Fragmento_31. Gracia y coraje

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Así comenzaron las cuarenta y ocho horas más excepcionales de nuestra vida en común.Treya había decidido morir. En ese momento no había ningún motivo clínico especial para que muriera. Según los médicos, si ingresaba en el hospital, la medicación y el apoyo podían prolongar su vida todavía durante varios meses; y luego, moriría. Pero Treya había tomado ya su decisión. No quería morir intubada en un hospital entre el lento goteo de morfina intravenosa, la inevitable neumonía y la

asfixia… Yo tenía la extraña sensación de que, entre otras razones, Treya quería ahorrarnos a todos esa horrible prueba.

Simplemente, se saltaría los preliminares y moriría de manera plácida. En todo caso, fueran cuales fuesen sus motivos, yo sabía que, cuando Treya tomaba una decisión, la cosa estaba hecha.Esa noche acosté a Treya y me senté a su lado. Estaba casi extática. «Me voy, no puedo creerlo, me voy. Me siento tan feliz, me siento tan feliz, me siento tan feliz.» Como un mantra de liberación final, no cesaba de repetir: «Me siento tan feliz, me siento tan feliz…».

Todo su semblante se iluminó. Estaba resplandeciente. Y, ante mis propios ojos, su cuerpo empezó a cambiar. En cosa de una hora pareció perder cuatro kilos. Era como si su cuerpo, obedeciendo a su voluntad, se encogiera y replegara sobre sí mismo. Sus funciones vitales comenzaron a suspenderse y, entonces, empezó el proceso de la muerte. En menos de una hora se había convertido en un ser diferente, dispuesto para la partida. Estaba decidida y resuelta. Su entusiasmo era contagioso y, muy a mi pesar, yo también compartía su alegría.Entonces, súbitamente, dijo: «Pero no quiero dejarte. ¡Te amo tanto! No puedo abandonarte. ¡Te amo tanto!». Luego se echó a llorar, sollozando, y yo también prorrumpí en sollozos. Tenía la impresión de estar derramando todas las lágrimas que había acumulado durante los últimos cinco años, todas las lágrimas que había retenido para mostrarme fuerte a su lado. Muchas veces habíamos hablado de nuestro mutuo amor, un amor que -aunque parezca un tópico- nos había hecho mejores, más fuertes y más sabios. Todos esos años de cuidado y deternura que nos habían hecho crecer… y ahora, a punto de cruzar el último umbral, nos hundíamos. Tal vez, ahora, todo esto suene muy frío, pero esos fueron los momentos más tiernos que jamás haya vivido.

-Cariño, si es hora de partir, vete ya. No te preocupes porque te encontraré. Volveré a encontrarte de nuevo, te prometo que te encontraré. Si quieres marchar, hazlo ya. No te inquietes. Vete.

-¿Me lo prometes?

-Te lo prometo.

Y es que, durante las dos últimas semanas, Treya y yo habíamos recordado en varias ocasiones algo que yo le había dicho cinco años antes, de camino a nuestra boda. En aquella ocasión le había susurrado al oído:

-¿Dónde te habías metido? Llevaba vidas buscándote y, finalmente, te he encontrado. Tuve que luchar con dragones hasta llegar a ti. Y, si algo ocurriera, volvería a encontrarte.Ella me observó apaciblemente y me preguntó: «¿Me lo prometes?».

-Te lo prometo -respondí.

No tengo una idea clara de por qué dije eso. Sólo sé que estaba expresando, por razones que se me escapan, lo que sentía con respecto a nuestra relación. Ahora, durante esos últimos días, Treya volvía una y otra vez a ese diálogo. Parecía tranquilizarla y brindarle seguridad. Si yo mantenía mi promesa, el mundo estaba bien.

Entonces dijo: «¿Prometes que me encontrarás?». -Te lo prometo -respondí.

-¿Para siempre jamás?

-Para siempre jamás.

-Entonces puedo partir. Casi no puedo creerlo. Soy tan feliz. Esto ha sido mucho más penoso de lo que nunca pensé. Ha sido tan duro, mi amor, ha sido tan duro…

-Lo sé, cariño, lo sé.

-Pero ahora sé que puedo marchar. Soy tan feliz. Te quiero tanto. Soy tan feliz.

