al cuerpo tan sabio que él
mismo pueda buscar sus recursos cuando tenga la suficiente sensibilidad de reacción aunque a veces, hayamos de ayudarlo un poquito. La salud es todo una educación del no hacer, de la escucha y el respeto.

Por eso, cuidar al cuerpo y mantener la salud, no es precisamente envolver el cuerpo en algodones, darle de comer pienso ultradigerible, rodearlo de máquinas que mantengan sus constantes de vida, o insuflarle energía por un tubo. Cuidar al cuerpo y mantener la salud es lograr cada vez una mayor autonomía, dejar que el cuerpo reaccione y se adapte con lo que interactúa con él, a veces, descuidarlo para que encuentre un hacer más espontáneo, y sobre todo, quitarle el miedo de la muerte, del dolor y de la incertidumbre que muchos son los que viven a costa de ellos. Salud.

Julián Peragón




Camino de sanación

Cuando estamos enfermos se nos abre un abismo bajo los pies, se nos encoge el alma y hasta se nos vela la mirada. Un frío o calor extraño se mete dentro, en la misma médula. Cuando es una enfermedad de aquellas que alerta buscamos rápidamente al especialista de uno u otro signo para que nos calme. A menudo, más que las medicinas, lo que necesitamos es un diagnóstico tranquilizador, unas palabras científicas inmutables, alguien que nos diga que no pasa nada, que todo está en orden, que hay algunos desarreglos pero que ya podemos irnos a casa.

Sin embargo, la visión objetiva de nuestra enfermedad choca contra nuestra vivencia, enteramente subjetiva. La enfermedad la vivimos como el eslabón de una gran cadena que tira a su vez de Ia incertidumbre, del miedo, que se muestra a través del dolor, en la impaciencia, que nos margina de lo social, de nuestra dinámica, aislándonos de los otros, que nos diluye en una nada y que nos recuerda, por último, la muerte.

Tal vez por eso hubiéramos preferido que nuestros médicos fueran menos científicos y con más comprensión de nuestros mecanismos psicológicos y sociales, menos encumbrados en su tecnología y en su saber y más cercanos como personas. Nos hubiera gustado sentirlos sabios en el arte de vivir, y también en el de morir, que al fin y al cabo forma parte de la misma vida.
En esos aprietos, una voz interna invoca a todas las fuerzas benéficas para que vengan a nuestro socorro. No obstante, el desánimo a veces rastrea en la culpa o exclama un por qué, ¿por qué a mí precisamente?. A menudos nos enzarzamos en la profusión de síntomas y en la retahíla de remedios farmacéuticos y mágicos. Obsesionados con la enfermedad y con la lucha a muerte contra ella nos olvidamos que la lucha es contra nosotros mismos.

Quizá el primer paso en el camino de la sanación sea el de reconocer tranquilamente lo que nos pasa. Los males del cuerpo son en gran medida males del alma, que a su vez acusa los males del mundo. Si el mundo sufre de contaminación, el cuerpo que se nutre de sus alimentos también se envenena. Se envenena también la sangre cuando sentimos odio e intolerancia. Descargamos en el mundo nuestros residuos junto a nuestra inconsciencia. Por eso, si hay alguna culpa, es la de haber puesto fronteras. Escisiones entre nuestro cuerpo y nuestro espíritu. Barreras entre el mundo y lo que somos.
Pero tampoco podemos irnos al otro extremo y sentirnos responsables absolutos de nuestros males porque nuestros genes actúan silenciosamente, porque gran parte del aire que respiramos, del agua que bebemos y del pan que comemos están contaminados y no los hemos elegidos. No somos responsables directos de muchos males pero tampoco somos ajenos como lo quiere la visión simplista que dice cuerpo como dice cosa que se tiene, se posee o se habita. Cuerpo que se explota, que se descuida, que se reprime. Cuerpo que se sufre, que nos ha tocado en gracia, o en desgracia.

