Asteya

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El alma del yoga: yama y niyama aquí y ahora.

Tercer Yama: ASTEYA

asteyapratisthâyâm sarvaratnopasthânam

(Yoga Sûtra, II. 37)

Definición de asteya: Como en el caso de ahimsâ, asteya significa un precepto negativo: STÂ, raíz de “steya” significa robar, y A es la partícula negativa que da al término asteya el significado de “no robar”. Tanto Desikachar como Maréchal añaden a este significado básico el de honestidad, carencia de codicia.

Desikachar interpreta asteya como “el abandono de la codicia o capacidad para resistir al deseo de lo que no nos pertenece.”; y, según Maréchal: “La honestidad consiste en contentarse con la justa retribución de su labor y asegurarse de actuar de forma íntegra en cualquier circunstancia. Abstenerse de hacerse con todo objeto innecesario forma parte de este comportamiento honesto, simple y desapegado a la vez.”

Asteya en la tradición cristiana: El mandato de no robar está situado en el séptimo lugar del decálogo cristiano, “no robarás”, pero el décimo mandamiento, “no codiciarás los bienes ajenos” encaja igualmente en asteya. Esta interpretación, que es la que yo aprendí en el catecismo, me parece más adecuada a estos tiempos que la del Deuteronomio: “No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni desearás la casa de tu prójimo, su campo, su esclavo o su esclava, su buey o su asno, ni nada de lo que le pertenece”. Sin embargo, salvando el androcentrismo de la frase y cambiando esclavo y esclava por personal de servicio y buey y asno por coches y motos, vemos que los seres humanos no hemos cambiado mucho en cuanto a aspiraciones. Sexo, poder y dinero siguen estando en el top de las distracciones con la que nos evadimos del dolor que nos causa la Gran Carencia: ese sentirnos separados y solos que el yoga (que significa precisamente “unión”) puede ayudarnos a afrontar.

Una de las cosas que más envenenan las relaciones es la envidia, que es un pecado capital del cristianismo y una de las nueve pasiones del Eneagrama y que consiste, precisamente, en ese “deseo de lo que no nos pertenece”, un deseo que puede llegar a causarnos tristeza por la prosperidad ajena. Por eso, resulta asombroso que la sociedad que inventó el capitalismo y el colonialismo se siga llamando cristiana. Tal vez todo estribe en la idea que tenemos de lo que nos pertenece. A lo largo de los años hemos visto que el hombre europeo ha considerado que le pertenecía el resto del mundo en la medida en que este tenía pautas diferentes de civilización, una de las cuales era la distinta religión que profesaba. Las iglesias cristianas, convertidas en un poder temporal, han justificado metafísicamente y legitimado espiritualmente los abusos de unas naciones contra otras y de las clases sociales más favorecidas contra las más indefensas. Sólo ha habido otras dos religiones que hayan errado tanto el camino y estas son, curiosamente, las otras dos religiones del Libro. Mientras tanto, los siglos están jalonados de grupos de cristianos que, escandalizados con el comportamiento ávido y ostentoso de la jerarquía, han denunciado la degradación del mensaje y han propuesto reformas que, a base de grandes esfuerzos y muchas veces persecuciones han ido sirviendo de contrapeso a la entropía general aunque no han conseguido evitarla. En el siglo XX las figuras de Juan XXIII y de Juan Pablo I llenaron de esperanza a quienes buscaban en el Papa un auténtico guía espiritual. Pero sus intentos quedaron interrumpidos por la muerte, aunque la luz que encendieron continúa alentando la esperanza de muchos cristianos. Muchos otros se han apartado no ya de la iglesia sino de cualquier tipo de espiritualidad y, huyendo del materialismo que han observado en la jerarquía, han caído en su propio y desesperanzador egocentrismo. Sin embargo, hace falta una idea trascendente de la vida para tener eso que Almaas llama “confianza básica”, esa sensación de que, de alguna manera, alguien cuida de nosotros, de que “lo que sucede es lo mejor que puede suceder”, y por tanto tenemos lo adecuado y en consecuencia no sentimos necesidad de apoderarnos de lo que no nos ha sido dado. Nuestra sociedad occidental oscila entre la fe en nuestro Padre celestial que proclaman a bombo y platillo las Iglesias y un “sálvese quien pueda” de los desencantados, a lo que hay que sumar la rapiña demostrada día a día por gobernantes, financieros y, también por todos nosotros en alguna medida, con el pretexto de que “así es el sistema”, como si el sistema fuese algo diferente de quienes lo formamos.

