Disecadoras de Memorias Tristes

 

Sobre cartulina negra sólo se colocan mariposas disecadas con finas agujas o fotos color sepia. Pero las memorias, sobre todo las más tristes, requieren burbujas de cristal grandes como peceras. Hay que colocar lo saben bien las disecadoras- un poquito de agua tibia en el fondo de la pecera impregnada de esencia de baúl viejo o sábana de lino de la abuela con ribetes de ganchillo. Con la humedad rancia y el vapor neblinoso se coloca algo insignificante pero de mucho valor sentimental, un anillo de comunión, una postal del lejano oriente o una foto rota de rabia.

Entonces hay que esperar. Con la luz ténue y delante de la pecera, con los ojos girados hacia abajo e izquierda lejos de los pensamientos que se situan arriba y a la derecha y sintiendo. Es preferible adoptar un tono gris y melancólico y si cuesta concentrarse bien chiquito en el latido desgarrado del corazón, coger una cebolla partida en una mano y Cien años de soledad en la otra. Aún así hay que esperar porque la memoria no es un saco oscuro y desordenado de recuerdos ni una puerta de ojo en cerradura por donde mirar a escondidas, más bien se parece a una caracola con recovecos y reverberaciones, voces de un mar mucho más grande que todos hemos oído alguna vez.

Recordar es un arte difícil, a decir de las disecadoras, y es preciso rodear al donante de memorias tristes y soplarle en la sotabarba vientos alisios, y contarle al oído cantos de sirenas o bien, buscarle las cosquillas. Todo ello para distraerle de esfuerzos innecesarios y soltar el alma tan férrea que la tenemos. Y justo en el momento preciso cuando los ojos están humedecidos y las manos frías de corazón ardiente ¡zas!, con la profesionalidad que sólo las disecadoras tienen, pescan uno, dos o tres recuerdos en el bravo mar que nos batalla por dentro y los analizan asépticamente. Este es un poco tonto, este demasiado gracioso, este sinsentido. Unos van a la papelera y otros los echan a volar. Sólo los más tristes con aire de Chopin o Satie, los más desesperados o los que no abrigan ninguna esperanza como Penélope son colocados dulcemente en la pecera de colores pálidos. Uno encima del otro, ligeramente sazonados como el mar o las lágrimas de donde proceden, forman sedimentos imperecederos que la historia o la arqueología sabrá apreciar en su momento. Se colocan entre capa y capa geológica de nuestro drama emocional un recuerdo de llantina de las que marcan época, y otro de mal de amores, y otro, si cabe, de pasión desenfrenada hasta hacer una masa compacta y gelatinosa en proceso de fermentación como los jabones de tropezones de los de antes.

Al final, las disecadoras le despertarán con arrullos y secarán las lágrimas que aún queden en la mejilla, sabedoras de que con el recuerdo hacemos un tráfico con lo eterno y después nada vuelve a ser lo mismo. Aunque hay que decir que, algunas especies de memorias, son verdaderamente falaces porque sólo recuerdan lo que quieren y como quieren, hasta lo más caprichoso, y nunca son fieles a sí mismas. En cambio el recuerdo, sobre todo si se hace delante de una pecera de colores pálidos, te lleva bien lejos, a rememorar las esencias verdaderas, a reencontrar el hueco perdido, a navegar por el río de la vida, el único que va de una orilla a otra.

Julián Peragón