Nuestra cultura encorseta al cuerpo porque no es tan imperecedero como las ideas, porque cambia con los días, porque se enferma, porque envejece y porque tarde o temprano se muere. Se teme al cuerpo porque es el sitio del inconsciente donde se somatizan sus olvidos y registran los traumas, se esquiva al cuerpo porque en él residen las bajas pasiones que el instinto aviva y el placer derrocha. Se oculta al cuerpo porque es un fiel reflejo de lo que somos.

Es ahí donde tendríamos que empezar a leer, en el cuerpo. Ver sus acortamientos y sus asimetrías, sus compensaciones y sus hábitos, sus corazas y sus anillos de tensiones. Leer como hace el topógrafo con la orografía del terreno para saber por dónde fluye el arroyo, nosotros para saber en propia carne por dónde circula la energía y dónde no llega la respiración, dónde se cortó la sensibilidad y dónde arremete el malestar. En definitiva, poder leer directamente en el cuerpo como el que lee entre líneas.

Si el cuerpo tiene su lenguaje, la enfermedad tiene sus razones, y éstas son el lenguaje que tiene el cuerpo para decirnos sus secretos. Donde nosotros ponemos una frase y un punto, el cuerpo en su comunicación pone una sensación, una erupción de la piel o un territorio mudo. Digamos que el cuerpo no miente, y cuando estamos llenos de ira estancada, cuando no nos dejan espacio en nuestras vidas para expresarnos, cuando nos invade la miopía o el sistema inmunitario se desarma, veremos que alguna relación guardan con nuestra vida y nuestra forma de relacionarnos. Si miramos atentamente veremos todas esas cosas que el cuerpo sabe y todas esas señales que nuestras entrañas de forma única e irrepetible elaboran.

En segundo lugar tendríamos que ampliar nuestro concepto de salud pues alguien sano no es aquel que nunca se pone enfermo. En su primer movimiento, cuando la enfermedad es aguda y es puntual, la enfermedad forma partre del núcleo de la salud ya que el cuerpo tiene sus mecanismos para limpiarse. Son crisis depurativas que intentan reestablecer un nuevo equilibrio y un mejor estado de salud. En cambio, la enfermedad crónica o degenerativa ha perdido, después de múltiples intentos, esa fuerza vital y nos hace claudicar.

Los pequeños transtornos del cuerpo son esfuerzos adaptativos a la nueva estación que entra o a los innumerables desequilibrios que nuestra vida comporta. Ese esfuerzo adaptativo no hay que cortarlo nunca, no hay que reprimir el síntoma o la manifestación de esa enfermedad pues la sintomatología son consejos del cuerpo que nos impelen a no comer, a reposar, a inmovilizarnos cuando hay dolor o a permanecer solos para desconectar. Suprimiendo el síntoma con los poderosos medicamentos que tenemos el cuerpo pierde su rumbo y se desorienta, a fuerza de negarle su reacción natural, nuestros organismo a la postre se insensibiliza. Ahora bien, no se trata de no intervenir pase lo que pase, sino, más bien, ayudar a esa natura medicatrix, a esa crisis depurativa para que sea más efectiva y no bloquee. Todos sabemos que la fiebre es sana si no pasa de una cierta temperatura.

Con todo, la enfermedad en los casos citados, no establece sólo un equilibrio físico-energético, con ella y con el dolor, la inmovilidad, la soledad o la incertidumbre damos verdadero espacio a la escucha y tenemos la comprensión que no podemos empujar el río de la vida. Podemos sentir que las leyes naturales hay que respetarlas para que haya crecimiento y vigor, salud desde nuestros cimientos.

