Aprendiendo a aprender

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Todo lo esencial, aquello que configura lo que somos, lo hemos aprendido a ciegas. De niños, cuando aún no habíamos puesto nuestra huella sobre el piso, nos bastaba con imitar todo lo que veíamos, devolviendo sonrisas, dejando los ojos muy abiertos.

Las formas entraban casi sin filtro, los sonidos lejanos nos asustaban o nos calmaban si venían de un universo cálido al que llamábamos mamá. Aprendimos a hablar mejor y en menos tiempo de lo que un adulto tarda en aprender otro idioma con todos los mejores métodos audiovisuales; conseguimos andar tan bien como los patitos que siguen a su mami pata moviendo de la misma forma la colita. Y aprendimos con esa plasticidad que tienen los pequeños cuando se caen como si fueran de goma, o cuando lloran un instante y ríen al siguiente sin mediar ningún pacto implícito ni lógica alguna.

Entonces no jugaba de delantero centro el ego, no podía ayudar dando rodeos a los obstáculos pero tampoco interfería porque aún el mundo era una fusión de colores y sensaciones. Crecimos de la mejor manera, no por la energía de los alimentos sino por la fuerza del querer, la necesidad de mimos, de seguridades, tal vez de reconocimiento. Ya eres un chavalote, ya eres una mujercita, y crecimos haciendo nuestra a la madre e imitando en un caso al padre o deseando su mirada en el otro.

Aprendimos, por tanto, por la figura de un modelo que representaba nuestra necesidad de ser. Ese «quiero ser como» tiene, todavía de adultos, mucha fuerza. Y no digamos de adolescentes midiéndonos para ser el o la líder del grupo o ser deseados, comprando posters de metro y medio de nuestros ídolos más guapos y más fuertes. Jugando, en definitiva, como cachorros de humanos que anteponen una vida adulta dura, competitiva en una sociedad desigual. Aprendimos también por el chantaje, «si no estudias», «si no te portas bien» «si no haces lo que yo te digo». Pero lo terrible es que des-aprendimos tempranamente en la escuela a través de la disciplina vacía con los criterios de los adultos que ya no se acordaban del mundo sutil del niño la base inconsciente de nuestro aprendizaje. Nunca más las nubes serán algodones que la imaginación moldea a su antojo; nunca más la tierra será el alimento bueno que va de la mano tierna a la boca; ni será un campo de juego la piel de los demás que se estremece como la piel de una gallina cuando siente algo muy intenso. No había tiempo, los programas, las evaluaciones, las matemáticas. Firmes y callados, o en su defecto, castigados. Desorientados, deshubicados, no sabíamos cómo pensar, cómo sentir, cómo movernos en el espacio. Todo estaba prohibido, la misma espontaneidad que nos hizo aprender tanto era cortada por lo sano, con el miedo hasta las rodillas, hasta el culo, hasta el mismo corazón. Nadie nos miró, o al menos así lo percibimos muchos, con esa mirada atenta que da espacio para que tú seas lo que ya eres. No, te equivocas, no, pon más atención, no, mañana te aprendes de memoria el libro entero, no, copiarás mil veces. Ah! y no llores.

No obstante nos escabullíamos por los pasadizos del tiempo mágico y quedábamos ensimismados, con la boca abierta, en historias donde sí éramos importantes, donde las proezas y las hazañas eran fruto de un corazón todavía inocente, donde la magia consistía en hacerse a sí mismos valientes, fuertes y astutos. En un santiamén aprendimos la mecánica del Excalestri, el juego de ropitas de la señorita Maripili, con la seguridad de un profesional y con la millonésima parte del esfuerzo que tardábamos en aprender cualquier conjugación de verbos transitivos. Robamos tantos momentos a escondidas, debajo de las sábanas, escapándonos al confín del mundo, guardando tesoros, espiando libros prohibidos, diciendo metirijillas que, al fin y al cabo, aprendimos.