Dificultades para la correcta adopción de asteya: El mandato de no robar constituye en nuestra sociedad no sólo una norma moral sino también jurídica. El robo es un delito que se castiga con privación de libertad, y eso ha hecho que el “ladrón” juzgado y condenado como tal haya pasado a ser alguien rechazado por una gran parte de la sociedad. Pero suele suceder que la mayor parte de los ladrones atrapados por la policía pertenecen a clases sociales previamente marginadas, mientras que otros ladrones, que ostentan un cierto grado de poder y cuyas apropiaciones se disfrazan detrás de operaciones financieras, consiguen burlar la ley, de la que muchas veces son ellos mismos firmes puntales. Así, hemos aprendido a identificar “ladrón” con ladrón de poca monta y “robar” con quitar por la fuerza el dinero u otros objetos a los demás. Por lo que, si no caemos en este delito, consideramos que no estamos robando ni apropiándonos de lo que no nos pertenece. Sin embargo, asteya, la honestidad, es una actitud más exigente que pasa por cuestionar otras cosas que les quitamos a los demás sin que se nos pueda acusar de ladrones. Por ejemplo, al fomentar, disculpar o apoyar los abusos económicos y las desigualdades sociales estamos apoderándonos de lo que no es nuestro. Vivimos en un sistema cerrado, y eso significa que lo que yo tengo de más, alguien lo tiene de menos. No es el tipo de cosas que hay que decir si uno quiere ser popular en una fiesta. Pero así es. Y aunque en este mundo globalizado, cada vez es más difícil seguirle la pista al origen del botín (es decir, cada vez podemos parapetarnos mejor tras nuestra cada vez mayor ignorancia), la verdad sigue siendo que lo que yo tengo de más alguien lo tiene de menos. Exasperante, pero cierto.

Otra manera de dejarnos llevar por la codicia es abusar del tiempo o la energía de los demás. En ocasiones disponemos de ellos como si estuvieran a nuestro servicio, pero sin embargo nos indignamos cuando alguien trata de disponer de nosotros de la misma manera. Menospreciar, por envidia o por celos, los méritos o la labor de alguien que consideramos nuestro rival, o apoderarnos de ellos para medrar supone también robarle a nuestros semejantes algo que es suyo.

Como siempre, se trata de analizar los obstáculos que nos impiden ver por qué es equitativo no quitar a los demás lo que no quisiéramos que los demás nos quitaran. Ya antes me he referido a la Gran Carencia que subyace a cualquier acto de codicia. El desear constantemente lo que no tenemos indica un descontento que, como sabemos por experiencia, no va a desaparecer definitivamente con la realización de esos deseos. Uno de los cinco obstáculos de que nos habla Patanjali es su Yoga Sûtra es “râga”, traducida por Maréchal como “el apego, el deseo, la necesidad de posesión”. Y Desikachar dice que “el apego excesivo está basado en que contribuirá a la felicidad eterna”. Así pues, es eso lo que buscamos cuando deseamos el dinero, el poder, las relaciones, la belleza, la inteligencia o el tiempo que no nos pertenece. Lo venimos buscando desde hace miles de años, pero en la Era de la publicidad, la búsqueda se ha convertido en pura compulsión. Y puede que sea este el momento más indicado para hablar de una de las circunstancias que hacen más difícil la práctica de asteya: el consumismo, generado a su vez por una publicidad que forma parte de nuestras vidas hasta mucho más allá de lo que quisiéramos creer. Diógenes, después de una visita a un mercado, se dio cuenta de la cantidad de cosas que no necesitaba. La publicidad consiste en introducir la necesidad de todas esas cosas en nuestro cerebro mostrándonoslas poseídas por los demás: una fórmula infalible. No es casualidad que las mayores partidas de las grandes empresas se destinen a la publicidad. Ni que todo el mundo considere que “tiene derecho” a que su hijo tenga el último videojuego, “como los demás niños”, mientras hace dejación de su derecho a una educación digna o a una televisión que no les aliene. Está en la naturaleza humana la emulación, pero hace ya bastantes años que hemos caído en una perversión de esa cualidad que, correctamente entendida, nos haría progresar tanto. Hasta que no comprendamos que detrás de los objetos de deseo que exhiben ante nosotros unos modelos irreales sólo hay una estrategia de mercado que cuenta con nuestra insatisfacción crónica, no podremos liberarnos de la compulsión de tener lo que los demás tienen. De hecho, tenemos mucho más de lo que tuvieron nuestros abuelos, y no se puede negar que vivimos más cómoda y placenteramente; pero no somos ni más ni menos felices que ellos. La felicidad dependía entonces y depende ahora de nuestra actitud personal, tanto en medio de comodidades como de privaciones. Por eso, a medida que nuestra visión se haga más clara, a medida que sepamos distinguir entre euforia y felicidad, y se torne más evidente que los mejores momentos de nuestra vida han ido ligados siempre a instantes de gran simplicidad, sentiremos menos deseo de apoderarnos de lo que otros poseen.