El niño rollizo de mejillas sonrosadas que nos muestran en los productos publicitarios no tiene por qué ser un paradigma de salud. Ésta no es algo tan ostentoso, tan rebosante, tan artificial. Podemos percibirla en un aliento fresco, un cuerpo ágil con amplitud de movimientos. Podemos sentir la salud en un rostro sereno, unas digestiones ligeras, una calidad de descanso en el sueño; en el mantenimiento de la sensibilidad, en la mente calma, en la respiración tranquila o en tantos elementos que no residen en los músculos hipertrofiados o en la elegancia de formas.

En este camino de sanación no sólo la escucha, el reconocimiento, el respeto del ritmo, de la vida y sus leyes son necesarios. Sentir que somos también cuerpo es el primer paso para sacralizar la vida y para confiar en la sabiduría del cuerpo. Pero si uno no conecta con el espíritu no habrá una completa curación. El espíritu, lo sabemos, está por doquier, está dentro y está fuera. Está cuando vemos la puesta de sol y cuando las estrellas nos comunican la inmensidad del cosmos, y por contra, nuestra humilde pequeñez. Hay curación a través del espíritu cuando aprendemos de nuestro destino, cuando nos movemos no sólo por nuestra razón sino también por nuestros sentimientos y por nuestras intuiciones. Nos curamos cuando la fe y la aceptación de lo que existe desbancan a nuestro ego prepotente que es impermeable a los cambios.

Es posible que la enfermedad grave esté relacionada con el sistema de corazas que impiden al individuo expresarse en su ser, y puede ser también que esa enfermedad represente el amor no colmado que arrastramos desde bien pequeños y esa enorme dificultad de querernos a nosotros mismos.
Cuando la enfermedad deja caer las caretas de la ilusión, lo espiritual puede redimirnos en un sacrificio de lo viejo por lo nuevo para volver a conectar con esas aguas subterráneas de la vida y para ello se requiere tener sed, sed de ser y sed de amor.

Julián Peragón




Yoga en el Embarazo

Artículo por Àlex Costa. Fotos: Anna Fábrega

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Lectura: La India Mágica y Real

La India Mágica y Real por Enrique Galas. Miraguano ediciones

 




Lectura: La Biblia del Yoga

La Biblia del Yoga por Christina Brown. Editorial Vergara

El yoga aporta flexibilidad al cuerpo, pero también una sensación de bienestar general espiritual y físico. Christina Brown ha escrito una guía integral y definitiva para practicar el yoga y encontrar equilibrio mental y físico. La obra presenta más de 170 posturas de las principales escuelas de yoga y anima, tanto a quienes se inician en el yoga como a quienes llevan tiempo practicándolo, a encontrar una secuencia de prácticas yóguicas que se ajuste a las diferentes necesidades y capacidades personales.




Lectura: Meditación Síntesis

Libro/ Meditación Síntesis, de Julián Peragón

Meditación Síntesis. 7 etapas para una meditación inteligente es el libro que acaba de publicar Julián Peragón, Arjuna: una propuesta sencilla, flexible y eficaz para cada meditador. Editado por Acanto.

Es tiempo de búsqueda, de desmitificar la espiritualidad en general, y la meditación en particular. La Meditación Síntesis plantea la urgencia de encontrar un espacio de introspección que a la vez sea un viaje de transformación personal.

Para comprender el laberinto sentimental y los meandros de la mente, este libro propone siete etapas progresivas, cada una de ellas con su propio reto, que nos permitirán superar los obstáculos que nos irán apareciendo en el camino, desde la dispersión hasta el dolor, el sopor, la fantasía…

La propuesta de la Meditación Síntesis es sencilla, libre de cargas ritualistas, y lo suficientemente flexible como para que cada uno pueda encontrar en ella lo que más se ajusta a sus necesidades, y como para que cualquier meditador –por muy veterano que sea- se encuentre en ella como en su casa. En definitiva, lo que buscamos es simplemente estar presentes en nuestra vida real para ganar claridad, paz y libertad.

Arjuna (Foto: Guirostudio 2013)Julián Peragón (Arjuna) es antropólogo por la Universidad Central de Barcelona. Practicante de Yoga y Meditación desde 1976.