El otro gran espacio de prueba, temida y tardía la mayoría de las veces, fue el amor. El otro sexo era una obsesión tan fuerte que encarnaba las fuerzas más diabólicas y las más angelicales. El fuerte deseo, el enamoramiento más descarnado nos llevaban a seguir queriendo ser, esta vez, el todo para el otro. Fuimos los mejores poetas, tuvimos las ocurrencias mejores y nos vivimos como amantes de película. Sumergirse en un otro era conocer el otro medio mundo desconocido, ¡Dios!, estar permanentemente erotizado, encantado, seducido, «tocado» en lo más íntimo. No era aprender información como el que traga sorbo a sorbo y va digiriendo, era simplemente lanzarse a una catarata sin límites precisos, un viaje intenso. Volvimos a recuperar esa intensidad necesaria para la vida, a pesar, no lo olvidemos, de los miedos y las depresiones, y los rechazos, y todo lo inevitable. El deseo pudo rastrear hasta encontrar las fuentes inagotables y supo aumentar la sensibilidad para percibir los movimientos más imperceptibles del amado/a.

Aprendimos a ciegas, como dijimos, y no supimos aprender a aprender y mucho menos aprender a enseñar. Cuando fuimos profes en las escuelas o llevando cursos de alguna cosa, sacamos nuestras buenas intenciones pero terminamos imitando al papá, al maestro o al profesor que tuvimos. Nos rodeamos de algún libro de juegos, de pedagogía, de creatividad, pero siempre con la zozobra del que ha olvidado a aprender y paradójicamente, quiere enseñar a los que aún si se acuerdan. Enseñar cuando todavía uno no se ha planteado la función de la memoria, no ha descubierto la mente profundamente simbólica, no sabe de los intríngulis de la inteligencia, no ha despertado el pensar libre, el juego de asociaciones, la capacidad del ingenio o la profundidad de las intuiciones.

Es posible que aprendamos de veras lo que nos resulte de vital importancia para nuestra supervivencia física o emocional, pero tarde o temprano eso se quedará corto. Es posible también que la sociedad en la que vivimos marque unas pautas muy estrechas de conocimiento y de convivenvia que deban ser respetadas, pero a la larga «eso» que se aprende en aras de la sociedad no da individuos sanos y felices. El largo camino hacia el conocimiento profundo donde reside uno mismo requiere de los cuidados que sólo puede dar un jardinero, de la habilidad del malabarista, de la creatividad del artista, de la intuición de los genios y de la perseverancia de la hormiga.

Aprender es llegar a ser, rodearse de pequeños elementos, ideas, imágenes que tienen vida propia pero que sólo son señales de un viaje más alucinante que la realidad que ellas mismas hablan. Aprender es recordar aunque para ello tengamos que olvidar lo aprendido y despejar así el camino nuevo a seguir. Configurar un modo de ser que sabe sacar provecho a las situaciones porque se adapta, porque resuelve por caminos insospechados, porque desdramatiza, porque sabe salir de las opresiones y de las ataduras, pero se compromete con lo esencial, que dialoga con todas las partes en cuestión, fuera y dentro de sí, que permanece a la escucha porque el silencio habla. Tendríamos que hablar de pedagogía activa, de integración global, o de un nuevo mundo ansiado. No está de más decir que este mundo que no nos gusta, tan atroz e injusto, no puede cambiar si no cambia el niño que crece si no damos espacio a este niño interno que parece negar la vulnerabilidad, la inseguridad, el temor, la rabia, el dolor pero que imparablemente nos invaden.

En cambio, para enseñar, basta con saber aprender, o bien, si uno ya perdió la frescura, saberse poner al lado del aprendizaje y simplemente escuchar. No se puede enseñar sin humildad y, para ello, habremos de recurrir a algunos grandes maestros que enseñaban con el silencio, con la mirada, que sabían que la enseñanza es una digestión sutil donde el maestro primero escucha, después regurgita y amasa lo observado y lo intuido y, encontrando lo esencial, lo devuelve piano piano al alumno según su propio eje de comprensión para que pueda dar el siguiente paso.

En definitiva no se puede enseñar más que lo que uno es, porque la transmisión más allá de las palabras, como vimos entre mamás y bebés, se mastica en silencio. Es, tal vez, el arte de estar, es una relación que se sabe por dónde empieza pero que la vida lleva porque desaparece la prepotencia del maestro y son los brotes tiernos de los descubrimientos los que se abren camino.

Quién sabe cómo hay que enseñar, quién, pero seguro que no son las visiones del mundo, las filosofías, las cosmogonías lo importante, hay algo que inevitablemente quiere potenciar, señalar, sugerir, provocar, cuestionar, y estar atento. Estar y misteriosamente no estar, saber devolver la dependencia cuando se avecina un lastre, vivir la autonomía, la libertad. Dejar que la ironía y el buen humor pongan las cosas en su sitio, y amar profundamente amar, tantas veces en silencio.

Julián Peragón

 

 

 

 

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