Esa noche dormí en su habitación, sobre la mesa de acupuntura. Tengo la impresión de que soñé -y digo «tengo la impresión» porque no estoy seguro de que haya sido sólo un sueño con una gran nube de luz blanca que flotaba sobre nuestra casa, una nube luminosa como mil soles resplandecientes sobre una montaña nevada.Cuando a la mañana siguiente (domingo) la miré, acababa de despertar. Tenía los ojos claros, estaba alerta y muy decidida. «Me voy, Ken. Soy tan feliz. Me voy. ¿Estarás junto a mí?»

-Aquí estaré, mi amor. Vamos. ¡Partamos!Entonces llamé a la familia. No recuerdo exactamente lo que les dije, pero fue algo así como: ¡Venid apenas podáis! Luego llamé a Warren, el amigo que había ayudado a Treya con la acupuntura durante

los últimos meses. Tampoco recuerdo con exactitud lo que le dije, pero creo que el tono de mi voz no dejaba lugar a dudas: «Ha llegado el momento».

Al poco llegaron y todos tuvieron la oportunidad de hablar con Treya por última vez. Ella les decía lo mucho que les quería y lo increíblemente afortunada que se sentía por haberlos tenido como familia. Decía que eran la mejor familia que uno podría desear. Era como si Treya estuviera decidida a «hacer las paces» con cada uno de ellos sin culpas ni reproches, sin dejar ningún hilo suelto. A mi modo de ver, lo consiguió. Esa noche -era domingo-, la acostarnos, y yo volví a dormir sobre su

mesa de acupuntura para estar presente si ocurría el fatal desenlace. Algo extraordinario parecía estar sucediendo en casa, y

todos lo sabíamos.

A eso de las tres y media de la madrugada, Treya se despertó sobresaltada. El ambiente era casi alucinógeno. Me desperté de

inmediato y le pregunté cómo se encontraba. «¿Es la hora de ni morfina?» -preguntó con una sonrisa-. A lo largo de su dura y larga lucha contra el cáncer -y con la excepción de las operaciones-, Treya sólo había tomado cuatro comprimidos de morfina. «Claro, mi amor, lo que tú quieras.» Le alcancé un comprimido de morfina y un sedante ligero. Entonces sostuvimos nuestra última conversación.

-Mi vida, creo que ya es la hora de partir -dijo ella. -Estoy a tu lado, mi amor.

-Estoy tan contenta. (Larga pausa.) Este mundo es extraño, muy extraño. Pero ya me voy-. Estaba contenta, resuelta y de buen humor.Comencé, entonces, a repetirle varias «frases clave» de las enseñanzas religiosas que ella consideraba importantes, frases que ella había anotado en tarjetas y que me había encargado que le recordara en el momento final.

-Relájate en la presencia de lo que es -empecé-. Deja que el ser se funda con la vasta amplitud del espacio. Recuerda que tu mente primordial no ha nacido con este cuerpo y que no morirá con él. Reconoce que tu mente es eternamente una con el Espíritu.Su rostro se relajó, y me miró muy clara y directamente.

-¿Me encontrarás?

-Te lo prometo.

-Entonces es la hora de partir.

Hubo una pausa muy larga y me pareció que la habitación se inundaba de luz, cosa muy extraña dada la oscuridad reinante. Fue el momento más sagrado, más inmediato y más sencillo que jamás haya vivido. El momento más evidente. El momento más perfectamente evidente. Jamás había vivido nada así en toda mi vida. No sabía qué hacer y, simplemente, me quedé allí, presente, junto a Treya.En ese momento Treya se dirigió hacia mí esbozando un gesto, intentando decirme algo, hacerme comprender un último mensaje. «Ken, eres el hombre más maravilloso que nunca he conocido» -susurró-. «Eres el hombre más grande que he conocido. Mi héroe… -murmuró-. Mi héroe.» Me incliné para decirle que era el ser más luminoso que

nunca había conocido y que si la iluminación tenía algún sentido para mi era gracias a ella; que un universo que había creado a Treya necesariamente debía ser sagrado; que Dios existía gracias a ella.