Forma profesores de yoga desde hace veinte años. Actualmente dirige la Escuela de formación de profesores Yoga Síntesis. Colabora habitualmente con su propia Sección en  Yoga en Red.

 




Lectura: Biografía del Silencio

Biografía del Silencio por Pablo d’Ors. Editorial Siruela

Basta un año de meditación perseverante, o incluso medio, para percatarse de que se puede vivir de otra forma. La meditación nos con-centra, nos devuelve a casa, nos enseña a convivir con nuestro ser, nos agrieta la estructura de nuestra personalidad hasta que, de tanto meditar, la grieta se ensancha y la vieja personalidad se rompe y, como una flor, comienza a nacer una nueva. Meditar es asistir a este fascinante y tremendo proceso de muerte y renacimiento. Gracias a la meditación el autor ha ido descubriendo que no hay yo y mundo, sino que mundo y yo son una misma y única cosa.

El silencio se convierte en superventas

Un ensayo del sacerdote y escritor Pablo d’Ors supera los 100.000 ejemplares vendidos

Pablo D'Ors, sacerdote y escritor, en su casa de Madrid.
Pablo D’Ors, sacerdote y escritor, en su casa de Madrid. BERNARDO PÉREZ EL PAÍS

Uno tiene sus dudas. Más que perseguir dato y contexto, lo suyo en este artículo sobre Pablo d’Ors (Madrid, 1963) sería quizá –dado su valor- limitarse a poner una detrás de otra las frases que salen de su boca y de su pluma (es este, de hecho, un ejercicio periodístico muy a la moda de un tiempo a esta parte). La boca sería la del conversador grato, inabarcable y apabullante, una mañana de invierno en su piso del madrileño barrio de Tetuán. También la del sacerdote católico —y consejero del Papa Francisco— que cree entre otras cosas que la liturgia eclesiástica está gastada por rutinaria, funcionarial y verborreica: “Hay que hablar del anhelo, de la sed interior y del deseo de plenitud con las palabras que utiliza hoy la gente. A menudo, el discurso eclesiástico engarza poco con la sensibilidad y con el lenguaje de la gente común”.

Esa honesta carga de profundidad le ha merecido el amable adjetivo de “hereje” por parte de algunos miembros del ala dura del catolicismo español, con el obispo de San Sebastián José Ignacio Munilla a la cabeza. “Pero en el fondo creo que es bueno que me llamen hereje, eso demuestra la variedad de puntos de vista que hay en la Iglesia”. En todo caso, habrá que regresar a Chesterton: «Cuando entro en una iglesia me quito el sombrero, pero no la cabeza».

ENTRECOMILLADOS PARA MEDITAR

Puede que, a priori, el éxito de ventas (más de 100.000 ejemplares ya) de un libro sobre meditación como Biografía del silencio resulte insólito por no decir incomprensible. Estas frases reproducidas a continuación pueden ayudar a entender mejor los porqués de este fenómeno editorial:

«Cuando buscamos es que solemos rechazar lo que tenemos».

«La meditación ayuda a recuperar la niñez perdida. Si todo lo que vivo y veo no me sorprende es porque, mientras emerge, o antes incluso de que lo haga, lo he sometido a un prejuicio o esquema mental».

«Meditar no es difícil. Lo difícil es querer meditar».

«El ser amado no está ahí para que uno no se pierda, sino para perderse juntos».

«Nos pasamos la vida manipulando cosas y personas para que nos complazcan».

«Me gusta o no me gusta: es así como solemos dividir el mundo, exactamente como lo haría un niño. Esta clasificación no solo resulta egocéntrica sino radicalmente empobrecedora y, en último término, injusta» (…) semejante estilo de vida hace de la vida algo agotador».

«Mientras el hombre tenga preguntas que hacerse, todavía tiene salvación».