Asteya y la práctica: Si hay algo que nos alivia del tormento del deseo es vivir el momento. Estar presentes plenamente en cada instante supone habitar en una eternidad vertical (es decir no en un tiempo largo si no en un no-tiempo) en la que no caben ni ansiedad ni nostalgia, ni temores ni estrategias. El presente y el ego son incompatibles y puesto que la mayoría de la humanidad ha estado encaminada desde hace miles de años a cultivar el ego, resulta muy difícil y parece realmente imposible cultivar la capacidad de vivir en el momento presente. El prânâyâma es un aspecto del yoga que nos ayuda a experimentar esta posibilidad. “La práctica regular de prânâyâma reduce los obstáculos que inhiben la clara percepción”, dice el aforismo 52 de Sâdhanapâdah. El sumirnos en nuestra respiración no sólo nos aporta un conocimiento inmediato de nuestro estado físico y psíquico en ese preciso momento, sino que también nos ayuda a valorar algo tan esencial para nuestra vida como el aire que nos alimenta y que, sin embargo, damos por hecho. De la misma forma, hay muchas otras cosas de las que disfrutamos cada día y que no valoramos, prendidos de lo que “no nos pertenece”, cosas esenciales, que si nos faltaran supondrían un problema mucho más grave que el no tener lo que deseamos en los demás. En la comunidad de Plum Village, creada por Thich Nhat Hanh en Francia, existe la costumbre de parar cualquier cosa que se esté haciendo y respirar conscientemente cada vez que suene la campana, lo que sucede cada quince minutos. Aunque esta práctica no se puede llamar prânâyâma, está al alcance de cualquier tipo de visitante y, con el paso de los días, da como fruto un sosiego y un centramiento extraordinarios que aparecen, además, como un reflejo condicionado una vez que, acabada la estancia en Plum Village y de vuelta a la vida cotidiana, se oye el tañir de una campana o incluso un reloj dando las horas. En palabras del maestro, “no es una cuestión de fe, sino de práctica”. La práctica del prânâyâma potencia este efecto de vivir el momento, de tomar contacto con lo esencial y, por tanto, ver el verdadero rostro de lo accesorio. Y nos ayuda, por tanto, no ya a “resistir al deseo de lo que no nos pertenece” sino a iluminar su inconsistencia. Sometidos como estamos al cambio constante, las cosas vienen y van sin que nada de lo que hagamos pueda evitarlo en realidad; nuestra única oportunidad es aprender de ello, experimentar, disfrutarlo y dejarlo ir para recibir lo siguiente. Difícil tarea, pero imprescindible; tal vez el aire, entrando y saliendo de nuestros pulmones para dejar sitio libre a una nueva bocanada de aire nuevo, nos dé la clave.