Le decía todo lo que me venía la mente. Tenía tantas cosas por decirle… Sabía que ella era consciente de cómo me sentía, pero tenía un nudo en la garganta y no pude hablar. No lloraba pero tampoco podía hablar. Sólo conseguí balbucear: «Volveré a encontrarte de nuevo, mi amor. Te encontraré… ».Treya cerró entonces los ojos y ya no volvió a abrirlos jamás.

El corazón se me rompió en pedazos mientras una frase de Da Free John acudió a mi mente: «Practica la herida del amor… practica la herida del amor». El verdadero amor hiere. El amor verdadero te hace completamente vulnerable y abierto: El amor verdadero te lleva mucho más allá de ti mismo y, por eso mismo, es devastador. Me quedé pensando: si el amor no te hace pedazos, es que no conoces el amor.

Me sentía completamente desgarrado. Pensándolo bien, en ese momento morimos los dos.Fue entonces cuando advertí que la atmósfera se había vuelto muy turbulenta. Tardé varios minutos en darme cuenta de que no se

trataba de una simple proyección de mi estado de ánimo. Se había levantado un viento huracanado que azotaba la casa y sus

alrededores. Al poco, el viento se convirtió en una feroz tormenta.. y nuestra sólida casa de piedra comenzó a temblar, sacudida por el viento. A la mañana siguiente, el periódico informó que, exactamente a las cuatro de la madrugada, un viento que llegó a alcanzar los 180 kilómetros por hora -algo inaudito- se había abatido sobre Boulder. Lo más extraño es que no se registrara nada parecido más allá de Boulder. En los titulares de la prensa de aquel día se decía que el viento había volcado coches ¡y hasta un aeroplano!Supongo que el viento habrá sido una mera coincidencia. Pero el temblor y traqueteo constante de la casa contribuyeron a crear la sensación de que estaba ocurriendo algo sobrenatural. Recuerdo que

intenté dormir de nuevo, pero la casa se estremecía tanto que tuve que levantarme y cubrir las ventanas del dormitorio con mantas por miedo a que los cristales se hicieran añicos. Finalmente, me dejé arrastrar por el sueño, pensando: «Treya está muriendo. Nada es permanente. Todo es vacío. Treya se muere».La tarde discurría lentamente, el viento seguía sacudiendo la casa y contribuyendo a crear un ambiente fantasmagórico. Durante horas enteras, yo sostuve la mano de Treya entre las mías, mientras le cuchicheaba al oído: «Treya, ya puedes marchar. Aquí todo está hecho. Entrégate, cariño, estamos todos contigo. Basta con que dejes que suceda».

Entonces me eché a reír para mis adentros mientras pensaba: «Treya jamás ha hecho nada que alguien le haya dicho que haga. Tal vez fuera mejor que me callase. Si no cierro el pico, nunca se dejará ir».Seguí leyendo en voz alta sus frases favoritas: «Avanza hacia la Luz, Treya. Busca la estrella cósmica de cinco puntas, luminosa y radiante y libre. Dirígete hacia la Luz, cariño, dirígete hacia la Luz. Abandónanos y dirígete hacia la Luz».Quizás debiera mencionar que, en el año de su cuarenta cumpleaños, un maestro común, Da Free John, dijo que la máxima visión iluminada tenía lugar cuando uno veía la estrella cósmica de cinco puntas, un mandala cósmico, puro, blanco y radiante, ajeno por completo a toda limitación. Treya ignoraba eso por aquel entonces y fue precisamente en esas fechas cuando cambió su nombre de Terry por el de Estrella,

o Treya. Y, según se dice, en el mismo momento de la muerte, la gran estrella cósmica de cinco puntas, la clara luz del vacío, el gran Espíritu o la Divinidad luminosa se aparece a cada alma. Tres años antes, poco después de una ceremonia de transmisión de energía con el Muy Venerable Kalu Rinpoché, Treya me contó un sueño en el que había tenido una visión inconfundible de esa estrella luminosa, acompañada de todos los signos clásicos. No había cambiado su nombre por el de «Treya» porque Free John hablara de esa última visión, sino simplemente porque la había visto. Por ello, pensé que, en el

momento de su muerte, Treya vería su Rostro Original; y no por vez primera, sino que volvería a experimentar nuevamente su propia naturaleza luminosa como estrella radiante.