«Más de un 80% de nuestra actividad mental es totalmente irrelevante y prescindible, más aún, contraproducente (…) Pensamos mucho la vida pero la vivimos poco. Ese es mi triste balance».

«Los problemas nos gustan porque nos dan la impresión de que gracias a ellos podremos ser. El verdadero problema son nuestros falsos problemas».

«El potencial de nuestra soberanía es sobrecogedor».

La pluma sería la de un escritor de muy estimables novelas (Lecciones de ilusión, El amigo del desierto, Contra la juventud…) y de ensayos sobre… ¿cómo decirlo?… por qué somos así si podemos ser de otra forma. Entre ellos está Biografía del silencio (Siruela), un libro que forma parte junto con El amigo del desierto y El olvido de sí de la llamada Trilogía del silencio. Un ensayo de 49 capítulos en 100 páginas que ha superado ya los 100.000 ejemplares vendidos.

Biografía del silencio trata de la meditación, disciplina que este filósofo, teólogo, discípulo zen y admirador lo mismo de Jesucristo que de Buda («su proceso de vaciado interior para darse a los demás fue el mismo”, sostiene) lleva practicando un quinquenio. Ya sabemos que los libritos de autoayuda tienen mucha salida. Este no lo es. Este no apela al facilismo de las ideas-para-enmarcar-de-lo-bien-que-me-han-salido ni al cinismo de estos-pobres-diablos-compran-lo-que-sea, sino a la complejidad de las cosas pero dichas como si no lo fueran.

Para explicar cómo el proceso de vaciado y desnudo interior que es la meditación le ha ayudado a cambiar su vida y a disfrutarla de una forma nueva, y para convencer al lector de cómo se la puede cambiar a él, Pablo d’Ors sigue un hilo que va de Dionisio Areopagita al maestro Eckhart pasando por San Juan de la Cruz, Simone Weil y Pascal, entre otros. Y la mezcla de matemática, poesía, complejidad y juego de niños que encierran las pinturas de Paul Klee (no por casualidad la reproducción de una de ellas preside su salón y otras ilustran las portadas de sus libros, entre ellos los títulos que está recuperando Galaxia Gutenberg).

Su Biografía del silencio viene a incrustarse en el cruce de caminos entre el arte de la intuición y la geometría del conocimiento. Pablo d’Ors, sí, te lleva por donde quiere en sus lecturas y en la charla, pero usa lo mismo espiritualidad y poesía que escuadra y cartabón. “Sí, a mí me gustaría pensar que mis libros son profundos y ligeros”, comenta, “y para ello yo no hago un esfuerzo intelectual, sino sapiencial. El intelectual intenta meterse en la realidad para comprenderla. En cambio, el sabio es el que permite que la realidad entre en él. La actitud del sabio tiene mucho que ver con la humildad. Humildad viene de humus, que significa tierra, es decir, el camino de la concreción”.

¿Meditación? ¿Espiritualidad? ¿Vaciado interior? ¿Búsqueda de nuevos caminos vitales? Y todo eso… ¿100.000 ejemplares? Explicación, o intento de explicación: “Yo creo que la clave de esta acogida es que este libro, esta palabra, ha sido precedida de mucho silencio, de cientos, de miles de horas de sentada en silencio. Y solo las palabras que van precedidas de silencio pueden hacer diana en el corazón de la gente”, desgrana lentamente Pablo d’Ors, nieto del ensayista y crítico Eugenio d’Ors. Pero no todo es tan sencillo, bien al contrario: “Percibo en la gente de hoy un hambre muy grande de silencio… y a la vez un verdadero pánico ante el silencio”. “Escarbar es problemático”, prosigue, “la meditación es un espejo y por lo tanto vemos lo que hay, y en general lo que hay no nos gusta, y por eso no miramos. Este es el resumen de la cuestión”.

