Fragmento_22. Notas sobre el lenguaje

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Las lenguas modernas están impregnadas de patriarcalismo. Es hora de superarlo; nuestro tiempo necesita recuperar urgentemente la dimensión femenina de la vida, y las mujeres, en particular, recuperar sus derechos. Pero ni el matriarcalismo (aunque a veces lo deseemos) ni un dualismo entre hombre y mujer son soluciones satisfactorias.

El término latino homo significa ser humano y no hombre ni mujer. Designa la totalidad de la persona, en la cual existen polaridades, pero no escisiones. Sexo, género y polaridad —el sexo biológico, el género gramatical y la estructura polar de la realidad— son tres cosas distintas. Femenino y masculino no es lo mismo que hombre y mujer; el sol o el cabello no son biológicamente masculinos, ni la luna o la mano, femeninos, aunque en ambos casos hablemos de género. Yin y yang, cálido y frío, luz y oscuridad, son polaridades que pertenecen al conjunto de la realidad y que no pueden ser reducidas a masculino o femenino, ya que el sexo biológico sólo es una de estas polaridades.

Llamo sexomorfismo o sexomorfización de la realidad a nuestra tendencia moderna a reducir la diversidad situándola en el paradigma de una sola diferencia, a ver la realidad únicamente según la imagen del hombre (antropomorfismo) y al hombre únicamente según la imagen del sexo (sexomorfismo). El género gramatical de la palabra «hombre» es masculino: «él» se refiere al género, no al sexo. Desde hace décadas defiendo un nuevo género, no el neutrum (ni… ni, o sea, castración), sino el utrum (tanto… como), y ello en todos los ámbitos de la realidad, es decir, también respecto a lo divino, lo humano y lo cósmico. Mientras, utilizo el masculino en sentido inclusivo, sin darle el derecho de dominio sobre la totalidad y sin contribuir, mediante el plural o las repeticiones (hombre-mujer, dios-diosa, etc.), a la fragmentación de la realidad.

El hecho de sentirme cómodo en varias lenguas y de no privilegiar a ninguna de ellas, ya que ninguna me pertenece, me hace estar más atento a mi deber como oyente (y, por lo tanto, obediente—ab audire) de la lengua hablada. Por esta razón, presto atención a la etimología de las palabras y a su parentesco, y estoy convencido, además, de la imposibilidad de una lengua universal única. Por eso hay en este libro abundantes citas en lenguas extranjeras, por las cuales quisiera dar las gracias a la editorial. Estas palabras extranjeras han de indicarnos simplemente que no estamos solos en nuestra tarea y que nada puede ser reducido a una sola forma de expresión ni a ninguna lengua. La lengua —como la sabiduría— tiene muchas moradas.

Raimon Panikkar

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