Legado

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Ya sé que los cazadores lo ven de otra manera. Que para ellos la caza es un deporte, una manera de confraternizar con los amigos, un modo de fabricar recuerdos comunes con sus hijos. También sé que la Naturaleza, como madre que es, no hace distinciones entre los que siembran en ella muerte o los que siembran vida, y que la inocencia absoluta de los animales les hace lucir su irrepetible belleza tanto ante quienes les admiran como ante quienes les disparan. Escucho, estos días, las secas detonaciones, el ladrido de los perros, las voces alteradas de los hombres justo un segundo antes del silencio de la muerte. También en algunos pueblos en fiesta padres e hijos unidos acosan a un animal condenado sin paliativos a padecer tortura y muerte; es su manera de pasar el testigo a la generación que viene: de grabar en ella actitudes. Es un legado.

Mi amigo Germán, de quien siempre me acuerdo cuando hablo de estas cosas, sale al campo cada fin de semana (como no va a matar, para él no hay veda). Conoce el nombre, el canto, las costumbres de todos los pájaros porque les viene observando en silencio casi todos los años que tiene de vida. Cuando, en el futuro, su hijo Adrián le recuerde, le recordará fabricando nidos, colocándolos en el sitio preciso, permaneciendo quieto durante el tiempo necesario para recibir el premio de sentir la vida que late en los seres pequeños. En sus recuerdos no habrá perros acezantes, miedosos y violentos, criados con el regalo y la crueldad con la que eran tratados los gladiadores; ni la voz imperiosa del padre: “Dispara ya, que se escapa”, ni el fulgor instantáneo de unas plumas que elevan el vuelo para caer despojadas de vida y de sentido, ni la sobria recompensa de una palmada en el hombro porque esa muerte la ha causado él.

Ya sé que en términos absolutos todo da igual, que al final todos moriremos algún día, nosotros, los toros y las codornices. Pero a diferencia de ellos, nosotros podemos elegir cómo queremos ser recordados.

 

Luisa Cuerda

 

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