Asegura el sacerdote y escritor que, en su caso personal y en muchos otros que conoce, los frutos de la meditación son impagables. Que el anhelo primero y después el logro del silencio y el tiempo que tanto defiende George Steiner frente a los dragones del ruido y de la prisa pueden, en efecto, cambiar la biografía de una persona. También quiere advertir de que nada sale gratis. Que meditar no es fácil. Que no es pensar, ni soñar, mucho menos emocionarse. Es más, meditar es tender a no pensar o al menos, explica, a que los pensamientos no te lleven a ti, sino tú a ellos. Y advierte de que es imprescindible entrenar, y mucho. Abstenerse cortoplacistas, mejor encaminados en algún cursillo rápido de yoga para gente con prisa.

“Hacer este viaje interior exige un talante nómada y, por lo tanto, aventurero”, avisa D’Ors, “las personas que lo hacen suelen tener una gran capacidad de apuesta personal y de riesgo; los que tienen una filosofía de vida cómoda y burguesa en el peor sentido de la palabra difícilmente van a emprender ese camino, porque es un camino de vaciamiento, de desierto, de desnudez y de pobreza. Y en general no nos gusta la pobreza, nos gusta la riqueza. No nos gusta el vacío, nos gusta la plenitud”.

Habla que te habla Pablo d’Ors. Paradójico, para alguien que preconiza y practica el silencio. “Pues sí (risas), mis amigos me dicen que me he convertido en el Woody Allen de la espiritualidad. La verdad es que tengo una agenda muy activa, sí. Cuanto más silencio hago, más me piden hablar. Y cuando más quieto estoy, más me piden moverme. Es una cosa alucinante”.

BORJA HERMOSO, editado por El País

FRAGMENTO:

Comencé a sentarme a meditar en silencio y quietud por mi cuenta y riesgo, sin nadie que me diera algunas nociones básicas o que me acompaña­ ra en el proceso. La simplicidad del método –sen­ tarse, respirar, acallar los pensamientos…– y, sobre todo, la simplicidad de su pretensión –reconciliar al hombre con lo que es– me sedujeron desde el principio. Como soy de temperamento tenaz, me he mantenido fiel durante varios años a esta disciplina de, sencillamente, sentarse y recogerse; y enseguida comprendí que se trataba de aceptar con buen ta­ lante lo que viniera, fuera lo que fuese.

Durante los primeros meses meditaba mal, muy mal; tener la espalda recta y las rodillas dobladas no me resultaba nada fácil y, por si esto fuera poco, res­piraba con cierta agitación. Me daba perfecta cuen­ta de que eso de sentarse sin hacer nada más era algo tan ajeno a mi formación y experiencia como, por contradictorio que parezca, connatural a lo que en el fondo yo era. Sin embargo, había algo muy poderoso que tiraba de mí: la intuición de que el camino de la meditación silenciosa me conduciría al encuentro conmigo mismo tanto o más que la literatura, a la que siempre he sido muy aficionado.

Para bien o para mal, desde mi más temprana adolescencia he sido alguien muy interesado en pro­ fundizar en mi propia identidad. Por eso he sido un ávido lector. Por eso cursé filosofía y teología en mi juventud. El peligro de una inclinación de este género es, por supuesto, el egocentrismo; pero gracias al sentarse, respirar y nada más, comencé a percatarme de que esta tendencia podía erradicar­ se no ya por la vía de la lucha y la renuncia, como se me había enseñado en la tradición cristiana, a la que pertenezco, sino por la del ridículo y la extenuación. Porque todo egocentrismo, también el mío, llevado a su extremo más radical, muestra su ridiculez e in­ viabilidad. De pronto, gracias a la meditación, inclu­ so el narcisismo mostraba un lado positivo: gracias a él, podía perseverar yo en la práctica del silencio y de la quietud. Y es que hasta para el progreso es­piritual es preciso tener una buena imagen de uno mismo.

