Obstáculos en la meditación: Incomodidad

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Obstáculos y retos:

Incomodidad

Dicen que venimos a este mundo con un botón rojo incorporado, que se dispara ante una determinada presión. Sentimos presión cuando el conductor del coche de atrás tiene prisa y nos toca el claxon, cuando falta un día para entregar el proyecto que llevamos meses realizando, o cuando nuestro avión sale por la puerta 38 y nosotros estamos equivocadamente en la 20. Es difícil sustraerse al ritmo frenético de una sociedad que tiene prisa por realizar sus mitos. El norte de este planeta ha puesto la directa. La locomotora del progreso arrasa con bosques y mares, margina culturas y personas desfavorecidas, hace saltar economías de subsistencia y nos aboca a periodos de recesión. No es de extrañar que este botón esté al rojo vivo…

Hoy en día tenemos muchas papeletas para sufrir estrés: si nos mudamos de casa, si nos despiden del trabajo, si vivimos una separación, si nos casamos, si muere un ser querido, o simplemente si hacemos un “excitante” viaje al Tercer Mundo. El estrés es el precio que pagamos por este progreso, que promete abundancia por la puerta principal pero que despide miseria por la puerta de servicio.

Y este estrés, del que muchas veces no somos conscientes, es el que nos encontramos cuando nos sentamos a meditar. Sabemos que hemos de meditar con la serenidad de una montaña, pero sentimos movimientos sísmicos en nuestro interior; intentamos no movernos, pero nuestra musculatura nos traiciona; queremos ganar presencia, pero nuestras preocupaciones saltan al ruedo de la arena meditativa.

Fundamentalmente, nos peleamos con la postura: primero con el cojín, que no es lo suficientemente alto o bajo; después, con los pies, que no sabemos si ponerlos en el muslo, uno debajo del otro o uno delante del otro; más tarde nos las vemos con la pelvis, que aunque la pongamos en anteversión para facilitar la verticalidad, se coloca sin querer -por acortamientos posteriores- en una posición de protección que cierra el vientre y nos impide respirar ampliamente. Y por último, la mudrâ, ese gesto simbólico que hacemos con las manos como soporte de concentración, y con un contenido evocativo de presencia o centralidad, se nos hace tan complicado como un truco de manos.

Fruncimos el ceño, apretamos la mandíbula, subimos los hombros y cerramos el pecho. He visto a más de uno explotar en un grito durante la meditación, frustrado por la incomodidad de la postura. No nos olvidemos: la postura está diseñada para ser incómoda cuando nuestro punto de partida es de agitación o incomodidad.

Esta primera etapa meditativa es, de por sí, terapéutica. Nos obliga a revisar nuestra forma de vida, a detectar dónde están las fuentes de tensión y a intentar gestionar nuestro estrés de forma creativa. Nadie vive en una burbuja sin tensión. Pero si bien aceptar parte de esa tensión de vida en sociedad forma parte de la madurez, hay un margen de esa tensión que sí podemos eludir de forma inteligente. A veces, menos es más, y simplificar nuestra vida y nuestras relaciones nos aporta más libertad y más calma.

Cuando hablamos de estabilidad de la postura no nos estamos refiriendo a armar una buena postura y hacernos con ella una instantánea mental, sino al hecho de poder mantenerla sin alteraciones a lo largo del proceso de meditación.

Buscar la inmovilidad en la postura representa una gran oportunidad para observar nuestra inquietud interna. La mente es inestable y el cuerpo se quiere mover impulsivamente. Es como el jinete que monta sobre un caballo intranquilo: necesita utilizar sus riendas para centrarlo en la dirección del camino que se ha propuesto.

Tenemos aquí una posición privilegiada para observar la agitación interna, esa agitación que en la vida cotidiana pasa desapercibida porque se confunde con el quehacer frenético que llevamos. La inmovilidad se convierte en un reto importante, pues nos invita a observar todo impulso que nos arranca de ella. Ahora bien, no reaccionamos a ello: observamos como si fuera una mera circunstancia que acontece en la conciencia. Si nos pica la cabeza, si nos duele la rodilla, si nos molesta el cojín sobre el que estamos sentados, todo ello se recibe como una sensación más, junto con las imágenes o los pensamientos que sobrevienen.

En cierta manera, junto a la inmovilidad de la postura estamos cultivando la voluntad de permanecer en ella pase lo que pase, incluso contra viento y marea. Esa voluntad nos ayuda a enraizarnos en la vida y a fortalecernos. Por eso, la mosca que revolotea en la comisura de nuestro ojo y el mosquito que clava su aguijón en nuestro cuello tienen una importancia muy relativa cuando ponemos en juego algo tan importante como es nuestra estabilidad mental.

Julián Peragón

Meditación Síntesis

Editorial Acanto

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