Ganesha, la montaña del conocimiento

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Se había preparado con mucho tiempo, como solía hacer con cada nueva escalada, con cada nuevo reto. Era muy minucioso y a menudo se vanagloriaba de no haber fracasado nunca en todo aquello que se había propuesto.

Tenía cuarenta años cuando decidió enfrentarse a la montaña de Ganesha. Así la llamaban por su leyenda. Una leyenda extraña que afirmaba que la persona que la subiera, sería iluminada con el conocimiento que en ese momento necesitara.

Pero Juan era muy escéptico. Su única creencia era que la vida se la limitaba uno mismo y que, por el contrario; todo lo que cada uno se propusiera, con esfuerzo y constancia, se convertiría en su realidad.

Llevaba dos días de ascensión y había calculado que con cinco más la culminaría. Todo transcurría como había planeado. El tiempo era benigno, aunque sabía que cuanto más ascendiera, más extremadas serían las temperaturas y los vientos y mayores los riesgos de tormentas.

Fue en el cuarto día cuando de repente apareció la lluvia, con tanta fuerza que parecía enfadada. Apenas podía ver el camino y empapado hasta los huesos, tuvo suerte de poder refugiarse en una estrecha cueva. Ya no siguió ascendiendo y pudo secarse la ropa.

En el quinto día, fue el viento quien se le puso en contra, frío y fuerte, se empeñaba en empujarlo hacia abajo. Cada paso se convirtió en una hazaña. Aún así pudo caminar hasta el atardecer, cuando cayó exhausto y, por pura necesidad, consiguió montar la pequeña tienda donde refugiarse.

Durante la noche le invadió como nunca antes el cansancio y su alma, por primera vez, se sintió insegura. Tuvo miedo.

Al sexto día vislumbró la cima pero para llegar tenía que atravesar un terrible espacio desolado de enormes rocas. Tan unidas entre sí, que le obligaron a un constante subir y volver a bajar, piedra por piedra. Ni un solo resquicio por donde deslizarse. El sol caía como ardientes y pesadas hogazas. El viento había inhibido su presencia, convirtiendo cada respiración en un resuello de ahogo.

Pero no desistió.

Le empujaba sin saberlo el miedo a perder la imagen y las convicciones de si mismo, con las que se había construido su identidad.

Llegada la tarde volvió a plantar la tienda, tan solo a una hora de la cima. Esa noche aparecieron los calambres y las pesadillas. Parecía que sus infiernos se habían abierto y todos los dolores de su alma, por fin, llegaban a su conciencia. La soledad y el desamparo le traspasaron los huesos. Todo su cuerpo gimió de dolor, sin lágrimas.

Al amanecer cargó con lo mínimo necesario para subir los escasos quinientos metros que le faltaban. Avanzaba titubeante, con pasos muy lentos y cortos, hacia la pared de roca que conformaba la cúspide.

Parecía cercana pero necesitó dos horas hasta llegar a sus pies. Echó la cabeza hacia atrás, y horrorizado, comprobó la altura de la roca, y la ausencia de hendiduras donde aferrarse. Aún así, logró encaramarse unos metros pero, de nuevo, volvía a bajar impotente. Lo intentó una y otra vez pero el fracaso persistió.

No lo aceptaba. No podía ser cierto lo que le estaba pasando. No a él. Al fin, cayó al suelo exhausto y vencido. Era la primera vez que no conseguía un propósito. La primera vez que sus piernas y todo su cuerpo, se habían quedado paralizados. Ni tan solo podía retroceder. ¡Era insólito! pero necesitaba ayuda. Pasadas unas horas un grupo de excursionistas lo rescató.

Varios años después, pudo darse cuenta que la montaña le había enseñado…los límites.

 

Xavier Jiménez Jiménez

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