La única joya que valoraba realmente era el colgante de oro de la estrella de cinco puntas que sus padres encargaron para ella (basada en un dibujo hecho por ella e inspirado justamente en esa misma visión). Para mí, y en palabras de un místico cristiano, ese colgante era «el signo externo y visible de una gracia interna e invisible> . Treya murió con él puesto.

Creo que todo el mundo se dio cuenta de que era crucial que renunciaran a seguir aferrados a Treya y, cada uno a su modo, fueron comenzando a despedirse. Me gustaría contar lo que ocurrió en esos momentos, cuando cada uno de los miembros de la familia acariciaron a Treya y le hablaron en voz baja, porque todos actuaron con una gran dignidad. Creo que a Treya le gustaría que dijera por lo menos que Rad, que estaba enloquecido de dolor, le tocó muy suavemente la frente y le dijo: «Eres la mejor hija que jamás hubiera podido desear», y Sue, por su parte, agregó: «Te quiero mucho».Salí a beber un poco de agua y, enseguida, vino Tracy corriendo mientras decía: «Ken, sube inmediatamente». Corrí escaleras arriba, salté a la cama y cogí la mano de Treya. Toda la familia cada uno de sus miembros y nuestro buen amigo Warren entró entonces en la

habitación. Treya abrió los ojos, miró muy dulcemente a todos los presentes, me miró a los ojos, entornó los párpados y dejó de respirar.

Todos se hallaban presentes. Luego, todos nos echamos a llorar. Yo sostenía su mano con la mía, mientras tenía la otra apoyada sobre su corazón. Empecé a temblar violentamente. Por fin, todo había terminado. No podía dejar de temblar. Entonces, le susurré al oído las frases clave del Libro de los Muertos («Reconoce en esa luz clara tu propia Mente primordial, reconoce que eres una con el Espíritu Iluminado»). Pero no podíamos dejar de llorar.La mejor, la más fuerte, la más iluminada, la más sincera, la más hermosa, la más inspiradora, la más virtuosa y la más querida de las personas que había conocido acababa de morir. Me pareció que el universo nunca volvería a ser el mismo.Cinco minutos exactos después de su muerte, se escuchó la voz de Michael diciendo: «Escuchad. Escuchad eso». El viento huracanado había cesado, y el ambiente se hallaba completamente en calma.Eso también apareció fielmente mencionado en los diarios del día siguiente, con total precisión. Los antiguos decían: «Cuando muere un alma grande los vientos enloquecen». Cuanto mayor es el alma, mayor debe ser el viento necesario para llevársela. Tal vez fuera una simple coincidencia, pero no pude dejar de pensar que había

muerto un alma muy, muy grande y que el viento había respondido en consecuencia.

En los seis últimos meses había sido como si Treya y yo nos hubiéramos fundido de manera espiritual y nos sirviéramos mutuamente de todas las formas posibles. Al final abandoné las quejas y lamentos tan normales en una persona de apoyo, unas quejas y lamentos que procedían del hecho de que, durante cinco años, había dejado a un lado mi carrera para servirla. Todo eso parecía olvidado. No lamentaba absolutamente nada; sólo sentía gratitud por su presencia y por el extraordinario privilegio de haber podido servirla. Y ella dejó también de quejarse y lamentarse de que el cáncer hubiera «destrozado» mi vida. Porque el hecho era que, a un nivel muy profundo, habíamos sellado un pacto, atravesar juntos esta terrible prueba, fuera cual fuese el resultado. Fue una decisión muy profunda, y los dos lo teníamos muy claro, en especial durante los

seis últimos meses. Nos servíamos mutuamente de forma sencilla y directa, nos poníamos en lugar del otro, y eso nos permitía, por consiguiente, atisbar el Espíritu eterno que trasciende tanto al yo como al prójimo, tanto al «yo» como a lo mío».Siempre te he querido -me dijo en cierta ocasión, unos tres meses antes de morir

-. ¿Te das cuenta de lo mucho que has cambiado últimamente?

-Sí.

-,Qué ha ocurrido?

Hubo una larga pausa. Yo acababa de regresar del retiro de dzogchen, pero no era ése el motivo principal del cambio al que se refería.

-No lo sé, pequeña. Te quiero y, por ello, me gusta servirte. Así de sencillo, ¿no crees?