Frutos de asteya: La cita que encabeza este capítulo, el aforismo 37 de Sâdhanapâdah, dice literalmente: “No robar (honestidad) firmemente establecida: todas las joyas se acercan (a él).”. Maréchal lo interpreta como: “Al yogui no le faltará nunca nada esencial mientras su honestidad esté firmemente establecida. Recibe, cuando lo requiere, todo lo que necesita para proseguir su acción.” De nuevo esa llamada a la confianza que recuerda el pasaje de los lirios del campo. Me parece importante, en este punto, distinguir entre la confianza en la providencia para recibir “lo esencial” y La Ley de la Atracción, una teoría New Age, cada vez más popular (lógicamente) que atribuye a nuestra capacidad de creer en ello la posibilidad de nadar en la abundancia. Independientemente de que libros como “El Gran Secreto” sean o no eficaces (y sin duda lo han sido para sus autores), no deben confundirse con el tema que estamos tratando. A lo largo de la historia, la capacidad de ilusión del ser humano, que es ilimitada, ha alimentado todas las supersticiones y ha hecho progresar la industria de cirios y los organismos dedicados a loterías y apuestas del Estado. Pero la motivación de quien quiere salir de pobre, por muy respetable y legítima que sea, incluso si es para ayudar a los demás, no es la misma que la de quien quiere, únicamente, desentenderse de buscar cómo sobrevivir para así dedicarse a su realización. En este sentido, me parece más clarificadora la interpretación de Desikachar: “Quien es digno de confianza porque no codicia lo que pertenece a otros tiene, naturalmente, la confianza de todos que lo comparten todo con él por muy preciosa que sea la cosa a compartir.” Es evidente que la persona que se alegra de los progresos ajenos en lugar de envidiarlos, es el mejor compañero para compartir y celebrar con él la propia abundancia. Ese desprendimiento, esa carencia de apego que se capta inmediatamente, de la misma forma que también se capta la enhorabuena forzada, son la mejor manera de disfrutar de todo sin ser el dueño de nada. Junto con este fruto de asteya, yo añadiría el de la capacidad de gozar intensamente de lo que la vida nos da en cada momento, una facultad que veremos al estudiar el segundo de los niyamas, santosa, el contentamiento. Si estamos libres de codicia, cualquier cosa que tengamos supondrá para nosotros un motivo de alegría. Y, en esta parte del mundo, es enorme la cantidad de cosas que cada día tenemos y no valoramos, comenzando, como dije antes, por el hecho de respirar y de estar vivos. Cuando, cubiertas nuestras necesidades básicas, experimentemos que lo más importante de la vida es gratis, nos sentiremos saciados con mucho menos de lo que la publicidad nos dice que necesitamos para ser felices.

Cuentan que un pobre mendigo se sentaba cada día a la puerta de un hombre inmensamente rico. Desde allí veía le veía salir con su familia y meterse en un fastuoso coche; y desde allí le veía llegar, lleno de compras y regalos y entrar en su palacio. Un viandante, que habitualmente pasaba por allí, quiso mostrar su simpatía al mendigo y le dijo: “Cada día, al pasar por aquí, sufro al ver tu situación de miseria frente a la opulencia de ese otro hombre”. El mendigo contestó, sonriendo: “Tú sufres al ver mi situación, pero yo soy feliz cada día al ver disfrutar a ese hombre de la suya”.

 

Asteya, La Rueda de la Fortuna del Tarot de Marsella

En la que rodamos, como las tres grotescas figuras, igualmente grotescas por cierto, o más aún, cuando se adornan con los mentirosos signos de gloria y poder. Si nos sumergimos en esa rueda estaremos en pos de la corona, temerosos de perderla o fracasados por haberla perdido en un rodar sin fin del que sólo es posible salir “renunciando al deseo de lo que no nos pertenece”.

 

Luisa Cuerda

NOTAS:

Yoga Sûtra, pág. 82.

Viniyoga II, pág.21

Dt, 5 21.

Facetas de la unidad. El eneagrama de las ideas Santas. A.H. Almaas. Editorial La liebre de Marzo (Barcelona, 2002), pág. 40.

Viniyoga II, pág. 47.

Yoga Sûtra, aforismo II, 7. Pág. 67.

Viniyoga II, págs. 81 y 82.

Id., pág. 25.

Yoga Sûtra, págs. 87 y 88.

Pendiente de encontrar la fuente

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