Ciencia y Tradición

 

Hay momentos en que lo nuevo irrumpe con fuerza, aunque inocente, es una fuerza que se nutre a sí misma al adaptarse a su propio momento de crecimiento como el brote tierno de una flor en primavera rompe la capa dura y gris del invierno.

Todos necesitamos de estos momentos de renovación, momentos en los que se renueva el tiempo, se zanjan las cuentas con el pasado y se echan a volar los deseos futuros. Como nos decía Mircia Eliade, las sociedades tradicionales siempre se han protegido del peso de la historia, de la dimensión lineal del tiempo, y han necesitado recurrir periódicamente a la abolición de aquél mediante rituales de transformación y catarsis, en la necesidad de conectar con el origen de los tiempos y volver a reproducir los mismos gestos arquetípicos, las mismas hazañas de sus héroes, el mismo diálogo con los dioses. Apropiarse, tal vez, de esa sensación nueva que hace que el mismo cielo de todos los días sea diferente, y de una mirada limpia, libre de todos los rencores y todos los viejos hábitos que nos ciegan.

Pero nosotros tenemos muy presente el tiempo, nuestra vivencia del tiempo va muy deprisa y ya hemos puesto el ojo en el 2000, en el privilegio de empezar un nuevo milenio. Sufrimos un acelerón sin precedentes, no sabemos si corremos tras el progreso, científico y aséptico, tecnológico y brillante, o corremos huyendo del vacío, de la crisis, del sin sentido que produce ese mismo progreso. Estamos atrapados en el futuro si creemos que la salvación residirá en un paraíso tecnológico perfectamente controlado. Vencer las enfermedades, el dolor o la muerte; estar seguros, calentitos y ahítos de comida; ver imágenes dulces y tener un ocio variado. ¿Será este nuestro paraíso?.

Pero el tiempo como la vida es cíclico, tiene mareas altas y bajas, eclipses y destellos. Por eso en la dimensión cíclica y global del tiempo que nombrábamos antes, cada momento está profundamente interconectado con el Todo, pasado y futuro se funden en el aquí y ahora puesto que el presente es lo único eterno que existe.

No importa que descubramos maravillas del Universo, que tengamos máquinas inteligentes y sepamos los códigos secretos de la naturaleza y de nuestros genes. Nada de esto tiene importancia sino descubrimos ante todo el peculiar sentido que tiene la vida para nosotros.

Si el reloj nos quita la sensibilidad del tiempo, el ordenador la capacidad de pensar, si el confort atrofia nuestra motricidad y nuestra expresión, si la tecnologfa nos evita percibir lo simple de la vida, entonces hemos fracasado. Pero si todo ello nos invita a aumentar nuestra sensibilidad y nuestras ganas de vivir, entonces, ¡bienvenido!.

El futuro no es más que la mera construcción de nuestra esperanza y el paraíso, seguro que no nos esperará en la vuelta de la esquina. Ya están sucediendo infinitas cosas significativas en este momento como para no rechazar el presente. Ser consecuente con el aquí y ahora, sin asustarse, sin pedir milagros, sin perder ilusiones, sin desánimos.

Es por eso que queremos rescatar la dimensión profunda de la vida, la visión espiritual del ser humano, sabiendo que el tercer milenio nos empuja a seguir mejorando pero con la condición de vivirlo en este preciso momento.

En este sentido la Tradición no es algo desfasado que hacían nuestros antepasados, aquellos sabios que se retiraban de la sociedad, aquellos alquimistas que buscaban convertir el plomo en oro o aquellos eruditos que leían la letra pequeña de las Sagradas Escrituras. No, la Tradición siempre fue clara aunque su medio de expresión (y protección) fuera a menudo esotérico. La fuerza de la vida y de la creatividad está en el momento presente, no hay nada fuera de él. Habrá que sentarse en alguna postura especial largo tiempo, habrá que peregrinar por todos los caminos, habrá que retirarse durante años en silencio, habrá, tal vez, que penetrar en el poder de la magia o danzar como sólo lo sabe hacer el viento. No importa el camino o la estrategia escogida, lo importante es el tesoro que tenemos instante a instante y que, el hábito del pasado o la especulación del futuro nos hace perder.

Si la Tradición fuera algo viejo nunca llegaría a nuestras manos, si ha pervivido por los siglos de los siglos es porque es tremendamente nueva, se adapta a cada momento, recoge la fuerza de lo emergente y se viste con las mil caras de lo impermanente. De hecho, la Tradición no tiene rostro, es como la define Lao Tse cuando dice que «el Tao que puede ser nombrado no es el verdadero Tao». Así, la verdadera Tradición no es la que se deja atrapar por dogmas y creencias, por rituales y disciplinas, viene de lo invisible y no tiene voz. Sabe que su poder reside en la fuerza renovadora del presente.

Julián Peragón