Obstáculos en la meditación: Dolor

Obstáculos y retos:

Dolor

Nuestra orografía corporal no es uniforme. Como decíamos, nuestras heridas físicas y hasta las emocionales quedan grabadas en el cuerpo. La memoria corporal se activa en diferentes situaciones, por lo que no es de extrañar que, en medio de la meditación, nos encontremos con un episodio agudo de tensión o que se manifieste aquel intenso dolor de espalda.

Acostumbrados a ser excesivamente literales, creemos que el dolor de rodilla está en la rodilla, y aplicando más tensión queremos reducirlo a la nada. Sin embargo, el dolor parece crecer con la resistencia interna, parece tener vida, una vida que no depende de nuestra voluntad. Misteriosamente, va y viene, da una coz o clava su aguijón para después desaparecer sin mediar aviso. Si se lo observa bien, el dolor no parece tener límites bien definidos: se irradia a otras zonas y llega a congelar el ánimo.

Es cierto que, sometidos a cierta presión, los tejidos corporales se resienten y pueden llegar a molestar, pero ese dolor tremendo que sentimos a veces no es de orden meramente físico; tiene, a todas luces, un componente emocional: está motivado por el miedo y por la resistencia al dolor. Ya de pequeños, todos hemos sentido la aguja intramuscular en el culete que nos ponían en la enfermería. Y la experiencia era diferente cuando relajábamos el glúteo o cuando lo apretábamos como actitud de defensa. Lo mismo pasa con esos puntos de tensión que sentimos en nuestro cuerpo. Cuanta más resistencia al dolor, más dolor, y el círculo se va agrandando…

Si miramos el dolor con la luz de la conciencia, si le quitamos su sombra fantasmagórica, veremos que se reduce a una sensación, a menudo sorda, que podemos manejar sin que nos distraiga de nuestro objetivo de concentración. Está claro que hay que respetar un dolor patológico motivado por una inflamación puntual y no forzarlo (algo que nos dicta el sentido común), pero es preciso distinguirlo de aquellos dolores que están en la confluencia de una postura inmóvil y una inquietud interna, que se dan en ese espacio cuestionador donde la mente no sabe dónde agarrase para no caer en la plenitud de la presencia o en el vacío del silencio.

El dolor como síntoma reclama su dosis de atención, y huir pavorosamente de él -como cuando tomamos analgésicos sin medida- es la mejor manera de alimentarlo. El dolor no es realmente objetivo; mantenemos con él una relación íntima: lo teñimos de significado y lo leemos dentro del contexto en el que se da. Sin duda alguna, hay una construcción social del dolor. El mismo latigazo duele menos si está dentro del martirio religioso o del juego sexual que si lo recibimos por parte de nuestro enemigo. El mismo dolor de cabeza se amortiguará delante de una sorpresa o se acrecentará si forma parte de la sintomatología de un tumor cerebral, por poner algunos ejemplos.

Y no es de extrañar que, dentro de las tradiciones meditativas, el dolor sea un rito de tránsito que asegura una fe y una fuerza de voluntad que se pretenden desarrollar. Dentro de esta concepción, todo dolor ayuda a la transformación, desconecta el pensamiento obsesivo y favorece el desasimiento de aquello en lo que nos dejamos atrapar.

Sentados y doloridos, intentaremos “respirar” el dolor sin asustarnos. Sin tensarnos, haremos que éste transite hacia lo que es: una sensación sorda con la que podemos convivir pacíficamente. Abrazar el dolor es abrazar compasivamente nuestro miedo, abrazar la parte en penumbra de nuestro cuerpo que no controlamos, que nos recuerda la impermanencia, y por supuesto la muerte. De esta manera, buscamos en la meditación que el cuerpo no sea ya una carga pesada sino un espacio de reencuentro con la sensibilidad de la vida y la conciencia amorosa de la que formamos parte.

El cuerpo es un territorio que conocemos sólo en parte. Hay zonas abruptas donde la molestia y el dolor alzan su larga sombra, pero también hay zonas en las que sentimos placer. Si el dolor contrae, el placer dilata; uno nos enquista bien adentro, mientras que el otro nos eleva hacia las nubes. Parece ser que tanto uno como el otro nos hacen salir de nuestro centro, de nuestro momento presente. Intuimos que hemos de quitarle hierro al dolor, pero también alas al placer para mantenernos en una cierta ecuanimidad sanadora. El dolor nos amenaza, pero el placer puede llenar nuestro espacio de fantasías. Nuestras zonas erógenas están cargadas emocionalmente, y la memoria corporal también se despierta cuando transitamos por ellas.

Desapegarse de las sensaciones no quiere decir reprimir, pero tampoco aferrarse a la indiferencia. Desapegarse es vivir y dejar marchar; experimentar y, acto seguido, liberarse de las garras de la experimentación; en otras palabras, saborear pero no devorar ni vomitar. Dar la bienvenida, acoger, sentir… y poder despedir. Nos jugamos en ello nuestra libertad.

Julián Peragón

Meditación Síntesis

Editorial Acanto