Durante el primer año, estuve muy inquieto cuando me sentaba a meditar: me dolían las dorsa­ les, el pecho, las piernas… A decir verdad, me do­ lía casi todo. Pronto me di cuenta, sin embargo, de que prácticamente no había un instante en que no me doliera alguna parte del cuerpo; era solo que cuando me sentaba a meditar me hacía consciente de ese dolor. tomé entonces el hábito de formular­ me algunas preguntas tales como: ¿qué me duele?, ¿cómo me duele? Y, mientras me preguntaba esto e intentaba responderme, lo cierto era que el dolor desaparecía o, sencillamente, cambiaba de lugar. No tardé en extraer de esto una conclusión: la pura observación es transformadora; como diría Simone Weil –a quien empecé a leer en aquella época–, no hay arma más eficaz que la atención.

La inquietud mental, que fue lo que percibí jus­ to después de las molestias físicas, no fue para mí una batalla menor o un obstáculo más soportable. Al contrario: un aburrimiento infinito me acechaba en muchas de mis sentadas, como empecé entonces a llamarlas. Me atormentaba quedar atrapado en al­guna idea obsesiva, que no acertaba a erradicar; o en algún recuerdo desagradable, que persistía en presentarse precisamente durante la meditación. Yo respiraba armónicamente, pero mi mente era bom­bardeada con algún deseo incumplido, con la culpa ante alguno de mis múltiples fallos o con mis recu­rrentes miedos, que solían presentarse cada vez con nuevos disfraces. De todo esto huía yo con bastante torpeza: acortando los períodos de meditación, por ejemplo, o rascándome compulsivamente el cuello o la nariz –donde con frecuencia se concentraba un irritante picor–; también imaginando escenas que podrían haber sucedido –pues soy muy fantasioso–, componiendo frases para textos futuros –dado que soy escritor–, elaborando listas de tareas pendien­tes; recordando episodios de la jornada; ensoñando el día de mañana… ¿Debo continuar? Comprobé que quedarse en silencio con uno mismo es mucho más difícil de lo que, antes de intentarlo, había sos­ pechado. No tardé en extraer de aquí una nueva conclusión: para mí resultaba casi insoportable estar conmigo mismo, motivo por el que escapaba perma­nentemente de mí. Este dictamen me llevó a la cer­teza de que, por amplios y rigurosos que hubieran sido los análisis que yo había hecho de mi concien­cia durante mi década de formación universitaria, esa conciencia mía seguía siendo, después de todo, un territorio poco frecuentado.

La sensación era la de quien revuelve en el lodo. tenía que pasar algún tiempo hasta que el barro se fuera posando y el agua empezase a estar más clara. Pero soy voluntarioso, como ya he dicho y, con el paso de los meses, supe que cuando el agua se acla­ ra, empieza a poblarse de plantas y peces. Supe tam­ bién, con más tiempo y determinación aún, que esa flora y fauna interiores se enriquecen cuanto más se observan. Y ahora, cuando escribo este testimo­ nio, estoy maravillado de cómo podía haber tanto fango donde ahora descubro una vida tan variada y exuberante.

Hasta que decidí practicar la meditación con todo el rigor del que fuera capaz había tenido tantas experiencias a lo largo de mi vida que había llegado a un punto en que, sin temor a exagerar, puedo decir que no sabía bien ni quién era: había viajado a muchos países; había leído miles de libros; tenía una agenda con muchísimos contactos y me había enamorado de más mujeres de las que podía recordar. Como muchos de mis contemporáneos, estaba convencido de que cuantas más experiencias tuviera y cuanto más intensas y fulgurantes fueran, más pronto y mejor llegaría a ser una persona en plenitud. Hoy sé que no es así: la cantidad de expe­riencias y su intensidad solo sirve para aturdirnos. Vivir demasiadas experiencias suele ser perjudicial. No creo que el hombre esté hecho para la cantidad, sino para la calidad. Las experiencias, si vive uno para coleccionarlas, nos zarandean, nos ofrecen ho­rizontes utópicos, nos emborrachan y confunden… Ahora diría incluso que cualquier experiencia, aun la de apariencia más inocente, suele ser demasiado vertiginosa para el alma humana, que solo se ali­menta si el ritmo de lo que se la brinda es pausado.