-En ti hay una conciencia que me ha mantenido viva durante meses. ¿Qué es? -prosiguió, como si fuera algo muy importante-. ¿Qué es? Y tuve la extraña sensación de que, en realidad, no me estaba haciendo una pregunta, sino que me estaba sometiendo a una prueba cuya naturaleza yo ignoraba.

-Creo que estoy aquí para ti, mi vida. Estoy aquí.

-Tú eres la única razón por la que todavía sigo viva -dijo, al fin-.

Y no estaba hablando de mí, sino que era como si nos mantuviéramos vivos mutuamente, como si, en esos últimos y extraordinarios meses, cada uno de nosotros se hubiera convertido en el maestro del otro. Mi continua actitud de servicio despertó su gratitud y su bondad, y el amor que me profesaba comenzó a saturar todo mi ser. Me volví pleno gracias a Treya. Era como si estuviéramos generando el uno en el otro la compasión iluminada de la que durante tanto tiempo

habíamos escuchado hablar. Era como si esa actitud me hiciera purificar años -o tal vez vidas- de karma. Y el amor y la compasión de Treya también eran completos. No había vacíos en su alma, no había rincones a los que no llegara su amor, no había una sola sombra en su corazón.

Ya no estoy muy seguro de lo que significa exactamente la «iluminación». Ahora prefiero pensar en términos de comprensión

iluminada» o de «conciencia iluminada». Sé lo que eso significa y creo que puedo reconocerlo. Y eso era inconfundible en Treya. Y no lo digo solamente porque se haya ido. Así es exactamente como lo viví en esos últimos meses, cuando afrontó el sufrimiento y la muerte con una presencia pura y sencilla, una presencia que eclipsaba el dolor y expresaba claramente quién era. Vi esa presencia iluminada de manera inconfundible e inequívoca.Y quienes estuvieron con ella durante esos últimos meses, también la vieron.

Había dispuesto que el cuerpo de Treya permaneciera veinticuatro horas sin que nadie lo tocara. Aproximadamente una hora después de su muerte, todos salimos de la habitación, más que nada para sosegarnos un poco. Como Treya había pasado las últimas veinticuatro horas recostada sobre almohadas, su boca había permanecido casi un día abierta. El rigor mortis incipiente, por su parte, la había dejado así. Intentamos cerrársela antes de salir, pero no lo conseguimos porque estaba rígida. Luego seguí susurrándole «frases claves», y por la tarde, salirnos todos de la habitación.Unos cuarenta y cinco minutos después, volvimos a la habitación y nos encontramos con una visión desconcertante: Treya estaba con la boca cerrada y en su cara resplandecía una sonrisa extraordinaria, una sonrisa de felicidad, paz, plenitud y liberación. No era la

típica «sonrisa del rigor mortis» ya que sus rasgos eran cormpletamente diferentes. Parecía una hermosa estatua del Buda que muestra la sonrisa de la liberación total. Los surcos que el sufrimiento, el agotamiento y el dolor habían cincelado en su

semblante habían desaparecido por completo. Su rostro era puro, relajado, radiante y resplandeciente, sin arrugas ni surcos de ningún tipo. Era algo tan profundo que todos nos quedamos estupefactos. Pero ahí estaba, sonriente, resplandeciente, radiante y dichosa. No pude evitarlo y dije en voz alta, inclinándome suavemente sobre su cuerpo: «¡Treya, mírate! ¡Treya, cielo, mírate!».

Esa sonrisa de felicidad y liberación iluminó su cara durante las veinticuatro horas que permaneció en cama. Finalmente, se llevaron su cuerpo, pero creo que esa sonrisa permanecerá grabada en su alma por toda la eternidad. Esa noche, todo el mundo se despidió de Treya y se retiró a acostarse. Yo me quedé junto a ella leyéndole hasta las tres de la mañana. Le leí sus fragmentos favoritos (Suzuki Roshi, Ramana Maharshi, Kalu Rinpoché, Santa Teresa, San Juan, Norbu, Trungpa, Un Curso de Milagros); repetí su oración cristiana favorita («Ríndete a Dios»); realicé su sadhana o práctica espiritual favorita (Chenrezi,

el Buda de la compasión), y sobre todo le leí -cuarenta y nueve veces- las instrucciones fundamentales del Libro de los Muertos. (Desde una perspectiva cristiana, podríamos decir que estas instrucciones afirman que el momento de la muerte es el momento en que abandonas tu cuerpo físico y tu ego individual y te vuelves uno con el Espíritu absoluto o con Dios. Reconocer el resplandor y la luminosidad que aparece de manera natural en el momento de la muerte es, pues, reconocer tu propia conciencia eternamente iluminada y tu fusión con la Divinidad. De lo que se trata, entonces, es de repetir una y otra vez ante el cuerpo de la persona que acaba de expirar una serie de instrucciones contenidas en ese libro basándote en la

probable hipótesis de que su alma todavía puede oírte. Y eso fue precisamente lo que hice.)

Juro que durante la tercera lectura de las instrucciones esenciales para reconocer que tu alma es una con Dios, escuché un chasquido en la habitación. De hecho, me agaché. Tuve la sensación clara y palpable, a esas horas negras como la pez de las dos de la mañana, de que Treya acababa de reconocer su propia naturaleza verdadera y se consumía para purificarse. En otras palabras, que al oírlo, reconoció la gran liberación o iluminación que siempre llevó consigo, que se disolvió limpiamente en la Totalidad del Espacio, fundiéndose con todo el universo, al igual que en la experiencia infantil que tuvo a los trece años, igual que en la meditaciones, igual que esperaba hacerlo al morir.

Tal vez no fuera más que el fruto de mi imaginación pero, conociendo a Treya, puede que no.Esa noche permanecí en la habitación de Treya. Cuando finalmente me quedé dormido, tuve un sueño. Solo que no fue un sueño sino algo más que eso: una gota de agua caía en el océano y se fundía con el Todo. Al principio pensé que eso significaba que Treya había alcanzado la iluminación, que Treya era la gota que había vuelto a ser una con el océano de la iluminación. Y eso tenía cierto sentido. Pero luego, me di cuenta de que era aún más profundo que todo eso: yo era la gota, y Treya el océano. Ella no se había liberado porque ya lo estaba. Era yo el que me había liberado por el simple hecho de servirla.Ése era el motivo preciso por el que me había pedido tan encarecidamente que le prometiera que l a encontraría. No era que necesitara que yo la encontrara sino que, en virtud de mi promesa, ella me encontraría y me ayudaría una y otra vez y aún otra… y otra más. Yo lo había entendido todo al revés: pensaba que, con mi promesa, la ayudaría cuando, en realidad, era ella la que se acercaría y me ayudaría, una y otra vez, por siempre jamás, durante todo el tiempo que necesitara para despertar, durante todo el tiempo que necesitara para reconocer, durante todo el tiempo que precisara para actualizar el Espíritu que ella había venido a anunciar tan claramente. Y desde luego, no sólo a mí: Treya vino por todos sus amigos, por su familia y en especial por todos los afligidos por esa terrible enfermedad. Para todos ellos estaba presente Treya.

Veinticuatro horas después, le besé la frente, y todos le dimos el último adiós. Pero «adiós» no es la palabra. Tal vez fuera mejor decir au revoir (hasta la vista) o aloha (adiós/hola). Luego Treya -que todavía seguía sonriendo- fue llevada al crematorio.Pero no creo que ninguno de nosotros vuelva a encontrarse con Treya. No creo que las cosas funcionen así. Ésa es una interpretación demasiado concreta y literal. Lo que sí creo, en cambio, es que cada vez que tú y que yo -y cualquiera que la conociera- actuamos íntegra, honrada, fuerte y compasivamente volveremos a reconocer sin ninguna duda la mente y el alma de Treya.Así que la promesa que le hice a Treya de volver a encontrarla -la única promesa que me hizo repetir una y otra vez- suponía, en realidad, el compromiso a encontrar mi propio Corazón iluminado.

-Aloha. Y ve con Dios, mi querida Treya. Ya, por siempre, te encontraré.

-¿Me lo prometes? -volvió a susurrarme.

-Te lo prometo, mi queridísima Treya. Te lo prometo.Gracia y coraje, de Ken Wilber. Ed. Gaia. Páginas 456-471

 

Ken Wilber

 

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