Gracias a esa iniciación a la realidad que he des­ cubierto con la meditación, supe que los peces de colores que hay en el fondo de ese océano que es la conciencia, esa flora y fauna interiores a las que me he referido un poco más arriba, solo pueden distin­ guirse cuando el mar está en calma, y no durante el oleaje y la tempestad de las experiencias. Y supe también que, cuando ese mar está en una calma aún mayor, ya no se distinguen ni los peces, sino solo el agua, el agua sin más. Pero a los seres humanos no suele bastarnos con los peces, y mucho menos sim­plemente con el agua; preferimos las olas: nos dan la impresión de vida, cuando lo cierto es que no son vida, sino solo vivacidad.

Hoy sé que conviene dejar de tener experiencias, sean del género que sean, y limitarse a vivir: dejar que la vida se exprese tal cual es, y no llenarla con los artificios de nuestros viajes o lecturas, relaciones o pasiones, espectáculos, entretenimientos, búsque­ das… todas nuestras experiencias suelen competir con la vida y logran, casi siempre, desplazarla e in­ cluso anularla. La verdadera vida está detrás de lo que nosotros llamamos vida. No viajar, no leer, no hablar…: todo eso es mejor que su contrario para el descubrimiento de la luz y de la paz.

Claro que para vislumbrar algo de todo esto que tan rápidamente se escribe y tan lentamente se llega a aprender tuve que familiarizarme con mis sensa­ ciones corporales y, lo que es todavía más arduo, clasificar mis pensamientos y sentimientos, mis emociones. Porque es fácil decir que uno tiene dis­ tracciones, pero muy difícil, en cambio, saber qué clase de distracciones son las que padece. tardé más de un año en empezar a poner nombre a lo que aparecía y desaparecía de mi mente cuando me sen­taba a meditar. Hasta ese momento había sido un espectador, sí, pero poco atento. Al término de una sentada poco podía decir de lo que realmente me había sucedido en ella.

Estar atento a las propias distracciones es mucho más complicado de lo que uno se imagina. En pri­ mer lugar porque las distracciones, por su propia naturaleza, esquiva y nebulosa, no son fácilmente aprehensibles; pero también porque al intentar re­ tenerlas para memorizarlas y poder dar luego cuen­ ta de ellas, acaba uno distrayéndose con esa nueva ocupación. Pese a todo, pude reconocer y nombrar buena parte de mis distracciones y, gracias a esta ti­ pología, necesariamente aproximativa, pude saber, con bastante precisión, a qué nivel había llegado en mi práctica de meditación después de un año y me­ dio de asidua perseverancia.

 




Lectura: La Postura de Meditación

La Postura de Meditación por Will Johnson. Editorial Herder

En las prácticas de meditación, el cuerpo es tan importante como la mente aunque muchas veces quede relegado a un segundo lugar. Conseguir un estado de «relajación alerta» es el denominador común de tantas técnicas meditativas que despejan la mente, abren el corazón y activan las energías sanadoras naturales, tanto del cuerpo como de la mente.Will Johnson se propone guiar a todas aquellas personas que se atrevan a adentrarse en estas prácticas, con ejercicios para trabajar posturas y consejos que trasladan los beneficios de la meditación a todos los aspectos de la vida. El objetivo es conseguir despertar la inteligencia innata del cuerpo y facilitar el camino hacia una vida rica y plena. El despertar espiritual no es una huida del cuerpo humano, sino una entrega consciente a la experiencia de ser plenamente humano.




Lectura: Autobiografía de un yogui

Autobiografía de un yogui por Paramahansa Yogananda. Self-Realization Fellowship